Por Cristián Vila Riquelme
La última novela del escritor Jorge Marchant Lazcano, El favorito de las viejas (Editorial Cuarto Propio, 2023), me da la oportunidad de comentar, junto a ella, su novela anterior, De ahí venía el miedo (Tajamar Editores, 2022), por cuanto, considerando la distinta factura en relación con el lenguaje empleado y a las estrategias narrativas, se las puede enfocar a ambas en función de lo que sería un juego de máscaras. Se sabe que máscara quiere decir persona, esto es, que la vida humana se compone y se juega en las máscaras —y no sólo aquellas que se resumen en una que ríe y otra que llora, hay muchas más, son una cuestión de lenguaje: las máscaras son también el lenguaje mismo, ellas son al mismo tiempo ocultamiento y develación. O como nos dice Oscar Wilde (siempre presente en De ahí venía el miedo): “El hombre nunca es sincero cuando interpreta a su propio personaje. Dale una máscara y te dirá la verdad”.
En ambas novelas, ese ocultamiento y esa develación serían su razón de ser. Ambos argumentos transcurren entre esos extremos, en esa dialéctica que suele ser parte de la condición humana. En De ahí venía el miedo el personaje principal, nuestro primer Premio Nacional de Literatura, Augusto D’ Halmar, se oculta en su disfraz de turco, de diletante sofisticado (que oculta el hecho de que vive en la santiaguina calle, no tan sofisticada, de Santo Domingo: “¿no comparaba la calle Santo Domingo con una imaginada vía de Tanger?” p.122), un diletante sofisticado que es apreciado, sobre todo, por “las viejas” (máscaras, una vez más, formen parte o no, del cuerpo diplomático o se refieran al ser biológico) propiamente tal, aquellas que, por supuesto, tienen salones y cultivan amistades influyentes. En eso coinciden con el verdadero “preferido de las viejas”, de la novela del mismo título, y que es el mítico Marqués de Cuevas, parte de la mitología nacional no sólo de “las viejas”, claro está: “Aquello era un destino, como sucede en los cuentos que leemos cuando somos niños.” p.27. Porque “las viejas” serían aquí una especie de metáfora no sólo de lo que podríamos llamar “idiosincrasia chilena”, sino que del conservadurismo decimonónico que siempre ha recorrido el mundo (aunque siempre lleno de grietas e intersticios). En ambos casos éste es, de algún modo, quien salva a los personajes, para bien y para mal, porque el ocultamiento está allí no sólo como recurso necesario y eficaz, sino que como develación en su sentido más radical, esto es, como el asumir lo que se es gracias a ese juego de máscaras: el insoportable detective de la novela De ahí venía el miedo no hace más que afirmar rotundamente “la normalidad” del sistema y orden que defiende, cayendo el mismo en ese ocultamiento/develación de la que se habla, cuando se “salta” las leyes para obtener su cometido, por ejemplo, o la rica heredera Rockefeller de la novela El favorito de las viejas, cae en ese juego de máscaras de ocultamiento y develación, seducida por la casa de modas de la princesa Irina Alexandrovna y de la labia de “Cuevitas”, sabiendo, además, que está allí el príncipe Yusúpov, asesino del mítico Rasputin, quien además entra en el juego de ocultamiento/develación, cuando nos enteramos que se vestía de niñita para seducir a los cosacos, por ejemplo, o como también demuestra ese juego la tortuosa relación de D’ Halmar con el escritor chileno (y que sigue en Chile, fantasmáticamente o no) Fernando Santiván.
Ya no hay nada más que decir de Jorge Marchant Lazcano, ni de su indudable manejo del idioma y del estilo, ni de su capacidad para tejer y entretejer historias que forman parte de ese develamiento/ocultación ya nombrada. Ahora, en cada nueva entrega de Marchant Lazcano, sólo cabe dejarse llevar en el placer de la lectura y en los descubrimientos que nos otorga, a cada instante, ese juego de máscaras. Su narrativa —y creo que en eso consiste, por decirlo así, la buena literatura— va más allá de una pura indagación de la condición sexual de los personajes principales, con sus transgresiones o “normalizaciones” (máscaras, una vez más), pues en cada uno de ellos hay no sólo un mundo lleno de laberintos y desvíos, sino que se juegan en ellos el origen y el desenlace de sus lugares tutelares, con todo el peso crítico e implacable que eso tiene. En La promesa del fracaso, se trataba, a través de la figura de las familias, de dar con ese Chile del otro lado de la “normalidad”, en Cuartos oscuros, el autor presenta a un escritor chileno homosexual envejeciendo en un Nueva York lleno de fantasmas, de oscuridades y de imágenes límites como la de alguien siendo aplastado por una viga de un edificio en construcción, o en Desconfianza, a través del relato mordaz e irónico sobre las que alguna vez fueron protagonistas de la escena nacional en el difícil arte (y representación) de la vejez abandonada, aunque sea en un hogar especial para actrices retiradas o ancianas. Por eso, me parece que además de ese juego de máscaras, existe también como elemento definitorio paralelo u oblicuo, la orfandad o las orfandades. Hay una orfandad evidente en La promesa del fracaso, es la orfandad de las familias (al interior de las familias), o en Desconfianza se trata de la orfandad de la vejez, lisa y llanamente, porque rodeada de glorias pasadas. En De ahí venía el miedo es la orfandad del exilio, voluntario o no y, más grave aún, la orfandad de lo que se es a pesar de la compañía, o en El favorito de las viejas, la orfandad se manifiesta en la absoluta odiosidad del personaje por su país de origen (y aquí no se puede dejar de recordar ese verso de Enrique Lihn que dice: “nunca salí del horroroso Chile”). Un juego de máscaras atravesado por las orfandades, como suele ocurrir.
En este ocultamiento/develación de lo que suele ser un juego de máscaras, no pueden faltar los fantasmas, las presencias, los ecos, las influencias de todos aquellos que indagaron antes o durante, con los riesgos de saber de dónde podía venir el miedo, o de la hipocresía del orden de las familias (y por tanto de la patria), sumergiéndonos, ahora, en un juego de espejos y de negaciones —orfandades— que, de un modo u otro, hacen de esta realidad la representación que es. En De ahí venía el miedo, la figura tutelar es, por decirlo así, Oscar Wilde, en El favorito de las viejas, no sea más que por la ineludible referencia a La desaparición de la marquesita de Loria, esa figura es José Donoso, y no sólo el de aquella “novelita”, sino que aquel de El lugar sin límites, por ejemplo, donde las verdades y sus circunferencias suelen ser incómodas. El Marqués de Cuevas no sólo forma parte de la mitología nacional, sino que es en parte entera lo que es este Chile que pareciera tratar de ser otra cosa de lo que es (en los miles de juegos de máscaras que somos, claro) y el mismo Augusto D’ Halmar que, como se dijo más atrás, es el primer Premio Nacional de Literatura otorgado desde que se fundó dicho premio, y que es enseñado en los colegios como mera estadística, sin indagar más allá en el personaje de carne y hueso.
En todo eso, el escritor Jorge Marchant Lazcano es, una vez más, aquel que no deja de que las cosas trascurran en la circularidad de “lo correcto”, y apuesta a la develación del ocultamiento propio de una sociedad enmascarada en la moral objetiva y sus prejuicios. Y lo hace con un dominio envidiable de la estructura narrativa y de las multiplicidades que la recorren, de tal manera que la lectura de sus novelas se transforma en una aventura y un descubrimiento permanentes.
Por Cristián Vila Riquelme
Algarrobito, Elqui. Diciembre 2023