Un fantasma recorre el mundo y es un virus, el Covid-19. Nadie sabe aún qué hacer con él. Tampoco se sabe si esta pandemia será recordada por el número de muertos y de contagiados, por sus consecuencias económicas y sociales o por el experimento social impulsado por los gobernantes, que han pretendido contagiar a la mayoría de la población creyendo que de esa forma se logrará una inmunidad colectiva capaz de terminar con la pandemia.
Fue la canciller alemana, Ángela Merkel, la primera que aludió a esta política cuando declaró, en marzo de este año, que creía que cerca del 70 por ciento de la población alemana se iba a contagiar, por lo que había que ganar tiempo para no presionar al sistema de salud y encontrar mientras una vacuna.
La inmunidad de grupo o de rebaño es, según la Asociación Española de Vacunología, la protección de una determinada población ante una infección debido a la presencia de un elevado porcentaje de individuos inmunes. Esta teoría ha sido la base para el diseño de los procesos de vacunación, es decir, cuando se busca lograr con una vacuna la inmunidad de una población en un proceso controlado y suave de infección.
Pero otra cosa muy distinta es que se busque este proceso de inmunidad de grupo en ausencia de una vacuna y a través de una política pública. De esta forma, se promueve el contagio controlado de la población y se descansa en que el sistema de salud podrá absorber la demanda de tratamientos por parte de los contagiados. Esta política se traduce en “ganar tiempo”, lo que para nosotros constituye un experimento social de los más arriesgados que hayamos conocidos. Su fracaso bien podría ser catalogado como criminal, al considerar la cantidad de muertes que podrían haberse evitado con una política de confinamiento drástico y total como la que realizó, por ejemplo, Nueva Zelanda por siete semanas seguidas (y que hoy le permite declararse como un país libre de Covid-19).
No está de más decir que los dos grandes países que aún defienden esta política pública de inmunidad de rebaño son Estados Unidos y Brasil, con Trump y Bolsonaro a la cabeza, es decir, los países que más contagiados y muertos habrán tenido durante el transcurso de la pandemia.
Un estudio realizado recientemente por el Imperial College de Londres, que fue publicado esta semana en la prestigiosa revista científica Nature, revela que si no se hubiese aplicado un aislamiento estricto en los países europeos habrían muerto más de 3,2 millones de seres humanos durante el primer ciclo de la pandemia. Esta situación pudo evitarse por intervenciones no farmacéuticas como el confinamiento drástico, el distanciamiento físico y la higiene rigurosa.
Pero lo que consagra el fracaso de este experimento social (y que derrumba como un castillo de naipes todas las esperanzas de que esta estrategia permita sostener la actividad económica), fueron las cifras dadas a conocer por este mismo estudio sobre el total de contagiados que tuvieron en Europa. Hasta el 4 de mayo sólo se habían contagiado en España el 5,3% del total de su población, el 5,1% en Reino Unido, el 4,6% en Italia, el 3,4% en Francia, el 1% en Dinamarca, el 0,46% en Noruega y el 0,85% en Alemania. Bélgica fue el país que tuvo el más alto porcentaje de contagiados y alcanzó el 8% de su población total.
El único país europeo que perseveró con la política explícita de lograr la inmunidad grupal fue Suecia con un gobierno social demócrata minoritario. Entre los planes del gobierno estaba contagiar al 40% de la población de su capital, Estocolmo. Al final del ciclo, tan sólo logró esa hipotética inmunidad un 7% de los habitantes y sólo se pudo contabilizar un 3,6% de contagiados. Esta situación derivó en el nombramiento de una comisión investigadora que tendrá a su cargo determinar la responsabilidad política de esta frustrada estrategia sanitaria, que resultó letal para las personas mayores de ese país.
En Chile sólo se conoce un estudio realizado en Santiago por la Universidad del Desarrollo que reveló una cifra de contagiados de tan sólo un 2,9% del total de la población. Suponiendo que estas cifras se dupliquen o tripliquen a medida que avanza la pandemia, lejos estaría de lograrse una inmunidad de rebaño que requiere, por lo menos, el contagio de entre el 70 y el 80 por ciento de la población.
Las donaciones hechas por la patronal chilena -que consistieron en 500 ventiladores mecánicos y un millón de test para detectar contagios- fueron iniciativas que brindaron soluciones hospitalarias y que, en el fondo, tuvieron como objetivo “comprar tiempo” y evitar la paralización de la actividad económica. Buscar la inmunidad de rebaño es una forma de mantener la economía funcionando, debido a que como estrategia sanitaria no contempla políticas de confinamiento estrictas y en el caso de aplicarlas, son suaves y selectivas para no interrumpir la marcha de la economía.
En realidad, los hechos nos demuestran que las medidas más eficaces para evitar la propagación de la pandemia son las no hospitalarias: el confinamiento estricto, el distanciamiento físico y la higiene rigurosa. Todas estas medidas ya tienen más de un siglo de vigencia y fueron utilizadas en pandemias anteriores.
Al Covid-19 lo hemos provocado nosotros mismos. Este virus es la manifestación de una crisis mayor que como especie hemos generado: la crisis ecológica y climática. Esta crisis nos traerá, en pocos años más, nuevos virus y nuevos eventos desastrosos que sólo podremos evitar si comprendemos a tiempo que la mejor vacuna que la especie humana puede desarrollar es la protección de la naturaleza. Tal como experimentamos ahora, sólo a la naturaleza le debemos la vida misma.
Por Manuel Baquedano
Pte. Instituto de Ecología Política
Publicado en Poder y Liderazgo