Con el mawashi (la característica prenda de lona que visten para el combate) ajustado, con el chonmage sobre la cabeza (el moño que llevan para atarse el pelo) o con la voluminosa figura que parece rebozar de piel por todas partes. Silueta distinguida, apariencia pintoresca, se los identifica a simple vista. Son los luchadores de sumo, de los que muchos saben, pero pocos conocen en profundidad.
Con un andar cansino y un aspecto pesado, se los admira por sus destrezas al subir al dohyo, el anillo sagrado donde se desarrollan las contiendas. La fuerza, la potencia, la estabilidad y la resistencia en el ring caracteriza a cada contrincante (llamado rikishi, en la jerga de su mundo). Tales habilidades que se corresponden a una ardua preparación.
El afamado deporte oriental tiene sus especiales requerimientos. Detrás de la corpulencia y las capacidades hay un mundo de sacrificio y exigencia. Un mundo en el que los luchadores, por ejemplo, llevan una dieta estricta de 8.000 calorías, dos sesiones de entrenamiento diario y duermen con máscara de oxígeno. Son costumbres necesarias para desenvolverse en el campo. Para formar parte de una de las tradiciones milenarias del Japón.
Los practicantes se concentran en centros especiales de entrenamiento. Allí conviven y se entrenan. Se forman como luchadores y como personas. Un reportero de Reuters se adentró en la intimidad de uno de estos establecimientos. Pasó un día completo en el templo budista de Ganjoji Yakushido, en Nagoya, para saber cómo era una jornada habitual.
El día comienza muy temprano. A las 7:30 da inicio la primera sesión de entrenamiento. No desayunan para ralentizar el metabolismo y aumentar el apetito. La práctica matinal se extiende hasta tres horas, un período donde la intensidad se adueña de la situación. El principio de un combate consiste en que el primero que cae, toca la lona con otra parte del cuerpo que no sea la planta del pie o sale directamente de ella, pierde. Entonces focalizan el adiestramiento en las clásicas tomas reglamentarias.
Apenas concluida la rutina de ejercicio, los once luchadores que residen en Tomozuna reciben su primera comida. Los más jóvenes son quienes deben encargarse de preparar el menú potente, suculento, acorde a sus requerimientos físicos, que incluye pie de cerdo, sardinas fritas, arroz y un potaje especial ultracalórico que denominan chanko nabe. No se escatiman alimentos, ya que no desayunan para ralentizar el metabolismo y aumentar el apetito. Al no haber un límite de peso en el deporte, los competidores buscan la ventaja a través del tamaño.
Luego de la panzada, llega la hora de dormir. La siesta es sagrada. Es un hábito indispensable para recuperar la condición. Un tiempo requerido para recobrar energías antes del segundo turno de entrenamiento. Para ayudar la respiración durante el descanso, utilizan máscara de oxígeno.
Antes de la comida y la siesta, se toman un momento para congraciarse con la gente que los aguarda fuera del templo, como si se tratasen de una estrella del cine o la música. Cientos de turistas que se acercan a diario para contactarlos. Los lugareños los consideran los héroes de la ciudad. Y ellos retribuyen el cariño saliendo para firmar autógrafos y sacarse fotos con todo el público expectante que rodea la instalación.
Ilusionados por la fama, atraídos por el dinero, pensando en llegar a tener un séquito de sirvientes como ocurre con algunos, los luchadores inician su vida en el deporte desde muy jóvenes. La mayoría son reclutados a los 15 años, directamente de la secundaria. Llegan al sumo en busca de gloria y riqueza. Pero para llegar al objetivo deseado se encuentran en el camino lleno de escollos, signado por la demanda y el martirio diario.