Perú: la guerra de la selva

LIMA, 26 de junio (apro)


Autor: Francisco

LIMA, 26 de junio (apro).- Si el presidente Alan García se hubiera informado de la historia guerrera de la población indígena amazónica awajún, habría pensado dos veces antes de decidir acallar la protesta de la comunidad nativa.

Los awajún derrotaron a los ejércitos de los incas Inca Tupa Yupanqui y Huayna Capac, en el siglo XV. Se sublevaron en numerosas ocasiones ante los intentos de los españoles de someterlos durante la colonia. Entre fines del siglo XIX y comienzos del XX, en el periodo del boom del caucho, los patrones fracasaron en su intento de esclavizarlos.

Son awajún los que encabezaron la protesta indígena contra un paquete de leyes que amenazaba sus derechos sobre la tierra donde viven y que los alimenta.

El miércoles 17 de junio, en un mensaje a la nación, el presidente peruano reconoció que se equivocó al suscribir las denominadas «leyes de la selva» sin consultar a los indígenas, y anunció que serían derogadas dos de las más polémicas, lo que efectivamente hizo el Congreso el 18 de junio.

El yerro de García le costó la vida a 24 policías, a cinco indígenas awajún y a cinco mestizos.

El inicio de la llamada «guerra de la selva» tiene una fecha exacta: el 28 de octubre del 2007, cuando García publicó en el diario El Comercio un artículo llamado «El síndrome del perro del hortelano», en el que justificaba la promulgación de un centenar de normas, entre ellas una veintena referidas a la Amazonia, para adecuar la legislación peruana a las exigencias de Estados Unidos para suscribir el Tratado de Libre Comercio (TLC), que, según el mandatario, abriría las puertas de la modernidad y el bienestar a los peruanos.

Para el jefe de Estado, quienes se oponían eran los perros del hortelano, que ni comían ni dejaban comer. Se refería especialmente a las comunidades indígenas amazónicas, a las que acusaba de ser un obstáculo para el desarrollo porque no permitían el acceso del capital.

«Hay millones de hectáreas para madera que están ociosas, otros millones de hectáreas que las comunidades y asociaciones no han cultivado ni cultivarán», escribió García. «Los que se oponen (a la inversión) dicen que no se puede dar propiedad en la Amazonía. Dicen también que dar propiedad de grandes lotes daría ganancia a grandes empresas, claro, pero también crearía cientos de miles de empleos formales para peruanos que viven en las zonas más pobres. Es el perro del hortelano.»

En junio de 2008, García, ejecutando facultades extraordinarias que le concedió el Congreso, llevó a la práctica su razonamiento promulgando un centenar de leyes, entre las que se encontraban las referidas a los territorios de los indígenas amazónicos. Ninguna de las normas fue consultada previamente con los supuestos beneficiarios de las leyes firmadas por el presidente. Ninguna, a pesar de que Perú es suscriptor del Convenio 169 de la Organización Internacional de Trabajo (OIT), que consagra el derecho de los pueblos indígenas a ser consultados, muy particularmente en casos en los que sus intereses están en juego.

«El convenio 169 es un tratado de derechos humanos, por lo tanto en el Perú es una norma de jerarquía constitucional que tiene fuerza vinculante para todos los operadores públicos y privados, y entró en vigencia el 2 de febrero de 1995», dijo a Apro el exmagistrado del Tribunal Constitucional, Magdiel González.

«Por lo tanto, García obvió el derecho de los pueblos indígenas a ser escuchados y consultados en forma previa a toda acción y medida que se adopte y que pueda afectarles», sostuvo.

La Asociación Interétnica y de Desarrollo de la Selva Peruana (Aidesep), la más representativa de las comunidades indígenas amazónicas, encabezó un movimiento nacional para que el gobierno de Alan García rectificase las que comenzaron a llamarse «leyes de la selva».

Bajo la presidencia de Alberto Pizango, un «apu» (dirigente) de la comunidad amazónica de los shawi, la Aidesep convocó a una jornada nacional de protesta el 9 de agosto de 2008.

La participación de los awajún fue decisiva: 600 indígenas tomaron el control de dos estaciones de bombeo del oleoducto de la estatal Petroperú y otro grupo se apoderó de una central hidroeléctrica.

Mientras esto ocurría en la zona nororiental, en la selva del sur, donde se ubican los yacimientos de gas de Camisea, los indígenas machiguenga detuvieron seis embarcaciones de combustible de la compañía Pluspetrol.

La guerra había comenzado.

La matanza

El Congreso derogó sólo dos de las 13 «leyes de la selva» que los indígenas demandan abolir. El Legislativo reconoció que el Ejecutivo estaba obligado a consultar a los indígenas. El gobierno prometió que restablecería el diálogo. Pero no se produjo.

«Nos mecieron», dijo a Apro la vicepresidenta de Aidesep, Daysi Zapata. «Se burlaron de nosotros. El gobierno no tenía interés en escucharnos. No le importaba la protesta de los pueblos indígenas contra esas leyes inconstitucionales que exponen nuestros territorios comunales a la libre economía de mercado. Nosotros no estamos contra el desarrollo, pero se deben respetar nuestros derechos».

La Defensora del Pueblo, Beatriz Merino, reconoció que se vulneró el derecho de los indígenas al emitir normas que afectaban sus territorios e inició acciones legales contra las «leyes de la selva» ante el Tribunal Constitucional. Sin embargo, el Congreso, que tiene prerrogativa para dejar sin efecto leyes cuestionadas, no mostró interés en el problema de los pueblos nativos amazónicos. El partido de gobierno, Alianza Popular por la Revolución Americana (APRA, que controla la mayoría parlamentaria con el apoyo de la representación fujimorista y la alianza de derecha Unidad Nacional), evitó poner a debate las «leyes de la selva».

Los indígenas se sintieron nuevamente burlados. Emprendieron entonces una nueva jornada de lucha. El 9 de abril de este año, la Organización de los Pueblos Indígenas de la Amazonía Norte del Perú (Orpinan, una importante base de Aidesep que controlan los awajún, también conocidos como aguarunas) inició el 24 de abril un paro y una movilización indefinida hasta que el gobierno derogase las leyes.

Pero en Lima hubo silencio.

El 11 de mayo los indígenas bloquearon largos tramos de la carretera Fernando Belaúnde que une la costa norte con Bagua, importante localidad de la selva nororiental. Los manifestantes se concentraron en la zona conocida como Curva del Diablo. No pudieron apoderarse de la Estación de Bombeo de Petróleo 6 porque el jefe de la brigada policial del establecimiento firmó un acuerdo de paz con los «apus» de los awajún.

El presidente de Aidesep, Alberto Pizango, y representantes del gobierno sostuvieron reuniones para dar término al conflicto, pero el acuerdo nunca llegó porque los indígenas querían la derogación de las «leyes de la selva». La lucha de los nativos comenzó a expandirse a distintas localidades de la Amazonía: en la selva central, los asháninka tomaron la carretera principal; en el sur los machiguenga impidieron las labores de las compañías gasíferas y los awajún ampliaron su campo de acción hasta paralizar Yurimaguas, un puerto selvático de estratégica importancia.

Después de fracasar las negociaciones con el presidente del Congreso, Javier Velásquez, Pizango anunció el 15 de mayo que los pueblos indígenas se declararían en insurgencia. Entonces, el gobierno endureció su postura y sus voceros atribuyeron la protesta indígena, sin mostrar pruebas, a la «influencia» de agentes y dinero de los gobiernos de Hugo Chávez, de Venezuela, y Evo Morales, de Bolivia. Sostuvieron que el intermediario de dicha influencia extranjera era el Partido Nacionalista, que representa a la oposición en el Congreso.

A pesar que Pizango rectificó y posteriormente no habló de insurgencia, ya era tarde. El gobierno había decidido sofocar por la fuerza el incendio en la Amazonía. Por eso, Pizango advirtió: «Si hay violencia, la cometerá el gobierno y sus fuerzas armadas. Los pueblos indígenas se van a defender.»

El pasado 3 de junio, durante una reunión del Consejo de Ministros, el presidente García pidió a la ministra del Interior, Mercedes Cabanillas, que restableciera el orden en Bagua. Ese mismo día, Cabanillas dispuso que el alto mando de la Policía Nacional desalojara a los aproximadamente 5 mil indígenas awajún desplegados por la carretera Fernando Belaúnde y que recuperara la autoridad en Bagua.

Los «apus» de los manifestantes que estaban en Curva del Diablo y en la Estación de Bombeo 6 habían acordado con los jefes policiales que se encontraban cumpliendo funciones que, en caso de que desde Lima se ordenara el desalojo, serían avisados con anticipación para abandonar pacíficamente sus posiciones.

Pero el 4 de junio, 600 hombres de la Dirección Nacional de Operaciones Especiales de la policía (Dinoes), al mando del general Luis Muguruza, se trasladaron a Bagua para cumplir el mandato. A las 5:00 de la mañana del 5 de junio comenzó el operativo, para sorpresa de los «apus» y de los policías que habían negociado evitar la violencia.

«Fuimos traicionados. Habíamos acordado con la policía que seríamos avisados para retirarnos, pero vinieron de frente disparándonos al cuerpo», dijo el presidente del Comité de Lucha Nacional Amazónica de los Pueblos Indígenas, Salomón Awanash. «La orden que recibieron (los policías) fue que nos mataran», añadió.

Un policía que consiguió escapar de la Estación de Bombeo  6, y cuya identidad por razones de seguridad se mantiene en reserva, relata a Apro que el jefe de la policía, el comandante Miguel Montenegro, acordó con los «apus» de los awajún un pacto de no agresión. Pero que todo cambió cuando la policía comenzó a desalojar a los nativos de Curva del Diablo. «Cambiaron de actitud.

Nos rodearon. Comenzaron a reclamar al comandante Montenegro, quien sólo atinaba a decir que no sabía nada de lo que estaba pasando en Curva del Diablo», explica el policía.

«Yo quise utilizar mi fusil AKM, pero el comandante Montenegro me dijo que no. Los indígenas se impacientaron y se molestaron con las noticias que recibían de sus hermanos en Curva del Diablo. Montenegro nos dijo que, para evitar la violencia, entregáramos nuestras armas. Además, no íbamos a matar a más de mil indígenas. Pero luego nos detuvieron, y amarraron de pies y manos cuando se enteraron que varios de sus hermanos habían muerto baleados por la policía. Es entonces que, en venganza, comenzaron a matar con sus lanzas y machetes al comandante Montenegro y a mis compañeros. Yo pude escapar.»

El desalojo del gobierno costó la vida de 24 policías –uno sigue desaparecido– y de 10 manifestantes. La masacre de indígenas y policías sacudió a todo el país e impactó en el mundo. Pero García no cambió de parecer. Por un lado, no derogó las «leyes de la selva», y por otro, el gobierno ordenó la detención del líder indígena Alberto Pizango, quien se refugió en la embajada de Nicaragua y pidió asilo.

Ciudadanos «de segunda»

La sangre de los policías e indígenas no hizo cambiar de opinión al presidente García. Por el contrario, lo estimuló a porfiar en sus leyes. «Esas no son personas (los indígenas) de primera clase», declaró públicamente el mandatario peruano el 9 de junio, en alusión a los indígenas amazónicos levantados en protesta contra del paquete de leyes que el jefe de Estado aprobó sin consultar con las poblaciones involucradas.

«Cuatrocientos mil nativos no pueden decir a 28 millones de peruanos que no tienen derecho (sobre la Amazonia) ¡De ninguna manera! (…) Quien piense de esa manera quiere llevarnos a la irracionalidad y al retroceso primitivo», afirma.

En un intento por apagar la protesta, los diputados oficialistas suspendieron en el Congreso dos «leyes de la selva», más no las derogaron. Aidesep rechazó la maniobra. Cada día que transcurría, los pueblos amazónicos, a pesar del toque de queda y la represión, continuaron manifestándose contra el gobierno de Lima.

Pero García seguía siendo el mismo. El 12 de junio atribuyó la matanza a los indígenas. «Ellos (los indígenas) son los verdaderos genocidas y no el gobierno, como ciertos sectores le han hecho creer al mundo.»

Cuando la prensa reveló, con base en el testimonio de policías e indígenas heridos, que el gobierno había apurado el operativo para desalojar a los nativos –información que confirmó la ministra de la Mujer y Desarrollo Social, Carmen Vildoso, quien renunció por no estar de acuerdo con la determinación del régimen de acallar violentamente la protesta–, el primer ministro Yehude Simon decidió recuperar el diálogo con las comunidades indígenas.

Los «apus» aceptaron hablar, siempre y cuando el gobierno derogase las «leyes de la selva». Simon prometió que lo haría. Ante un país espantado por el trato que les daba a los indígenas, a García no le quedó más remedio que ceder. El 17 de junio, en un sorpresivo mensaje a la nación, anunció que pediría al Legislativo la derogación de dos de las «leyes de la selva».

«Porque es mejor una rectificación valerosa que una torpe obstinación por ver quién gana, y sé que el parlamento así lo comprenderá y yo se los pido públicamente (derogar las leyes)», dijo, pero insistió en que los indígenas son manipulados, que no pueden obrar por su cuenta: «Todo eso es verdad, lo asumimos, pero también es verdad que los jefes nativos creyeron en (manos de) los agitadores y demagogos en vez de revisar por ellos mismos las leyes.»

En los hechos, los awajún, y con ellos todos los indígenas amazónicos, habían derrotado a un gobierno que no les reconoció el derecho a ser consultados.

«Le demostramos al presidente García que no se puede ignorar a un pueblo por el solo hecho de ser una minoría numérica. Nosotros somos el pueblo», dice Daysi Zapata, quien reemplaza al refugiado Alberto Pizango.

«La lucha continuará hasta que se deroguen no dos o cinco, sino todas las leyes», apunta.

Pero todavía no ha pasado la tormenta. La oposición, con el apoyo de la representación fujimorista, se prepara en el Congreso para censurar al gabinete presidido por Yehude Simon, quien pagaría la factura de Alan García.

Por Francisco


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