Mientras las crisis de Hong Kong o Xinjiang gozan de una importante visibilidad en los medios internacionales, lo cierto es que un tupido velo parece haber ocultado la no menos compleja crisis en Cachemira. Podemos hartarnos de escuchar a Mike Pompeo entonando críticas a China pero elogiando al mismo tiempo a India, e incluso los pronunciamientos institucionales -también del Parlamento europeo– parecen matizar la condena entre “nuestra India” y la “rival” China.
El caso es que desde la derogación del artículo 370 de la Constitución india el 5 de agosto de 2019, la situación en la región de Jammu y Cachemira sigue al borde del abismo. A la supresión de la autonomía, la división del territorio, la invasión de cientos de miles de soldados, el encarcelamiento de políticos y activistas no afines al gobernante Partido Bharatiya Janata, las detenciones arbitrarias y ejecuciones extrajudiciales, la restricción de las comunicaciones, etc., recrearon una cultura de total impunidad y abuso generalizado de derechos en toda la región.
Hoy día, Jammu y Cachemira es la zonas más densamente militarizada del mundo, con unos 700.000 soldados indios desplegados en un territorio donde viven poco más de 12 millones de personas, por cierto, en condiciones, en su mayoría, de pobreza absoluta. Los poderes especiales otorgados a las fuerzas armadas les habilitan para actuar sin ningún tipo de reservas.
El supremacismo hindú de Narendra Modi también propicia una suerte de limpieza étnica que afecta al 14 por ciento de la población del país. La ley de ciudadanía aprobada en 2019 permite la nacionalización de refugiados afganos, paquistaníes y bengalíes siempre que no sean musulmanes. El gobierno anunció controles de inmigración masivos en todo el país amenazando con enviar a campos de detención a quienes no pudieran demostrar que eran ciudadanos indios.
Más recientemente, la aprobación de normas que permiten a cualquier ciudadano comprar tierras en la región en disputa tiene por claro objetivo cambiar la demografía de la zona y su mayoría musulmana. El ejército, además, puede declarar cualquier área como “estratégica” y útil para fines de “desarrollo” multiplicando las colonias de militares establecidas en la región. La incautación de tierras beneficia especialmente a grandes empresas, magnates de la industria inmobiliaria y donantes del partido de Modi, según denuncian las ONGs con presencia en la zona. La confiscación de tierras unida al proyecto de colonización con la creación de asentamientos extranjeros e incentivos para instalarse en el territorio ambiciona convertir a la mayoría musulmana del territorio en una minoría.
China, a pesar de ser habitualmente más criticada por su política ante crisis político-territoriales similares, no llegó tan lejos como India en algunos aspectos. Cierto que aprobó una ley de seguridad nacional para Hong Kong pero no suspendió la autonomía ni movilizó en masa al ejército, ni siquiera en Xinjiang donde la seguridad pasó a primer plano para combatir la acción terrorista. Si apelamos al balance de muertos o la brutalidad de la represión, el balance de los métodos de Nueva Delhi ni mucho menos se queda atrás.
No es de extrañar que en este contexto India tenga interés en activar las tensiones fronterizas con China, pues con ello logra desviar la atención internacional respecto a la dura represión impuesta en estas regiones. Y no solo: se garantiza el favor directo de potencias como Estados Unidos, Japón o Australia, que mientras son muy críticas con las políticas chinas aplicadas en escenarios de crisis, no dudan en pasar con pies de lana sobre los grandes principios que configuran nuestra supuesta superioridad moral para convertir a India en un excelente cliente de armamento o para alentar su integración a plenitud en el Diálogo de Seguridad Cuadrilateral o QUAD, la prometedora Otan asiática, cuyo leit motiv principal no puede ser otro que encajar y contener a China.
La política supremacista de Modi conduce el tantas veces enaltecido sistema político hindú a la UCI, pero como es una democracia se supone que la debemos criticar con la boca pequeña. En realidad, debiera ser al revés, no?
Por Xulio Ríos
Director del Observatorio de la Política China