Por Luis Thielemann H.
“Gane quién gane, mañana debo trabajar igual”, se suele repetir en muchos rincones del mundo en las vísperas de elecciones. Ante la pregunta de “¿por quién va a votar usted?” -que espera una respuesta encuadrada en las alternativas de derecha e izquierda que en todos lados existe-, la frase aquella del deber de trabajar descuajaringa todo el sentido seguro de la política.
Primero, se desarma al oyente atento, desde quien hace la encuesta hasta quien recibe el resultado del dato procesado en un clip noticioso sobre la indecisión de la ciudadanía, o en un documento de prospecciones electorales con sus guarismos porcentuales que indican lo posible y lo probable. Esa respuesta pone la urgencia de lo electoral en otra parte: Aquello que resulta realmente angustiante y prioritario es la proximidad del día lunes y el retorno al odioso trabajo y no el resultado electoral. Con una frase muy simple, la persona que responde así –“gane quien gane…”- desarma todo ese aparato de ciencia social y política que busca conocer la opinión política de las masas solo y únicamente sobre el voto. Lo demás, le parece intrascendente. Las elecciones son el centro absoluto, el sol en su punto cenital, de la política democrática, desde siempre y en especial en el siglo XXI. Y la política, la prensa que le rodea y los empresarios que la financian, suelen esperar la misma atención desde las masas, y aseguran que es así. Indican con normatividad feroz aquello: el que no se interesa en la política, en esa política de elecciones y encuestas, se le califica de idiota, de antisocial. Si no va a votar, se le exige pagar por su irresponsabilidad.
Para la política formal y sus cultores, no es concebible el desinterés en las elecciones. Pero cuando el tipo dice que sabe que pase lo que pase con las elecciones, que gane quien gane, aquello que define la mayoría de las desgracias y algunas de las alegrías de su vida, aquello que permite y pone límites a todo lo imaginable, el trabajo asalariado, seguirá allí, intacto. La mayoría electoral es asalariada, y aprendió hace décadas que la democracia desistió en el siglo XX, a punta de bayoneta y tortura, de no tocar nunca más la ganancia del empresariado; que no intentará mejorar las condiciones laborales a costas de los impuestos de los más ricos, que no buscará fortalecer el sindicalismo y, en cambio, sí fortalecerá a los gremios empresariales. Lo sabe, y de ahí que las elecciones sean un asunto menor. Una elección no va a mejorar las condiciones de la salud pública, ni hará que las pensiones suban. Ya aprendió que cuando se promete eso, después no ocurre. Si se le convoca con dramatismo a defender la democracia y sus garantías; sabe que no es tan dramático, sabe, porque lo aprendió tristemente en años, décadas, de desilusión en desilusión, que esas garantías dejaron de ser reales hace mucho. Le piden votar en nombre de una memoria de lo perdido, pero que en realidad nunca tuvo.
“Fascismo es cuando el progresismo pierde elecciones”, es una frase que leí hace poco. La posteaba algún radical de izquierdas o algo así. Si la primera frase –la de “gane quién gane”- apunta al desinterés aprendido, consciente, de las mayorías sobre una democracia que ya no define nada de lo fundamental de su vida, como el acceso a la salud o los derechos laborales; esta es ya una segunda respuesta, ante el llamado dramático por defender la democracia. Cuando el progresismo siente la amenaza de los nuevos fascismos o del nuevo rostro ultraliberal de la vieja oligarquía -demandando la vieja novedad de disolver la república y reimponer la dominación económica directa del antiguo régimen-, llama a defender la democracia con desesperación. Una democracia vaciada de sus contenidos más importantes para las mayorías: aquellos que permitían contrapesar el poder del capital. Ese llamado, entonces, si hace algunas décadas servía para movilizar a las clases populares en defensa de los valores republicanos y contra la amenaza totalitaria de los más ricos; hoy se ve deslavado, casi ridículo.
Porque la democracia ha ido perdiendo paulatinamente, y de forma agenciada muchas veces por ese mismo progresismo, sus potencias más libertarias. Cuando el progresismo llama a votar en defensa de la democracia tal y como ésta existe hoy, no nota que el monstruo que tiene bajo sitio a la ciudad se parece mucho a ellos. Que, por otro lado, no tiene cosas mucho más radicales que proponer como alternativa. Que llaman a los pobres a votar contra los ricos, desde los mismos barrios y con los hijos en las mismas escuelas que esos ricos. Que se ve ridículo llamando a defender una salud pública que ellos mismos ya privatizaron y donde tampoco se atienden, cuando llaman a defender bienes públicos que la corrupción que ellos toleran y agencian ya han deshuesado. Que cuando llaman a votar en contra de los herederos de alguna dictadura, olvidan oportunamente que el progresismo ha administrado mejor que nadie esa herencia. Que los cadáveres de sindicalistas, mapuches y estudiantes ahora también están en sus armarios, y ya no solo en la oscura consciencia de militares y fascistas.
“Fascismo es cuando el progresismo pierde elecciones”, puede ser una frase escandalosa, pero, al igual que la primera, permite hacer la crítica correcta, hacer el balance honesto de lo que se abandonó, de cómo una izquierda desanclada de las clases populares es fruto de un proceso general, que también genera clases populares desancladas de la izquierda.
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El chantaje moral es cada vez más inútil, y es que las clases populares no son tontas, aprenden una vez que el chantaje es en realidad una estafa; y luego simplemente decide votar permanentemente en contra de lo que sea. Y es que también aprendió que los cambios, en manos de políticos corruptos del signo que sea, pueden ser peor que la realidad. Aprendió a votar desesperadamente, o a no votar, siempre en defensa propia. Ese clasismo intuitivo, hoy está fuertemente en contra de un progresismo de clases medias adicto a la política de palacios, culturalmente elitista y antipopular, limitado a las reformas leves e intrascendentes, que cambió el engrandecimiento de lo público por un engrandecimiento del aparato del Estado y sus funcionarios mejor pagados, y que propone un mundo a imagen y semejanza de su minoritaria y auto felicitada moral cosmopolita. La soledad progresista, y así la soledad de la democracia, no es fascismo, es solo lo yermo en que los fascistas pueden campear por un rato. La soledad progresista es un último estadio en una decadencia irremediable. Solo un clasismo político, de masas, podrá superar por izquierdas estos oscuros tiempos.
Por Luis Thielemann H.
Columna publicada originalmente el 20 de noviembre de 2023 en revisa Rosa.