Por Amanda Durán
Cuando Javier Mocarquer consideró que podría atesorarme como amiga, lo selló con un regalo.
Javier de mis amigos era el que con mayor belleza o elegancia llevaba el uso cotidiano del lenguaje, un hombre tremendamente culto y lindo, tenía un aire de soberbia de los años veinte con una fiesta de luces de alegrías y colores, pero lo que mejor tenía (y tiene) es que él amaba tanto como yo la poesía. Cuando nos quedábamos a estudiar juntos -y éramos muy estudiosos- podíamos perder horas en leer nuestros poemas. Javier era tajante con los míos, y como no lo odié por eso, elegí quererlo.
El regalo era conocer a Samir. Me advirtió lo preciado o único que era ese momento, pero jamás le habrían bastado las palabras, para que yo llegara a sospechar el universo paralelo al que Javier Mocarquer me abrió la puerta ese día.
En plena esquina de Toesca Javier empieza a gritar como un loco “¡Samir!” Hasta que un viejo precioso y amarillo aparece de una ventana y con una voz ronca de ensueño, y un uso exquisito del verbo, rodeado del humo de sus cigarros, saludó a Javier encantado con algunas frases educadas y un par de cariñosos garabatos (que en su boca eran sinfonía) y nos tiró un calcetín negro y enrollado con las llaves.
Su casa era pequeña, siempre había humo, inmediatamente te encontrabas con varios sillones y las paredes estaban plagadas de afiches, recortes y fotos. Las más destacadas eran sus Marilyn Monroe, después las fotos de sus amigos con los premios de sus amigos o los poemas de sus amigos. Por supuesto llegó el día oficial en que llegué a ocupar un par de espacios de esa pared, y para mí -asumiendo lo nerd que siempre he sido- fue como aparecer en la Rolling Stones , y aparecer en portada.
Como yo vivía muy cerca pude estar sola con él algunas veces si iba de día, pero siempre llegaba más gente, digo mucha más gente.
Todos nos apretujábamos para caber, todos llegábamos con vino, todos bordeábamos los veinte y todos éramos escritores. De ese ramillete de jóvenes, Samir era lejos el más cool, mucho más avanzado y abierto que cualquiera, y hablar con el era entrar en el planeta total de la palabra, la escritura, la vida deslenguada, el amor y la ironía. Tremendo, tremendo conversador y tremendo poeta era Samir. Él y esta extraña secta que fuimos los que lo amamos, éramos tremendos. Brillábamos juntos. Pero eso brillante que teníamos apenas murió Samir se fue apagando. La mayor parte del séquito se fue disolviendo como debe pasar cuando se apaga Dios y antes de irse hay que apagar también las luces de la iglesia.
Con Javier somos indudablemente amigos, gracias a él grité “¡Samir!” tantas veces en esa esquina, y esperé que apareciera el hermoso viejo amarillo que empezaba a reír de alegría por la visita y ronco me decía algo hermoso como que había llegado la más preciada (asumo que por insistencia), o que yo enloquecía a los poetas, pero jamás enloquecería por ninguno (para advertir a los inquilinos que estaban adentro) y pasé gracias a mi querido amigo Javier semanas, meses, años, con tanta emoción bajo esa ventana, anhelando me tiraran un calcetín.
Les dejo la exquisita voz de Samir, en un bello Poema de Samir, con la foto del añorado Samir, para que también se encuentren con el que para muchos de nosotros fue un poquito templo.
Por Amanda Durán