Por Odette Magnet
Una ola chica revienta alrededor de tus tobillos y se retira lentamente sin despedirse siquiera. Tú te la quedas mirando como si esperaras una explicación. Giras tu cabeza hacia atrás y me sonríes con esa sonrisa ancha que me recuerda una tajada de sandía en pleno verano. Estoy a unos pasos detrás de ti, muy cerca, y voy llenando tus pisadas con las mías, rápido, antes que la próxima ola las borre para siempre. Me miras y levantas el mentón justo cuando me dices algo sobre no te olvides de y el viento quiebra tus palabras con latigazos breves y no alcanzo a descifrar lo que me dices. Tu pelo rubio te cruza la cara con un par de mechones como espigas de trigo y no sé lo que me dijiste, pero tengo la certeza que no olvidaré esta tarde de verano, pase lo que pase.
Entonces ya eras una mujer, qué duda cabe, de pechos grandes, caderas generosas, cintura fina. Cuerpo de italiana, de buenos huesos, decía nuestro padre, que de italiano no tenía nada. Nunca entendí lo de los buenos huesos. Te empinabas sobre los dieciocho años, querías ser escritora desde siempre. Yo era una adolescente, que recién había llegado a la cima de los catorce, plana como una tabla, consumida por la timidez, silenciosa, con el acné en plena fiesta. No quería ser nada, sólo soñaba con tener tus pechos grandes. Mi lugar en el mundo era seguirte, pegada a ti, sobre la arena mojada. Cuando caía la tarde sacabas una varilla que guardabas bajo tu cama y con ella escribías versos cortos a la orilla del mar, algo lejos en la arena seca, de modo que tus palabras duraran lo suficiente para que alguien pudiera leerlas.
Nuestra madre caminaba a menudo con nosotras, entre ambas, con sus brazos rodeando nuestras cinturas. Su piel olía a pan amasado, a harina tostada. Tenía la voz ronca, buena fumadora, una risa ligera, de una alegría contagiosa. Recuerdo que, en uno de nuestros últimos paseos juntas, nos pidió que nos detuviéramos por un rato. Nos sentamos sobre la arena caliente del mediodía. Hubo un largo silencio. De pronto, tomó tus manos entre las suyas y te dijo Sofía, no me queda mucho tiempo. Ustedes ya lo saben, pero te quiero decir algo antes de partir: tienes un inmenso talento. No lo abandones. Debes escribir hasta que se te acalambren los dedos, hasta que te quedes vacía, hasta que se te escapen diez suspiros en diez segundos, hasta que te quedes muda y exhausta. Nuestra madre era una poeta. Tú la miraste fijo sin pestañear y luego la abrazaste. Nos dio un beso en la frente a cada una. Tenía los ojos húmedos. Yo no supe qué hacer y sólo atiné a echarme un puñado de arena sobre el pie derecho. Me habría gustado que me hubiese dicho algo, pero supongo que no era el momento. Nunca fue porque murió dos meses más tarde, ensimismada.
Al año siguiente murió el padre. De pura pena, dijiste tú, lo que me pareció una cursilería. Pero no dije nada porque tú eras la escritora y las palabras te sobraban. Te enjuagabas la boca con ellas, hacías gárgaras, y luego las escupías en textos feroces que rugían como leones enjaulados. Cada entrega era un terremoto. En esa época me mostrabas tus escritos. Entonces asumiste como jefa del hogar, sin que nadie te diera instrucción alguna. Me fijaste horarios, me asignaste tareas y me recomendaste lecturas. Nunca volvimos a la playa, y para entonces habíamos tomado caminos muy distintos. Tú dibujaste tus huellas y yo las mías. Te fuiste a estudiar literatura hispanoamericana a una universidad en Salamanca y yo entré a estudiar trabajo social, vocación de servicio, le llamaban, en una universidad de Santiago. Luego viajé al sur, a la región de la Araucanía, a hacer la revolución con empanada y vino tinto. Te escribí largas cartas, sin excepción, una vez al mes. Para que supieras en qué andaba, para que no rompiéramos el vínculo. Eras mi familia, mi hogar, mi hermana mayor, hinchada de letras. Te decía que te extrañaba, que había entrado a un mundo nuevo, tan distinto que parecía otro país, con condiciones de vida muy duras, de extrema pobreza. El golpeteo de la lluvia sobre la techumbre de latón resuena con gran estruendo durante semanas. Barro hasta la rodilla, mucho frío. Un paisaje alucinante, bosques de un verde tupido, ríos caudalosos. Estaba aprendiendo tantas cosas y quería compartirlas contigo. Los pobladores habían sufrido lo indecible, y, quizás por eso, tenían un temple, un espíritu combativo impresionante, digno de imitar y alabar. Te contaba que había estado en las minas de carbón de Lota y Coronel, en Talcahuano y en Penco, en campamentos que hacía un año o dos eran peladeros y ahora eran modelos de organización de vida donde todo lo que se tenía se compartía. Las mujeres eran admirables, de un empuje y un compromiso revolucionario notables.
Esperaba tus cartas con ansias. Durante los primeros meses me contestaste con dos o tres parrafadas, qué interesante, cuídate, hasta cuándo seguirás ahí, me decías con cierto tono de censura. Advertía que sospechabas de lo que llamabas “mi causa”, criticabas a los comunistas y su sectarismo, aunque yo nunca fui ninguna de las dos cosas, y decías que temías el rumbo que estaba tomando el país, tan polarizado. Porfiada, seguí con mi monólogo largo tiempo. Te hablé de la fuerza y la esperanza de los trabajadores que, después de haber estado todo el día bajo la lluvia, con frío, comiendo mal, llegaban a sus mediaguas para luego salir a las ocho de la noche a una reunión de la junta de vecinos o del partido. Muchos de ellos y ellas fueron detenidos y desaparecidos. Pero esa ya es otra historia.
El Golpe te sorprendió afuera y a mí adentro. Yo me quedé, sin gloria ni fama, en el sur profundo, en un asentamiento mapuche donde la ropa de los pobres huele a lana húmeda y pescado ahumado. No sé si creía entonces en la revolución y su promesa con la misma fuerza de los comienzos, pero, ciertamente, creía en mi trabajo. Me hacía todo el sentido. Un día dejaste de responderme. Y yo de escribirte. No hubo eco. Nunca más viví en Santiago y tú tampoco, que yo sepa. La distancia y la ausencia nos envolvieron como una telaraña espesa y viscosa. Dos extrañas sin nada que decirse. Sin buscarse siquiera. No te conté que sufrí la represión de los militares en más de una ocasión, que estuve presa más de una vez, me torturaron, claro, pero sobreviví. Aún soy parte de la comunidad que me acogió hace cuarenta años, aunque el país es otro y nuestros ideales se rompieron en una infinidad de pedazos. No supiste que me casé con un temucano, profesor de historia, y soy madre de dos hijas que nunca conocerás. Una lleva tu nombre. La otra el mío.
Un amigo tuyo de Santiago me contó que habías publicado tres novelas con mucho éxito en Europa, que habían sido traducidas a varios idiomas, que dictabas clases en la Universidad de Columbia, que viajabas por el mundo. En fin, que habías llegado a la cumbre, dijo él. Debo admitir que no me sorprendió y me alegré por ti, y recordé lo que te dijo nuestra madre ese día en la playa. Al parecer seguiste sus consejos al pie de la letra, literalmente, pero sólo para consumo público. No te acalambraste ni te agotaste por mí. Ni cerca. Quizás pensaste que era malgastar las palabras o, simplemente, no te alcanzaron. Leí tus tres novelas, cada una en una noche y hasta la madrugada. Esta vez me tocó a mí quedarme muda. Nuestra madre tenía razón. Derrochabas talento. Qué rigor, qué vigor, qué destreza en el uso del lenguaje, cuánta imaginación. Sentí una sana envidia, aunque sé que la sana envidia no existe. Me pregunté cuántos suspiros se te habrían escapado o si ya estabas vacía. Difícil. A medida que fue pasando el tiempo, me fui convenciendo de que no nos volveríamos a encontrar. Me dejaste en la orilla hablando sola. Quisiera saber qué escribes, si tienes pareja o hijos. Si estás viva. Si me recuerdas, si has soñado conmigo. Yo sí, varias veces. Estamos siempre en una playa que no conozco, de altas palmeras, un mar tibio, no gélido como el nuestro. Caminas delante de mí, pero nunca te das vuelta. Yo te sigo en silencio, con la mirada fija en la arena mojada. Tus pasos no dejan huella. Los míos tampoco.
Por Odette Magnet