Lo primero que se ven son cuerpos: cuerpos charolados por el revoleo de una mirada que los unta; cuerpos como películas de tul donde se inscribe la corrida temblorosa de un guiño; la hiedra viboresca de cuerpos enredados (drapeado en erección) al poste de una esquina; cuerpos fijos los unos, en su dureza marmoleante donde se tensa, preámbulo de jaba, jadeo en jade, la cuerda certera de una flecha; cuerpos erráticos los otros, festoneando el charol aceitoso con rieles en almíbar caricias arañescas que se yerguen al borde de la vereda pisoteada.
Cuerpos que del acecho del deseo pasan, después, al rigor mortis. En enjambre de sábanas deshechas las ruinas truculentas de la fiesta, de lo festivo en devenir funesto: cogotes donde las huellas de los dedos se han demasiado fuertemente impreso, torsos descoyuntados a bastonazos, lamparones azules en la cuenca del ojo, labios partidos a que una toalla hace de glotis, agujeros de balas, barrosas marcas de botas en las nalgas.
Transformación, entonces, de un estado de cuerpos. ¿Cómo se pasa de una orilla a la otra? ¿Cómo puede el deseo desafiar (y acaso provocar) la muerte? ¿Cómo, en la turbulencia de la deriva por la noche, aparece la trompada adonde se la quiso -sin restarle potencia ni espamento- tomar caricia? ¿Cómo el taladro del goce -al que se lo prevé desgarrando en la fricción los nidos (nudosos) del banlon- realiza, en un fatal exceso, su mitología perforante? Volutas y voluptas: una multiplicidad de perspectivas reclaman ser movilizadas para asomarse a la oscura circunstancia en que el encuentro entre la loca y el macho deviene fatal.
«Homosexual asesinado en Quilmes». De vez en cuando, noticias de la muerte violenta de las locas ganan, con macabro regodeo, pringan de lama o bleque los titulares sensacionalistas, compitiendo en fervor, en columna cercana, con las cifras de las bajas del Sida. Ambas muertes se tiñen, al fin, de una tonalidad común. Lo que las impregna parece ser cierto eco de sacrificio, de ritual expiratorio. La matanza de un puto se beneficiaría, secreto regocijo, de una ironía refranera: «el que roba a un ladrón…»
Pocos meses atrás, una ola de asesinatos de homosexuales recorrió el Brasil. Entre noviembre del 87 y febrero de este año, una veintena de víctimas, un verano caliente. Quiso la fatalidad que los muertos se reclutaran entre personalidades conocidas («Zas, la loca era famosa», prorrumpió un comisario ante el hallazgo de un cadáver en bombacha): un director de teatro, algunos periodistas, modistas, peluqueros… No bastaba, al parecer, el Sida con su campaña altisonante -una verdadera promoción de hades. Era necesario recurrir a métodos más contundentes. Así, ametrallamiento de travestis en las callejas turbias de San Pablo, achacado fabulosamente por portavoces policiales a un paciente de Sida deseoso de venganza -pero de inequívocos rasgos paramilitares. Del mismo modo que la muerte de los homosexuales se liga, en el actual contexto, casi ineludiblemente al Sida, la represión policial se asocia, en la producción de esos cadáveres exquisitos, a lo que los ideólogos liberacionistas del 60 llamaban homofobia: una fornida fobia a la homosexualidad dispersa en el cuerpo social. Se mezclan las cartas, sale culo, sobreviene la descarga.
Lejos de ser algo exclusivo de las veredas tropicales, la sangre de las locas suele salpicar también los adoquines sureños. Se recordará la serie de ejecuciones desatadas cuando los estertores de la última dictadura, a la luz odiosa del perdido fiord. O, asimismo, el ametrallamiento de los travestis que exhibían, en la Panamericana la audacia de sus blonduras. En ambos casos, se impone la pregunta: ¿se trata, en verdad, de conspiraciones de inspiración fascista (estilo Escuadrón de la Muerte o Triple A)? ¿O, más bien, de cierto clima de terror contagioso que tensa hacia la muerte los ya tensos enlaces del submundo («cuando uno mata, matan todos», condenó un taxiboy durante la ola de crímenes porteños)?
En un librito recientemente publicado en San Pablo, El pecado de Adán, dos jóvenes periodistas, Vinciguerra y Maia, se aventuran con argucia por los entretelones del ghetto, investigando las relaciones entre los asesinos y sus víctimas. Si bien algunos de los homicidas eran policías o soldados -y varios de los crímenes citaban, en su metodología (manos atadas a la espalda, bocas entoalladas, emasculaciones o inscripciones en la carne, a la manera de la máquina kafkiana), el estilo de los Escuadrones de la Muerte (comandos parapoliciales de exterminio de lúmpenes y de intervención en las guerras del hampa)-, ninguna conspiración, ningún plan organizado, sino a lo sumo una ligera cita, la referencia al sacrificio justiciero. ¿De qué justicia, en este caso, trátase?
Primero, ¿de qué se habla cuando se habla de violencia? Más allá de la indignación de los robos -que no llega a compensar, con todo, el no tan secreto regocijo de los más-, no resulta fructífero pensar la violencia en tanto tal, como hecho en sí. La violencia -dice Deleuze hablando de Foucault- «expresa perfectamente el efecto de una fuerza sobre algo, objeto o ser. Pero no expresa la relación de poder, es decir, la relación de la fuerza con la fuerza». ¿De qué fuerzas, en el caso de la violencia antihomosexual, se trata? Dicho de otra manera: ¿cuáles son las fuerzas en choque, cuál el campo de fuerzas que afecta su entrechoque?
Para decirlo rápido, estas fuerzas convergen en el ano; todo un problema con la analidad. La privatización del ano, se diría siguiendo al Antiedipo, es un paso esencial para instaurar el poder de la cabeza (logo-ego-céntrico) sobre el cuerpo: «sólo el espíritu es capaz de cagar». Con el bloqueo y la permanente obsesión de limpieza (toqueteo algodonoso) del esfínter, la flatulencia orgánica sublímase, ya etérea. Si una sociedad masculina es -como quería el Freud de Psicologia de las Masas- libidinalmente homosexual, la contención del flujo (limo azul) que amenaza estallar las máscaras sociales dependerá, en buena parte, del vigor de las cachas. Irse a la mierda o irse en mierda, parece ser el máximo peligro, el bochorno sin vuelta (el no llegar a tiempo a la chata desencadena, en El Fiord de Osvaldo Lamborghini, la violencia del Loco Autoritario; Bataille, por su parte, veía en la incontinencia de las tripas el retorno orgánico de la animalidad). Controlar el esfínter marca, entonces, algo así como un «punto de subjetivación»: centralidad del ano en la constitución del sujetado continente.
Cierta organización del organismo, jerárquica e histórica, destina el ano a la exclusiva función de la excreción -y no al goce. La obsesión occidental por los usos del culo tiene olor a quemado; recuérdese el sacrificio (¿previo empalamiento?) de los sodomitas descubiertos por el ojo de Dios. Si el progresivo desplazamiento de la Teología a la Medicina como ciencia y verdad de los cuerpos ha de modificar el tratamiento, pasando por ejemplo del fuego a la inyección, no por desinfectante la histeria de sutura amenguará el picor de su insistencia, envuelta en fino, transparente látex. Así, si los argumentos sesentaochescos de Hocquenghem en Le Desir Homosexual que entendían la incansable persecución a los homosexuales a través de un trasluz esfinterial («Los homosexuales son los únicos que hacen un uso libidinal constante del ano»), parecían, a juzgar por la inflación orgiástica del gay liberation y sus «verdaderos laboratorios de experimentación sexual» (Foucault), haber perdido, a costa del relajo, el rigor de su vigencia, el fantasma del Sida habrá, en los días de hoy, de actualizar el miedo ancestral a la mixtura mucosa, al contacto del semen con la mierda, de la perla gomosa de la vida con la abyección fecal. De reactualizar, en una palabra, el problema del culo.
«Para un gorila / no hay nada mejor / que romperle el culo / con todo mi amor»: «romper el culo». O, en su defecto, «dejarse tocar el culo»: la grosería chongueril -andando siempre «con el culo en la boca»: si cuando digo la palabra carro, un carro pasa por mi boca, al decir culo… -insiste en posar en las asentaderas el punto de toque del escándalo (…yo no diría del deseo…) Insistencia en el chiste pesado, cuya concreción, en la «llanura del chiste» lamborghiana, desata la violencia (irresistible contar el argumento de «La Causa Justa»: dos compañeros de oficina se la pasan todo el día diciéndose : «Si fuera puto, me la meterías hasta el fondo»; «si fueras puto, te acabaría en la garganta», y otras lindezas por el estilo hasta que un japonés, que nada entiende sino literalmente, presentifica, recurriendo a la piña y al cuchillo, el subjuntivo).
La producción de intensidades, afirman Deleuze y Guattari en Mil Mesetas, desafía, mina, perturba, la organización del organismo, la distribución jerárquica de los órganos en el organigrama anatómico de la mirada médica. Si a alguien se le escapa un pedo, ¿en qué medida ese aroma huele a una fuga del deseo? Si el deseo se fuga , construyendo su propio plano de consistencia, es en el plano de los cuerpos, en el estado de cuerpos del socius, que habrán de verse molecularmente las vicisitudes de esa fuga.
Resumiendo, la persecusión a la homosexualidad escribe un tratado (de higiene, de buenas maneras, de manieras) sobre los cuerpos; sujetar el culo es, de alguna manera, sujetar el sujeto a la civilización, diría Bataille, a la «humanización». Retener, contener. Y si esta obsesión anal, liga o ligamen en el lingam, pareció ante el avance de la nueva «identidad» homosexual, disiparse, es porque esta última modalidad de subjetivación desplaza hacia una relación «persona a persona» (gay/gay) lo que es, en las pasiones marginales de la loca y el chongo, del sexo vagabundo en los baldíos, básicamente una relación «órgano a órgano»: pene/culo, ano/boca, lengua/ verga, según una dinámica del encaje; esto entra aquí, esto se encaja allí… La homosexualidad, condensa Hocquenghem, es siempre anal. Puto de mierda.
En el orondo deambuleo de las maricas a la sombra de los erguidos pinos, mirando con el culo -ojo de Gabes el anillo de bronce-, escrutando la pica en Flandes glandulosos, se modula, en el paso tembloroso, en la pestaña que cautiva, hilo de baba, la culebra, el collar de una cuenta a pura pérdida. Perdición del perderse: en el salir, sin ton ni son, al centro, al centro de la noche, a la noche del centro; en el andar canyengue por los descampados de extramuros; en el agazaparse -astucia de la hidra o de la hiedra- en el lamé de orín de las «teteras»; en la felina furtividad abriendo transversales de deseo en la marcha anodina de la multitud facsimilizada; si toda esa deriva del deseo, esa errancia sexual, toma la forma de la caza, es que esconde, como cualquier jungla que se precie, sus peligros fatales. Es a ese peligro, a ese abismo de horror («Paciencia, culo y terror nunca me faltaron», enuncia el Sebregondi Retrocede), a ese goce del éxtasis -salir: salir de sí- estremecido, para mayor reverberancia y refulgor, por la adyacencia de la sordidez, por la tensión extrema, presente de la muerte, que el deambuleo homosexual (¡curiosa seducción!) el yiro o giro, se dirige de plano -aunque diga que no, aunque recule: si retrocede, llega- y desafia, con orgullo de rabo, penacho y plumero.
Busquemos un ejemplo alejado del frenesí de neón del yiro furioso: El lugar sin Límites, de Donoso. En un polvoso burdel chileno, la loca (la Manuela) se deja seducir, aún a sabiendas de su peligrosidad, por un chongo camionero, para el cual, tras intentar rehuirle, se pone su mejor vestido rojo, cuyos volados le hacen, por ensuciar irresistiblemente con su mucílago el bozo del macho, de corona y sudario. El deseo desafia -por pura intensidad- la muerte; es derrotado.
Más acá de este extremo -constante como fijo- de la ejecución final, la tentación de abismo no deja de impulsar -sus revoleos, sus ondulaciones- la nómade itinerancia de las locas. ¿No habrá algo de «salir de sí» en ese «salir a vagar por ahí», a lo que venga? La transición -imposición especular de la ley- intercepta esta fuga peregrina, y la hace aparecer como negación de aquello de que huye, disuelve (o maquilla) la afirmación intensiva de la fuga haciéndola pasar por un mero reverso de la ley. Estamos cerca y lejos de Bataille: cerca, porque en él la ley esplende como instauradora de la transgresión; lejos, porque el «desorden organizado» que la ruptura inaugura no se termina de encajar, con sus vibraciones pasionales, su pérdida en el gasto de la joya en el limo, en algún supuesto reverso de la ley -con relación a la cual afirma la diferencia de un funcionamiento irreductible.
No por ser fugas las vicisitudes de los impulsos nómades tienen que ser románticas, sino más bien lo contrario: la fuga de la normalidad (ruptura en acto con la disciplina familiar, escolar, laboral, en el caso de lúmpenes y prostitutos; quiebra de los ordenamientos corporales y, en ocasiones, incluso personológicos, etc.) abre un campo minado de peligros. Veamos el caso de los taxiboys (michés en el Brasil), practicantes de la prostitución viril, que elevan el artificio de una postura hipermasculina como certificado de chonguez, siendo esa recusa a la «asunción homosexual» demandada, por otra parte, por los clientes pederastas, que buscan precisamente jóvenes que no sean homosexuales. Entre michés, taxiboys, hustlers de Norteamérica, chaperos de España, tapins de Francia y toda la gama de vividores, lúmpenes, desterrados, fugados o simplemente confundidos, pasajeros en tránsito por las delicias del infierno, suelen reclutarse los propios ejecutores de maricas. Es como si el empeño en mantener el peso de una representación tan poderosa -el centro del machismo descansando en el miembro de un fresco adolescente-, se grabase -a la manera más del tajo de Lamborghini que del tatuaje de Sarduy- con tanta profundidad en los cuerpos, que les ritmase el movimiento. Así, Genet opone -observa Sartre-la dura rigidez del cuerpo del chongo, a la fragorosa seda de la loca: «La misma turgencia que siente el macho como el endurecimiento agresivo de su músculo, la sentirá Genet como la abertura de una flor».
El maquillado virilismo que el chonguito despliega en un campeonato de astucias libidinosas -la inflexión de la curva de la nalga, la cuidada inflación de la entrepierna, la voz que sale de los huevos…, toda esa disposición de la superficie intensiva en tanto película sensible, estaría, por así decir, «antes», o más acá, de los procedimientos de sobrecodificación que, en su nombre, se internan y funcionan. Si ese rigor marmóreo, tenso, de los músculos del chulo, es proclive a favorecer -el suave desliz de una mano en lo alto del muslo hacia las hondonadas de la sagrada gruta, o un abrazo demasiado afectuoso, o el asomo de un cierto amor…- eclosiones microfascistas, ataques a sus clientes y proveedores en los que el afán de confiscación expropiatoria no alcanza a justificar las voluptuosidades de crueldad, también se puede pensar que el microfascismo está contenido en cada gesto, en cada detalle de la mampostería masculina «normal» -de cuyo simulacro los michés extraen, para impulsarla suelta por las orgías sucesivas del mundo de la noche, una calidad libidinal, habitualmente oculta en el figurín sedentario de los adultos heteros. Machismo-Fascismo, rezaba una vieja consigna del minúsculo Frente de Liberación Homosexual. Tal vez en el gesto militar del macho está ya indicado el fascismo de las cabezas. Y al matar a una loca se asesine a un devenir mujer del hombre.
Néstor Perlongher
* Publicado en Fin de Siglo Nº 16, octubre 1988