Que el lunes 11 de enero la nuera de la Presidenta Bachelet haya dado rienda suelta a su sinceridad frente al fiscal regional Luis Toledo, señalando haber contratado en 2012 a la hoy jefa de gabinete de su suegra, la abogada socialista Ana Lya Uriarte, a quien su empresa Caval canceló 20 millones de pesos por una asesoría al empresario Gonzalo Vial Concha, y que a la pasada haya sindicado al exministro del Interior Rodrigo Peñailillo como responsable del “mal manejo político y comunicacional” que rodeó la salida de su esposo de la dirección sociocultural de la Presidencia, al menos, tiene dos lecturas posibles: una política y otra personal. Muy personal.
Sobre la primera ya se ha dicho todo, o casi todo, en la medida que aún falta información por conocer y que permita enriquecer el respectivo análisis, con el consecuente control de daños a la figura de la Mandataria y su gobierno de casi dos años. En rigor, sostener que los dichos de Natalia Compagnon están teñidos de una enorme vendetta política provocada por la humillante separación del cargo del que fue objeto su marido, tras el estallido del caso Caval, donde ella misma será formalizada el 29 de enero “por ser autora del delito de declaraciones de impuestos maliciosamente falsas” (La Tercera), podría justificar el ímpetu de su confesión ante la Fiscalía.
Pero hay más: consciente que ya no volverá a ingresar a Palacio ataviada de ese parentesco que garantiza inmunidad y respeto obsecuente, Compagnon da el paso final del que avanza en la fila para subir a la montaña rusa. Su consigna es que no caerá sola, tras ella serán arrastrados todos los que un día besaron su mano y le palmotearon la espalada a su marido.
No obstante, las declaraciones de la socia de Mauricio Valero ante la Fiscalía de O’Higgins –que la dejan en calidad de imputada por las maniobras realizadas por Valero para defraudar al Fisco por más de 118 millones de pesos–, bien podrían albergar una segunda lectura –y otras más–, en un plano muy particular y complejo: el familiar. En rigor, el matrimonio Dávalos-Compagnon hace mucho rato que traspasó la frontera de lo posible en término de su inadecuado comportamiento público, en tanto pariente directo de la Presidenta de la República. Eso de que ‘la mujer del César no sólo debe serlo, sino parecerlo’, a esos dos nunca les importó un bledo.
¿Por qué tanta indiferencia con el deber esperable de personas que de la noche a la mañana adquieren ese inmerecido estatus? Categoría a la que, por lo demás, acceden de coletazo, sin hacer esfuerzo alguno y sin nada personal que arriesgar. Desde ya la conducta de Sebastián Dávalos merece un análisis psicológico profundo, examen que alguna vez podrán hacer los expertos. El de su esposa podría entenderse desde la perspectiva de esa conveniencia solidaria tan propia de la lealtad mal llevada del matrimonio. Pero también hay un aprovechamiento de ella cuando mira hacia La Moneda y comprueba que es su suegra la que tiene el mando y que su esposo Sebastián tiene las llaves de siete fundaciones que manejan un millonario presupuesto.
Compagnon ve en todo ello un free pass para jugar en la ruleta de la fortuna de los impuestos que se pueden burlar con la complicidad de los empleados de su suegra; ve en ese súbito cambio de vida la oportunidad de estafar, cual gitana callejera, a ciertos poderosos desbordados por la ingenuidad y la avaricia, sin arriesgar visitas a la fiscalía; Natalia entiende que el poder de la familia dura sólo cuatro años, por lo que pone a sonar los teléfonos de los banqueros que se sienten obligados a recibirla; al cabo, la ex muchacha floridana de clase media, siente que ha llegado a la tierra prometida, donde podrá dejar atrás una vida llena de privaciones. Sus aliados son su suegra y el niño taimado de Leipzig.
Hasta ahí todo resulta comprensible: una mujer joven obnubilada por el poder que maneja su suegra, a su disposición una billetera prodigiosa forjada mediante sus habilidades como asesora estratégica, un marido voluntarioso, arriesgado que la sigue en su afán cortoplacista. El mundo a sus pies. Era salar y cortar. Entonces, ¿por qué todo se salió de control? No fue la mera glotonería especulativa de la nuera la que rompió el saco, fue, por qué no decirlo, la falta de contención emocional del hijo presidencial. Es la verdad oculta que muchos saben y que pocos se atreven a reconocer (en La Moneda).
Que a Sebastián Dávalos le caía pésimo el ministro Rodrigo Peñailillo –a quien de manera despectiva llamaba ‘galán rural’– no es un secreto de Estado. Tampoco lo es su encono frente al trato de ‘hijo político’ de la Presidenta que le daban a Peñailillo en Palacio. Al exdirector sociocultural de la Presidencia lo desbordó –quién lo diría en un hombre cercano a los cuarenta años– el celo del eterno adolescente que siente que su madre no envejece y que siempre puede ser deseada por los hombres que la rodean. No sólo eso: Sebastián Dávalos Bachelet no supo dosificar el saldo afectivo en contra, y quiso resolverlo durante el gobierno de su madre –sin medir las consecuencias políticas que el gustito le acarrearía a mami–, tal como si esa falencia familiar estuviese en el programa de gobierno. Sus celos y su evidente incapacidad política para percibir el suelo que pisaba, pudieron más que el tino aconsejable para habitar el poder, y mucho más que la fría avaricia programada para cuatro años por Natalia.