POLITIKA: ¿Cuál es el balance que hace de los meses de actividad parlamentaria que le ha tocado vivir?
– Destaco la buena disposición de los funcionarios en el Congreso para ayudar y encontrar soluciones a los problemas con los que llegamos. Nosotros somos nuevos acá, y nos toca mucho estar preguntando una y otra vez por procedimientos o trámites. En ese sentido, la gente acá ha nos ha tenido paciencia y buena onda. Eso se agradece.
Mi principal crítica tiene que ver con lo que veo muy poca disposición al diálogo en las sesiones de sala. Los acuerdos y las conversaciones, finalmente, suceden en otro lado: en las bancadas, en los partidos, en los ministerios, en las oficinas de los lobbystas, en las casas de los ex ministros. El «acuerdo» tributario ha sido un triste recuerdo de que esta manera de hacer política sigue tan vigente como antes y que la promesa del «nuevo ciclo» es una mala broma. Para un diputado independiente como yo, es impresentable que así sea y daña profundamente nuestra democracia.
¿Tienen los parlamentarios “independientes” alguna influencia real en los debates parlamentarios?
– El Congreso es una plataforma privilegiada para poner temas en la agenda pública y ser escuchado por un amplio espectro de la ciudadanía. Ahora, yo no cifro mis expectativas de un cambio radical en el actual parlamento sino desde las luchas sociales. En ese sentido, mi objetivo es que utilicemos esta plataforma para amplificar estas luchas y desafiar nuestra institucionalidad.
¿Cómo definiría el papel que juega, o desearía jugar, ante mayorías parlamentarias que no representan una real mayoría social?
– El rol que nos corresponde —no hay que olvidar que yo soy sólo vocero de un esfuerzo colectivo— en el actual escenario político es poner en evidencia a esta democracia pactada en la medida de lo posible y ofrecer una nueva alternativa, de izquierda, para lograr la real apertura de un nuevo ciclo político. Esa pelea le juega en muchas dimensiones distintas y paralelas. El parlamento es solo una de esas.
¿Qué juicio le merecen las reformas anunciadas por el gobierno que, después de cuatro meses –y de negociaciones extra parlamentarias– recién comienzan a cobrar forma de proyecto legislativo?
– Desde el año pasado hemos insistido en que hay mucha ambigüedad en el área educación del programa de la presidenta Bachelet. Esto es, sin duda, preocupante. La reforma educacional puede tomar caminos muy diversos, incluso algunos caminos que en apariencia cambian las cosas, pero que, en la práctica, lo dejan todo igual. Nuestra lucha es por cambiar el sentido de la educación y el rol del estado en el proceso educativo. ¿Para qué educamos? ¿Quién debe financiar la educación de todos? ¿Qué rol cumplen las instituciones públicas en este proceso? Una «reforma» que solo agrega más dinero, sin hacerse cargo de estas interrogantes, no es aceptable para nosotros. Una reforma que solo controle los excesos del sistema (lucro, copago, selección) sin fijar una ruta de fortalecimiento de la educación pública, tampoco. Ahora, si además de estos temas de fondo, la reforma se pacta siguiendo los mismos mecanismos oscuros y antidemocráticos que se expresaron en el acuerdo tributario, significa que no hay ninguna voluntad real de cambiar el rumbo que hemos estado siguiendo en los últimos 40 años.
¿Cómo ve la capacidad real que tienen (o no tienen) las autoridades regionales para decidir de lo que les concierne localmente?
– Es muy poca la capacidad real que tienen las autoridades regionales en todo ámbito: lo presupuestario viene dado de Santiago, lo administrativo obedece a directrices centralistas y la permanencia en el cargo depende no del apoyo local, si no del apoyo central. El centralismo opera en todos esos niveles. Además hay un centralismo cultural en las regiones que es muy profundo y tiene doble filo: por un lado las regiones replican modelos centralistas de administración, concentrándose al máximo en su capital; por otro lado hay una tendencia algo inconsciente a presuponer que lo que viene de Santiago es mejor, está mejor pensado, tiene más autoridad. Contra esa veta cultural del centralismo podemos hacer todos los días, desde todos los espacios, la pelea.
Magallanes mostró hace un par de años que cuando la ciudadanía se une para luchar por sus reivindicaciones el Estado desaparece: ni alcaldes, ni parlamentarios, ni intendentes, ni siquiera ministros parecían ser los interlocutores legítimos del movimiento magallánico. ¿Cómo ve Ud. la legitimidad de un gobierno central elegido con apenas el 25% del universo electoral de cara a lo que su Región requiere y exige?
– La falta de legitimidad de la política es un problema que nos afecta a todos. Yo salí electo con la primera mayoría en mi región, pero cerca del 60% de los magallánicos decidieron no votar. Este es un problema muy serio y refleja una desafección entre representantes y representados que es bastante recíproca. Los políticos tradicionales —lo demuestran a diario en sus actos— no están interesados en convocar a la ciudadanía, en hacerla parte de las decisiones, en abrir la democracia. Están interesados en mantener sus pequeños feudos de poder y se acuerdan de la ciudadanía para las elecciones. A mí me sorprende mucho en Magallanes, que, ahora, cuando voy a las mismas ferias, juntas de vecinos y centros de adulto mayor que visité durante la campaña, la gente se sorprende mucho, como si hubiera visto a un fantasma. «Usted es el único que se volvió a aparecer después de la campaña», me dicen en muchos lados. Nuestra apuesta es por que lo social y lo político dejen de estar en mundos separados: hay que socializar lo político y politizar lo social.
Politika – El Ciudadano