Por fin se agotó la paciencia de las masas en la autoproclamada “tierra de la libertad”. El brutal asesinato de George Floyd, quien fue torturado hasta morir de asfixia durante 10 minutos a plena luz del día, se convirtió en la chispa que incendió la pradera. La vida de Floyd era más barata para la policía que el miserable billete falso de U$20 que lo acusaron de tener. En todo el país hay protestas que se han enfrentado a una impresionante violencia estatal, y que han desafiado las amenazas del presidente Donald Trump de militarizar, de disparar, de enviar perros rabiosos. Imaginémonos por un segundo que fuera Maduro en Venezuela o Rouhani en Irán quienes estuvieran utilizando este lenguaje violento y quienes estuvieran reprimiendo así a su pueblo. Con toda seguridad, en estos momentos, se estarían imponiendo sanciones económicas, se estaría convocando a reuniones extraordinarias del Consejo de Seguridad de la ONU, se estaría hablando de intervención militar, o incluso de bombardeos “inteligentes” en contra de estaciones policiales para proteger a los “pobres ciudadanos” de los carniceros gubernamentales. Tal vez el G-7 ya habría designado a dedo a un presidente pelele y espurio al estilo de Guaidó como autoridad legítima.
La hipócrita de Michelle Bachelet, desde su oficina de alta comisionada de la ONU para los Derechos Humanos, deplora el asesinato de Floyd pero no dice nada de la violencia del Estado en contra de los manifestantes. Qué diferencia con la vehemencia con la que ataca lanza en ristre a Venezuela. Mientras tanto, Almagro en la OEA –el mismo que monta una bulla inmamable cada vez que a Maduro se le arranca un pedo- ha mantenido un silencio sepulcral. ¿No resulta obvio que en este flamante orden mundial hay una ley para el cartel de los países ricos y otra muy diferente para los demás?
El asesinato de Floyd no es un hecho fortuito. El año pasado, 1099 personas fueron asesinadas por la policía en Estados Unidos, de los cuales muchísimos eran negros. 99% de estos asesinatos están en la más escandalosa impunidad [1]. Una tasa alarmante que compite con las cifras de otras “lumbreras” de los derechos humanos como Colombia. Esto demuestra que la violencia policial, lejos de ser una anomalía, es aupada por el establecimiento de los EEUU. Por todo el establecimiento, tanto por republicanos como por demócratas.
Como se vienen elecciones, los oportunistas del Partido Demócrata ya están oliendo votos en el humo de las barricadas. Pero, ¿quién entre los demócratas tiene autoridad moral para protestar por el racismo o la violencia? ¿Obama? ¿el presidente que más personas ha deportado en la historia de los EEUU? ¿Quién presidió la represión racial en Ferguson? ¿el hombre que derramó lágrimas de cocodrilo con el asesinato de Eric Garner en el 2014, en circunstancias calcadas al asesinato de Floyd, sin tomar ninguna acción al respecto? ¿Los Clinton? ¿La pareja de “demócratas” que empezaron la construcción del muro con México (aunque ahora parece que no se acuerdan de eso), que hambrearon a Haití e Iraq, y bombardearon a este último, pavimentando así el camino a la guerra de Bush? ¿Los que financiaron, armaron y apoyaron a esas bellezas fundamentalistas de Al-Qaeda mientras masacraban a diestra y siniestra en Siria? ¿Sanders? ¿El que se llena la boca hablando de socialismo y que no es capaz de siquiera enfrentarse a los líderes de su partido? Es hora de llamar a esta pandilla de “demócratas” como lo que son, un fraude. Son parte del problema, no de la solución. Todo lo que les importa son las próximas elecciones. Les importa un bledo el racismo estructural y la violencia policial, como lo han demostrado una y otra vez cuando han llegado al poder.
La violencia racial y de clase en los EEUU es un problema estructural que requiere de transformaciones radicales en las instituciones. Cualquier cambio cosmético no sirve para nada. El asesinato de Floyd está empezando a corroer la farsa de la “tierra de la libertad”, de la “tolerancia”, construida por inmigrantes supuestamente libres, amorosos e igualitarios. Este mito es una mentira burda, una de las mentiras favoritas de los “demócratas” en las protestas anti-Trump del 2016. El inmundo hedor del racismo estructural, que es dos siglos más viejo que Trump, está saliendo a flote, dejando al descubierto la fetidez de un país construido sobre el genocidio de millones de indígenas y esclavos. Un país construido sobre las deportaciones masivas de “radicales” e “izquierdistas” en la década del 1920. Un país que ha linchado a miles de negros, chinos y sindicalistas. Un país en donde un descerebrado supremacista blanco como John Wayne es reverenciado como un ídolo, mientras que los artistas de verdad eran censurados y perseguidos en medio de la fiebre macartista. Un país cuyo sistema judicial, que ejecuta a tantas personas como las más eficientes tiranías del planeta, tiene en su saldo de muerte los linchamientos judiciales de los mártires de Chicago, de Sacco y Vanzetti, así como de los Rosenbergs, entre tantos otros, tras parodias judiciales.
El pueblo tiene derecho a estar enojado. Muy enojado. No se trata sólo de Floyd. Se trata de más de 200 años de opresión y salvajadas. Aquellos que exigen que la protesta sea “civilista” y “pacífica”, y por lo mismo inocua, aquellos que condenan el “vandalismo” en términos mucho más fuertes que con los que nunca han condenado al racismo, no son sino hipócritas defensores del status quo. Los verdaderos vándalos son aquellos que piensan que tener un uniforme policial les da derecho de mutilar, torturar, arrancar ojos y asesinar según sea su capricho. No podemos permitir que se desnaturalice lo que realmente está ocurriendo y la razón por la que millones han salido a tomarse las calles. Como dijo Albert Camus, lo que realmente debemos condenar no son tanto los actos de violencia de los oprimidos, como la violencia que engendran las instituciones [2]. Es hora de cuestionar y trasformar esas instituciones, las estructuras de la violencia que están arraigadas en el Estado y en este modelo económico que, en estos precisos instantes, condena a millones a la muerte por inanición y desempleo.
El problema es el sistema, no tal o cual policía, ni tal o cual presidente, ni tal o cual partido político. Se requiere de transformaciones profundas de las instituciones políticas que son producto de este legado de brutalidad, segregación, exclusión, explotación, guerra, militarismo, invasiones e imperialismo. Trump ha denunciado la presencia de “anarquistas profesionales” entre los manifestantes. Bien por ellos. El mundo civilizado los debería aplaudir de pie. Esperemos que su presencia ayude a las masas que hoy se rebelan a imaginar un país diferente, construido desde abajo, en paz con el resto del mundo, pero en guerra permanente contra sus injusticias domésticas. Un país que se libere de las lacras del racismo, del sexismo, de la explotación de la clase trabajadora, de la tentación imperial. Que sea una alternativa real a un mundo hoy en peligro inminente de colapsar en gran medida por las acciones de los EEUU en cuanto superpotencia. Es el pueblo en las calles quienes tienen las respuestas, mientras que las élites gobernantes, sean republicanas o demócratas, ni siquiera saben las preguntas que hay que hacerse.
Por José Antonio Gutiérrez D.
3 junio, 2020
Publicado originalmente en Anarkismo.net
[1] https://mappingpoliceviolence.org/
[2] Citado en John Foley, “Albert Camus: From the Absurd to Revolt” (London, Rouledge, 2008, p.49)