No quiero decir que es bueno quemar una ciudad y tampoco quiero decir que la violencia viene siempre desde tan un solo lado, porque pudiera parecer sencillo el establecer que son siempre los pacos los que ponen la violencia en el aire de todas las manifestaciones. Sin embargo quiero detenerme un segundo en esa ciudad que de pronto arde de una calle a otra y se enciende.
La noche del jueves vimos quemarse las esquinas y los locales comerciales como no habíamos visto antes, y no podemos quedar al margen porque cuando el fuego aparece en medio de una historia social es porque hay límites que se han traspasado y eso hay que saber mirarlo con un poco de distancia o, al menos, con detención.
La gente se moviliza, los pacos se turnan para despertar en las esquinas un tufillo de orden y de cuidado que se confunde inevitablemente con el sonido tosco de la represión y la violencia desmedida. Y mientras miles caminan por un brazo de la Alameda en el otro se turnan los estudiantes y el lumpen y el tipo que va pasando para romper una vidriera o meterle mecha al neón pelotudo de una farmacia a la que odiamos porque sabemos que un día nos cagó con el precio de los remedios.
Alguien pudiera pensar que hoy, cuando ya es la noche del lunes siguiente, es demasiado tarde para escribir una crónica que hable de la marcha del pasado jueves, sin embargo a veces hay cosas que debemos macerar en la garganta para que el tufo no se escriba únicamente con consigna y sepa también dar cuenta de un pedazo de la historia (o la historieta) de este año que quedará prendido a fuego en el balance nacional de este dosmilquince que nos saca de quicios.
1.- Antorcha
Neruda escribió una vez los versos que dicen “y no hay sino la piel para pelearle,no hay sino las banderas y los puños y el triste honor ensangrentado” y me recuerdo de esos versos cuando pienso en que la marcha del jueves pasado llevaba el nombre de Rodrigo Avilés por el que salimos a caminar, ensangrentados, porque el cabro cayó en una calle y por él alguien se dio el trabajo de alzar antorchas afuera de la Universidad de Chile como signo de una velatón hermosa y furibunda; así como el síntoma de una sociedad que se levanta en armas contra el poder asesino de esos pacos que meten luma y chorros feroces sobre el cuerpo único de un tipo que va caminando en una vereda huacha de Valparaíso para pedir algo tan sencillo como justicia o educación gratuita. (No es justo, lo sé, lo sabes, lo sabemos todos, nos enojamos entonces)
Me acuerdo de la violencia asesina de un guanaco o de un zorrillo y pienso en todos nosotros que salimos tantas veces a caminar cantando y no sabemos si seremos los traumatizados o los policontusos que un noticiero contará como anécdota roja a la mañana siguiente, y eso me asusta primero y me enfurece después. Pero sigo. Mientras Rodrigo Avilés se muere o no se muere en una cama de hospital yo sigo andando a pesar de que nos han puesto muy claros los límites de la violencia y la libertad porque es inevitable seguir adelante a pesar del agua que callará (si puede) hasta la última antorcha de los estudiantes.
2.- Mecha
La noche del jueves vi quemarse de a poquito una farmacia, un banco, una casa comercial. Y aún cuando no creo en la violencia justificada por el odio siento que no es casualidad que arda una farmacia, un banco o una casa comercial. Porque son esas tres cosas, precisamente, lo que nos tiene de rodillas con sus créditos y saldos pendientes; con sus infames generosidades de retail y de consumo, en este sistema prudente, maricón y veleidoso que nos pone a competir por una deuda feroz y mala leche.
Entonces siento y recuerdo esa pequeña mecha que significaban, esa noche, los plásticos que se prendían llevando de a poco la llamarada al interior de las sucursales que terminaban por reducirse a bolas de masa chamuscada que en alguna parte solo dejaba ver el descuento ratón con que amordazan a la gente pobre.
(Tengo que ser políticamente correcto y decir que: ) No es justificación ni la mansedumbre ni mucho menos la rabia, sin embargo cuando los medios ensalzan las detenciones ciudadanas y la justicia por la toma del poder no es raro que un puñado de gente se tome la justicia y ponga a arder la sucursal de esa empresa que le rompió la madre hasta despedazarla a cuotas o, peor aún, hasta el embargo.
3.- Fogata (o barricada)
Víctor Jara escribió una canción que decía “Que viene el guanaco/ y detrás los pacos /la bomba adelante /la paralizante /también la purgante,/y la hilarante. /¡Ay qué son cargantes estos vigilantes!” y estos versos me recuerdan esa noche de jueves en la que los pacos, con sus guanacos y sus escudos y sus botas, dejaron que se encendiera la calle para ejecutar (o percutar) toda la fuerza aguerrida de su salvaje actuar de mala saña.
Sin embargo la barricada ardiendo parecía una fogata en la que todos se tendían una mano para paralizar un rato esa tendencia a lo negro que se pone sobre las marchas cuando la tele es la que muestra y denuncia.
A veces el fuego no solo muestra e ilumina sino que además calienta. Porque en la noche pobre de Santiago de Chile la fogata puede ser también sinónimo de compromiso y compadrazgo.
Pienso en los guachos del Mapocho, pienso en Gómez Morel y su Santiago que se caminaba a combos en el hocico; pienso en los madrugadores de la Vega Central que se la pelean con el lunes al abrazo callejero de un tarro lleno de palos quemándose. Pienso en las barricadas que reproducen, no la violencia, sino las ganas de juntarnos en una jornada que parte alrededor de un fuego que delimita el “allá”, del acá estamos nosotros juntos y, entonces, no pasarán!
4.- Antorcha
Son las 10:30 de la noche de un lunes 01 de junio y siento las ganas de hablar de un jueves 28 de mayo que en alguna parte me hace señas y me dice que hemos roto una barrera porque fuimos testigos de la quemazón y la violencia… y fuimos testigos de una ciudad que iluminó de a poco ese punto en el mapa que es mucho más que un detalle geográfico porque es también la capital y cuando arde se quema y se chamusca también el punto de fuga de todas nuestras construcciones de país que limita siempre consigo mismo.
Las llamas de aquella noche son antorchas distintivas en un calendario que sabrá perdonar todos los cagazos de la presidencia y todos los engaños de la clase política que nos tiene de rodillas. Los brillos de ese jueves son puntos de fuego que nos recordarán que hubo violencia de carabineros sobre jóvenes que cantaban y trataban de establecer un punto. El fuego de las sucursales y las señaléticas será quizá también un borde que dirá que del otro lado de cualquier historia existe un escenario que empieza a condición de aquello que desprecia. Entonces nos sentiremos orgullosos, no del daño, pero sí del fuego y de la idea que se tatuó por desobediencia y no por decreto, en la historia reciente de nuestra capital chillona.
5.- Cierro este artículo (y que conste que no quiero apagar nada)
Insisto con que no creo que sea prudente o maravilloso el quemar una ciudad, sin embargo reitero en que a veces es mejor arder que estar siempre al acecho de ser consumidos sin razón alguna.
Me gustaría vivir en un Chile en el que nadie tuviera que hacerse notar prendiendo paraderos; y me agradaría mucho más una ciudad que solo se encendiera para los triunfos (morales o no) de una selección que mete goles en el arco contrario. Sin embargo mientras existan en este país gente como un universitario que cae muerto por la balacera pelotuda de un hijo de vecino; o mientras existan pacos capaces de apuntar a las piernas con un pitón que escupe agua con ferocidad de muerte, entonces me inclino por aplaudir a cualquiera que se de a la tarea de armar fogata o contraluz con un piño de palos ardiendo en una esquina de la Alameda; y reitero mi respeto por una sociedad que empina antorchas para decir que Nunca más en Chile habrá represión en la espalda flaca de un cabro chico que salió a marchar por una calle en la que al final siempre gana el balazo o el agua policial por sobre todas los puños en alto o, incluso, por sobre el mismo fuego.
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