Síndrome del impostor emocional

Tienes derecho a enfadarte, a expresarte, a decir basta, a no tener que medir cada palabra, a equivocarte, a gritar y a llorar, a explotar en mil pedazos y volverte a recomponer, a no consolar a quien te trata mal

Síndrome del impostor emocional

Autor: Marian Martinez

Por Leire Jimeno Cruz

Lo primero que hago cuando discuto con alguien o me ofendo por algo es preguntar a mis amigas si tengo derecho a hacerlo. Mando audios interminables explicando cada detalle o enseño las conversaciones para evitar posibles sesgos, no quiero dejarme demasiado bien y que por eso me den la razón.

Miriam lleva a cabo un mitin donde los puntos principales a tratar son qué le ha pasado, si la situación merece que se enfade y cómo puede actuar o responder para que no suene demasiado borde. Teresa en sus malentendidos con la gente es más de mandar directamente la conversación para chequear que lo que ha dicho tiene sentido y no es solo ella la que ha interpretado la situación de cierta manera. Ainara comparte antes de empezar a discutir lo que quiere decir por si tiene que cambiar algo, no vaya a ser que se esté pasando o suene muy directa y el malentendido no sea para tanto.

Podría compartir toda una lista de amigas o conocidas que se autocensuran o cuestionan lo que dicen y sienten cuando discuten con otra persona, “O sea, no soy yo que estoy loca, ¿no?, tú también lo crees”. Convocamos toda una asamblea donde nuestras amigas expresan sus opiniones sobre nuestros conflictos antes de determinar que, efectivamente, teníamos derecho a enfadarnos. Una vez establecido que el conflicto no estaba solo en nuestra cabeza, hay que analizar sintácticamente lo que se ha dicho o lo que se va a decir, porque hay que ser sincera y asertiva, pero no demasiado como para que acabemos sintiéndonos mal por lo que hemos dicho “Tampoco quiero sonar muy brusca y hacer que se sienta mal”, “¿Tú crees que me he pasado?”. Lo que desemboca en la peor de las censuras, la de nuestras emociones, “Pero bueno ya está, vamos a dejarlo, no pasa nada, está todo bien”. Mientras te vas a dormir esa noche pensando en para qué has empezado esa discusión si, ni era para tanto, ni ha servido para nada. Hasta que al día siguiente tus amigas te preguntan “¿Al final qué ha pasado?” y tú, decepcionada contigo misma por no ser la mujer fuerte que debes ser, solo puedes decir “Nada, al final lo hablamos un poco, pero pasamos del tema y ya está”. Ante lo que tus amigas que te quieren te dirán que no pasa nada, “Tú has hecho lo que tenías que hacer, el problema es suyo, no tuyo”. Pero, si el problema es suyo, ¿por qué me siento mal yo?, ¿por qué me siento mal conmigo?

Pauline Clance y Suzanne Imes acuñaron el término “síndrome del impostor” como una experiencia que lleva a la gente, especialmente mujeres, a ser incapaces de interiorizar sus logros y temer que sean un fraude. Hablando con Teresa, en una de las tantas conversaciones de Whatsapp que terminan pareciendo ponencias, me decía “es como si el síndrome de impostor llegara a lo emocional”. Detrás de cada discusión o situación tensa, ves cómo aparece acomodado y hecho una bola en el fondo de tu cabeza un pensamiento que dice “No es para tanto” seguido por su compañera la duda, que entra sin pedir permiso gritando “¿En serio te has puesto así por esa tontería?”. Porque nos han hecho interiorizar que ninguna situación, por incómoda o violenta que sea, merece que expresemos enfado o desagrado y, mucho menos, que, por nuestro descontrol, hagamos sentir mal a quien nos lo ha provocado. Lo que hace que acabemos siendo incapaces de interiorizar y asimilar nuestras propias emociones. Pero amiga déjame decirte que no, no estás loca y sí, sí tienes derecho a enfadarte. Tienes derecho a enfadarte, a expresarte, a decir basta, a no tener que medir cada palabra, a equivocarte, a gritar y a llorar, a explotar en mil pedazos y volverte a recomponer, a no consolar a quien te trata mal. Tienes derecho a sentir toda la gama de emociones que nos han hecho reprimir.


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