Lo más cerca que llegué de Venezuela, hace muchos años, fue en una conexión en tránsito en el aeropuerto de Caracas. Noté muchos soldados en boinas verdes y un puñado de gorilas que me recordaron vagamente a Medio Oriente. Ahora, sentado mientras la lluvia aporrea el Levante invernal, hojeo en mi periódico imágenes de nuestros autócratas locales recientes –Saddam, Assad, Al Sisi, Erdogan, Mohammed bin Salman (pueden ustedes nombrar a los que faltan)– y pienso en Nicolás Maduro.
Las comparaciones no son precisas de ninguna manera. De hecho, no pienso en la naturaleza de estos hombres fuertes, sino en nuestra reacción a todos ellos. Y existen dos paralelismos obvios: la forma en que sancionamos y aislamos al odiado dictador –o lo amamos, en su caso– y la manera en que no sólo proclamamos a los opositores como los legítimos herederos de la nación, sino exigimos que se entregue la democracia al pueblo cuya tortura y lucha por la libertad acabamos de descubrir.
Y, antes de que lo olvidemos, hay otro hilo común. Si ustedes sugieren que quienes desean el cambio presidencial en Venezuela tal vez andan un poco demasiado apresurados, y que nuestro apoyo a –digamos– Juan Guaidó quizá sea un poco prematuro si no queremos empezar una guerra civil, eso significa que ustedes son pro Maduro. Así como quienes se opusieron a la invasión de Irak en 2003 eran pro Saddam, o quienes pensaban que Occidente debería esperar antes de apoyar a la cada vez más violenta oposición en Siria fueron etiquetados como pro Assad.
Y quienes defendieron a Yasser Arafat –durante mucho tiempo un súper terrorista, luego un súper diplomático y luego otra vez un súper terrorista– contra quienes querían deponerlo como líder de los palestinos fueron insultados por ser pro Arafat, pro palestinos, pro terroristas y, de modo inevitable, antisemitas. Recuerdo cómo George W. Bush nos advirtió, después del 11-S, que están con nosotros o contra nosotros. La misma amenaza se nos hizo con respecto a Al Assad.
Erdogan la ha hecho en Turquía (hace menos de tres años), y en la olvidada década de 1930 fue un recurso empleado nada menos que por Mussolini. Y ahora cito al secretario de Estado de Trump, Mike Pompeo, con referencia a Maduro: “Ahora es momento de que cada nación escoja su bando… o están con las fuerzas de la libertad, o están en la misma liga de Maduro y su caos”.
Ya me entienden. Ahora es el momento de que todas las buenas personas cierren filas con Estados Unidos, la UE, las naciones de América Latina opuestas a Maduro… ¿o es que apoyan a los rusos, chinos, a los fanáticos iraníes, al pérfido Corbyn o (entre tanta gente) a los griegos?
Hablando de los griegos, la presión europea sobre Alexis Tsipras para alinearse al apoyo de la UE a Guaidó –demostración de que la UE puede de hecho acosar con todo su peso a sus miembros más pequeños– es un buen argumento para los partidarios del Brexit (aunque demasiado complejo para que lo entiendan).
Pero primero echemos una ojeada a nuestro tirano favorito, en palabras de todos los que se le oponen. Es un poderoso dictador, rodeado de generales, que oprime a su pueblo mediante tortura, arrestos en masa, asesinatos de la policía secreta, elecciones amañadas, presos políticos… así que no es raro que demos nuestro apoyo a quienes desean derrocar a este hombre brutal y celebrar elecciones democráticas.
No es una mala sinopsis de nuestra política actual hacia el régimen de Maduro. Pero me refiero, por supuesto, palabra por palabra, a la política de Occidente hacia el régimen de Al Assad en Siria. Y nuestro apoyo a la democracia en ese país no fue terriblemente exitoso. No fuimos responsables de la guerra civil en Siria, pero no estamos libres de culpa, puesto que enviamos un montón de armas a quienes intentaban derrocar a Al Assad. Y el mes pasado el cuaderno de notas del consejero nacional de seguridad estadunidense John Bolton parecía alardear de un plan de enviar 5 mil efectivos a Colombia…
Y ahora dirijamos la mirada a otro de aspecto semejante a Maduro, por lo menos desde la simplista visión de Occidente: el mariscal de campo-presidente electo Al Sisi de Egipto, quien goza de apoyo militar y a quien amamos, admiramos y protegemos. ¿Poderoso dictador? Sí. ¿Rodeado y apoyado por generales? Sin duda, en parte porque encerró a un general rival antes de la elección pasada. ¿Represión? Absolutamente… todo con tal de aplastar el terrorismo, desde luego.
¿Detenciones en masa? Felizmente sí, porque todos los reos en el salvaje sistema carcelario egipcio son terroristas, al menos según el propio mariscal-presidente. ¿Asesinatos de la policía secreta? Bueno, aun olvidando al joven estudiante italiano cuyo gobierno sospecha que fue torturado y asesinado por uno de los altos funcionarios policiacos de Al Sisi, existe una lista de activistas desaparecidos.
¿Elecciones amañadas? Sin duda, aunque Al Sisi aún insiste en que su triunfo reciente en las urnas –un genial 97 por ciento– fue en una elección libre y justa. El presidente Trump le envió sus sinceras felicitaciones. ¿Presos políticos? Bueno, el total es de 60 mil y contando. Ah, y por cierto, la victoria más reciente de Maduro –elección amañada si las hay– fue apenas por 67,84 por ciento.
Como diría el finado experto del Sunday Express, John Gordon: es para que uno se enderece un poco en la silla. Así también, supongo, cuando echamos un ojo un poco más al este, hacia Afganistán, donde los gobernantes talibanes fueron impulsados en 2001 por Estados Unidos, cuyos militares y estadistas posteriores al 11-S introdujeron allá una nueva vida de democracia seguida por corrupción, enseñoramieto de tiranos locales y guerra civil.
La parte de democracia despegó pronto, cuando los loya jurgas, grandes consejos, se convirtieron en feudos tribales y los estadunidenses anunciaron que sería una exageración pensar que podríamos lograr una democracia jeffersoniana en Afganistán. Más que cierto.
Ahora los estadunidenses negocian con el talibán terrorista en Qatar para poder largarse de la Tumba de los Imperios después de 17 años de fracasos militares, escándalos y derrotas, para no mencionar el manejo de unos cuantos campos de tortura que harían toser al mismo Maduro.
Puede que todo eso desanime al lector de caminar por la senda de la memoria. Y eso que no he mencionado los pecados de Saddam, para no hablar de nuestra continua y amena relación –por asombroso que parezca– con ese Estado del Golfo cuyos chicos estrangularon, despedazaron y enterraron en secreto a un periodista estadunidense residente en Turquía.
Ahora imaginen si Maduro, cansado de un periodista crítico que lo fustiga desde Miami, decidiera atraerlo con engaños a la embajada venezolana en Washington y decapitara al pobre tipo, lo cortara en pedazos y lo enterrara en secreto en Foggy Bottom. Supongo que se habrían aplicado sanciones a Maduro desde hace mucho tiempo. Pero no a Arabia Saudita, claro, donde en definitiva no estamos promoviendo la democracia.
Es la hora de la democracia y la prosperidad en Venezuela, afirmó John Bolton esta semana. Oh, sí, claro. Maduro gobierna una nación empapada en petróleo, pero su pueblo muere de hambre. Es un hombre indigno, tonto y vanidoso, aun si sus crímenes no se comparan con los de Saddam. Un colega lo describió acertadamente como un tirano sombrío. Incluso tiene el aspecto de uno de esos tipos que ataban damas a las vías del tren en las películas mudas.
Así que buena suerte a Guaidó. Es palpablemente un tipo agradable, que habla con elocuencia y tiene el tino de abogar por ayuda a los pobres y elecciones libres en vez de obsesionarse por cómo exactamente va a echar fuera a Maduro y sus amigos militares.
En otras palabras, buena suerte… pero cuidado. En vez de suplicar a quienes no quieren apoyarlo –los griegos, por ejemplo–, podría detenerse a mirar a sus amigos extranjeros. Y hacer un recuento rápido de las más recientes cruzadas que han emprendido por la libertad, la democracia y el derecho a la vida. Y, por cierto, ni siquiera he mencionado a Libia.
Por Robert Fisk
Publicado originalmente el 8 de febrero de 2019 en La Jornada.