El influyente intelectual político jamaiquino Stuart Hall, quien fuera el principal exponente de los “Cultural Studies” británicos, falleció el pasado 10 de febrero de 2014, a los 82 años de edad. Esa corriente de estudios complejizó el análisis marxista tradicional, centrado en la clase, mediante la introducción de variables como la raza, el género y la edad; la asimilación del papel de los medios en la construcción de estereotipos; y la incorporación de las relaciones coloniales. Al tomar en cuenta estos factores, los Cultural Studies realizaron aportes invaluables a la teoría crítica del siglo XX. Presentamos a continuación una interesante y afectuosa semblanza de Stuart Hall escrita con motivo de su partida por Lawrence Grossberg, su discípulo, colega y compañero de militancia en el movimiento en la “New Left”.
Furia contra la muerte de una luz: Stuart Hall (1932-2014)
Es difícil para mí escribir una despedida para Stuart Hall, mi profesor, mentor, interlocutor y amigo. Él ha sido la figura política e intelectual más relevante en mi vida por 45 años y aun haciendo un homenaje en su memoria no quisiera santificarlo. Mi dolor es profundamente personal e intensamente político. Pensaba no hacerlo público pero decidí escribir ante la terrible ausencia de cualquier noticia de su muerte en los Estados Unidos, tanto en la prensa convencional como en los medios alternativos. Lo que esto dice acerca de la izquierda en los Estados Unidos, lo dejaré para otro momento.
Los hechos son conocidos: su herencia jamaiquina, su papel como fundador de la Nueva Izquierda y de la New Left Review, además también de la Campaña por el Desarme Nuclear, su trabajo temprano acerca de los medios y la cultura popular; su crucial contribución y liderazgo en el Centro de Estudios Culturales Contemporáneos y su continuo estatus icónico y esfuerzo creativo por desarrollar los estudios culturales al mismo tiempo que la Open University, sus análisis brillantes acerca de y en oposición al ascenso de las formaciones conservadoras y neoliberales (él acuñó el término y escribió un libro acerca del thatcherismo); su visibilidad pública como intelectual en los medios y su presencia como líder político cuándo y dónde veía una apertura; su contribución vital en los debates sobre raza, etnicidad, multiculturalismo y diferencia, su compromiso a largo plazo con varios artistas y colectivos negros incluyendo Black Audio Film Collective, Autograph, Iniva y la casa que Stuart construyó: Rivington Place.
Pero esta no es la historia de Stuart, esto es sólo la entrada de Wikipedia. Quiero contar una historia aún mejor sobre el hombre, el trabajo, las ideas, las prácticas y los compromisos. Mi historia comienza con el reconocimiento de que cada uno de los momentos de la carrera de Stuart fue un compromiso y una relación con nuevas formas de trabajo político e intelectual. Palabras claves tales como colaboración y conversación, y elementos claves tales como generosidad y humildad son parte tangible de su legado. Se pierde algo importante si no se reconoce que la historia no puede ser escrita sin la gente con quien él trabajó durante sus años en la Nueva Izquierda en el Centro y en la Open University, en Marxism Today y en Soundings (la revista que creó con Doreen Massey y Mike Rustin) así como en Rivington Place. Estas instituciones —y Stuart creyó en el momento institucional— fueron también profundamente importantes porque siempre involucraron un esfuerzo por encontrar nuevas formas de trabajar, de forjar nuevas formas de organización, nuevas prácticas de trabajo y funcionamiento: abiertas, humildes, colaborativas e interdisciplinarias.
Es difícil explicar la influencia de Stuart —la admiración, el respeto y el afecto— a quienes nunca se lo encontraron, o han seguido seriamente su trabajo. Déjenme contarles dos historias. A principios de la década de los ochenta, co-organicé un evento llamado “El marxismo y la interpretación de la cultura”. Comenzó con cuatro semanas de clases, ofrecidas por algunas de las principales lumbreras en la teoría marxista. Trajimos a Stuart en este marco; no era la primera vez que estaba en los Estados Unidos, pero fue quizás la primera vez que se le dio una plataforma nacional, altamente visible (cerca de un millar de asistentes de todas partes). Al principio, todo el mundo acudía a ver a las famosas estrellas académicas de Estados Unidos, la mayoría de las personas nunca habían oído hablar de Stuart o de los estudios culturales. Pero la voz corrió velozmente y el público para sus conferencias creció muy rápido. Las personas llegaron a Champaign-Urbana (no era un destino no predilecto, como se entenderá) viajando a menudo durante horas, sólo para escucharlo. Ellos vieron y oyeron algo especial. Sí, eran las ideas y los argumentos, y la interrelación de la teoría, la investigación empírica y la política, pero era más. Como muchas personas me dijeron, nunca antes habían conocido a un académico como él: humilde, generoso, apasionado, alguien que trataba a todos con el mismo respeto y que escuchaba lo que tenían que decir, alguien que creía que las ideas importaban, debido a nuestra responsabilidad como intelectuales a las personas y al mundo. ¡Alguien que se negaba a jugar el papel de estrella!
Algunos años más tarde, Stuart hizo una ponencia en la reunión anual de la Asociación Internacional de Comunicación, un entorno particularmente poco acogedor. Pero para entonces, su reputación en la disciplina (tal vez la primera en los EEUU en hacerle de mala gana un espacio a los estudios culturales) se había extendido, de manera que la sala estaba llena de gente que quería ver este intelectual británico cada vez más influyente. Muchos se sorprendieron al saber que era negro. Brillantemente, demolió las bases científicas y liberales que dominaban los estudios de comunicación y luego invitó a las personas —literalmente, las invitó— a unirse a él en asumir la responsabilidad intelectual de enfrentar las injusticias del mundo y el papel —complicado, contradictorio y, a menudo, matizado— que la comunicación (y la academia) ha seguido desempeñando en la perpetuación de tales condiciones. Al final, uno de mis amigos —un cuantoïde y, por tanto, no alguien de quien yo esperara que le gustara la charla— se acercó y me dijo: “Hubiera seguido a Stuart si nos hubiera pedido que marcháramos hacia el ayuntamiento o a los medios de comunicación local”. ¿Carisma? Sí, pero no exactamente. ¿Existe algo así como el carisma «ganado»?
Muchos de los obituarios han descrito Stuart como el líder intelectual británico (académico y público) de la cultura, la sociedad y la política, de la teoría cultural y de la política de lo cotidiano y de la vida corriente. Era eso; pero si uno busca en la web las respuestas a su muerte, dos cosas sobresalen: en primer lugar, que vienen de todos los rincones del mundo y, en segundo lugar, que celebran mucho más que sus ideas y publicaciones. Es difícil ubicar a Stuart geográficamente. Nació en Jamaica, pero, como dijo en varias ocasiones, él nunca regresó a su casa: esa es la vida que eligió no llevar. Vivió en Gran Bretaña y se dedicó a la cultura y la política, pero como solía decir, allí nunca se sintió completamente en casa. Escribió sobre Gran Bretaña (casi en su totalidad), pero ofreció algo mucho más resonante. Sí, era sin duda uno de los más importantes intelectuales británicos de los últimos sesenta años, pero era también, lo creo fervientemente, uno de los intelectuales más importantes e influyentes en el mundo durante esas décadas.
Stuart consideraba que todo es relacional, que las cosas son lo que son sólo en sus relaciones. Como resultado, fue un contextualista: comprometido a estudiar los contextos, a pensar contextualmente y a rechazar cualquier postura universalista. Por eso conectó tan fuerte con Marx, con Gramsci, con mi otro querido profesor James Carey —con quien me envió Stuart— y finalmente con Foucault. Su tipo de contextualismo —coyunturalismo— ve los contextos como relaciones complejas de múltiples fuerzas, determinaciones y contradicciones. Para Stuart, esto es lo que define a los estudios culturales. Sabía que el mundo era complicado, contingente y cambiante, demasiado para una persona, o una teoría, o cualquier apuesta política, o cualquier disciplina. Todo lo demás se basó en esto. El trabajo intelectual y político fue una conversación continua, sin fin; el trabajo teórico y político tenía que mantenerse en movimiento en cuanto cambiaba el contexto, si es que se quería entender e intervenir en el proceso del poder que determinaba el futuro. Esto requería vigilancia constante, auto reflexión y humildad, porque lo que funcionaba (teórica y políticamente) en un contexto podía no funcionar en otro. Uno tenía que estar dispuesto a cuestionarse supuestos teóricos (y debería agregar políticos) al confrontar las demandas de realidades concretas y de las vidas de la gente.
Consideraba que el trabajo siempre tenía que ser particular, dirigiéndose a problemas específicos que resultaban de la coyuntura. A pesar de todos sus importantes esfuerzos teóricos, Stuart no fue un filósofo y ciertamente tampoco fue el fundador de un paradigma filosófico. Amaba la teoría, pero su trabajo nunca fue sobre teoría, pues siempre trató de entender y cambiar las realidades y las posibilidades de cómo las personas podrían vivir juntas en el mundo. Constantemente se distanció de la tentación de sustituir con la teoría el trabajo más difícil de los estudios culturales y fue explícitamente crítico de la tendencia (decididamente fuerte en la academia de los Estados Unidos) a la fetichización de la teoría: la teoría se vuelve insensata en un mundo capitalista insensato. No ofreció teorías abstractas que podrían haber viajado a cualquier lugar, sino que pensó que las teorías eran absolutamente vitales, que tenían que estar sujetas a lo que una vez llamó “la disciplina de la coyuntura”. Estuvo muy preocupado por usar la teoría estratégicamente para entender e intervenir en coyunturas que parecían alejarnos de la posibilidad de un mundo más humano.
Y creyó que el trabajo tenía que abrazar las complejidades en lugar de rechazarlas o ignorarlas. Luchó contra cualquier reduccionismo, cualquiera que dijera que al final sólo se trataba de una cosa: del capitalismo, con mayor frecuencia. Estas simplificaciones únicamente niegan la complejidad del mundo; no nos ayudan a entender mejor lo que está sucediendo ni a abrir sus posibilidades. Así, él también se rehusó a entender la historia en términos simplemente binarios: antes y después, como si hiciéramos la historia a través de momentos de ruptura, de quiebre absoluto con el pasado. Para Stuart, la complejidad de la historia siempre fue un balance entre lo viejo y lo nuevo. La historia es siempre cambiante y mientras nuevos elementos se integran, buena parte de lo que comúnmente se asume como nuevo es la reaparición (quizá bajo la apariencia de una nueva articulación) de lo viejo.
La contingencia del mundo, el hecho de que este está siendo continuamente construido significa, como él con frecuencia lo señaló, que no hay garantías en la historia. El mundo no está destinado a ser lo que es ni a convertirse en lo que uno desea o teme. Las relaciones nunca permanecen fijas para siempre y sus modificaciones nunca se dan de antemano. Esto fundamentó, al menos hasta hace poco, su imparable optimismo (“optimismo del espíritu, pesimismo del intelecto” como repetidamente nos recordaba). Y sabía, en lo profundo de su alma, que la cultura —el conocimiento, las ideas, las artes, la vida cotidiana y todo lo que se denomina “lo popular”— importa. Él sentía un extraordinario respeto por las cosas simples de la vida y por la gente (sin embardo nunca dudó en denunciar a quienes hacían del mundo algo incluso peor o a quienes estaba más comprometidos con sus propias certezas que con las luchas contingentes). Se rehusó a pensar que las personas eran tontas e incapaces de entender sus decisiones y enfrentar sus acciones. Siempre existe la posibilidad de afectar el resultado de las luchas si se comienza donde la gente está: luchando simplemente por tener una vida más digna y cómoda. Siempre puso su fe en la gente, en las ideas y en la cultura —y comprometió su vida en construir un mundo mejor.
Stuart nunca nos enseñó cuales eran las preguntas ni tampoco proveía las respuestas. Nos enseñó a pensar relacionalmente y contextualmente, y sobre todo, nos enseñó cómo plantear las preguntas. Nos enseñó cómo pensar e incluso cómo vivir con la complejidad y la diferencia. Rechazó, a su manera, toda teoría y política simple y binaria: se describía a sí mismo como un teórico anti-humanista y un político humanista. Nunca buscó un punto medio ni una síntesis dialéctica, sino formas de navegar las complejidades y contradicciones, antes que de separarlas en campos en competencia, porque este era el compromiso que cambiar el mundo requería. ¡Relaciones! ¡Contexto! ¡Complejidad! ¡Contingencia! Él inspiró a muchos de nosotros con otra visión de la vida intelectual.
Cuando pienso en Stuart, pienso en un rico y expansivo entramado de relaciones; no pienso en seguidores y acólitos, sino en amigos, estudiantes, colegas, interlocutores, participantes en varias conversaciones y en cualquiera dispuesto a escuchar, hablar y comprometerse. Stuart Hall fue, más que un intelectual, un defensor público de las ideas, un campeón de la equidad y la justicia y un activista. También fue un maestro y un mentor para muchas personas, de maneras diferentes y a distancias disímiles de su presencia inmediata. Hablaba con todos y cada uno y trataba a cada quien como si tuvieran tanto que enseñarle a él como él a ellos.
Imagino a Stuart como el mundano Doctor Who, un personaje carismático con la seriedad de la determinación y con un maravilloso sentido del estilo y del humor que cambia no sólo la forma de pensar, sino muchas veces la forma de vivir. (Creo que Stuart apreciaría la metáfora de la cultura popular porque lo corriente nos previene de sonar demasiado grandioso). Stuart no podía regenerarse (lo que le daría si pudiera) pero podía aparecer de manera diferente ante distintas personas. Siempre me sorprendió lo que la gente podía ver en Stuart y lo generoso que él podía ser con quienes consideraba que, claramente, no habían entendido algo esencial en su argumento. Al mismo tiempo, para ser honesto, yo mismo sufrí alguna vez su enojo cuando pensó que no había entendido. Estoy seguro que les pasó a otros también. Y como Doctor Who, la geografía de sus relaciones fueron heterogéneas, con distintas intensidades y tonalidades, una multiplicidad de conversaciones, interesándose en cada persona, cambiando y llevando la conversación hacia tantos lugares y direcciones distintas.
Conocí a Stuart cuando llegué al Centro de Estudios Culturales Contemporáneos para escapar de las pesadillas de Vietnam y de las aburridas banalidades de los hábitos académicos. Secretamente, esperaba encontrar una manera de conectar mis tres pasiones: el amor por las ideas, el compromiso con el cambio político, y la devoción por la cultura popular. Stuart me ayudó a saber cómo tejerlas en mi propio tapiz, llamado Estudios Culturales. Fue el primero en admitir que esto era más un proyecto que un producto terminado, como tenía que ser. Fue el esfuerzo por forjar una nueva manera de ser político e intelectual lo que me puso en mi propio camino. Pienso en toda mi vida como un intelectual político que se esfuerza continuamente por mantener el proyecto y por mantenerse a la altura de sus esfuerzos. He tratado de defender el proyecto, de hacerlo visible y de luchar por su especificidad y su valor. Ninguno de nosotros creyó que sería la única manera de ser un intelectual político, pero ambos estábamos seguros que nos ofrecía algo que valía la pena continuar.
Ahora, es tiempo de llorar su pérdida —dudo que vaya a dejar de hacerlo. Recuerdo las veces que pasamos juntos, las conferencias y discusiones en el Centro, las conversaciones que tuvimos en persona y por teléfono (la última fue sobre la especificidad del análisis coyuntural, la naturaleza del afecto y el regreso de las teorías posmodernas), su curiosidad, su calidez y su caballerosidad, su voz sonora y su exuberante risa y la gente que me presentó cuando comenzaba, muchos de los cuales se convirtieron en mi aliento intelectual y se convirtieron en amigos cercanos. Y porque todo se trata de relacionalidad, inevitablemente pienso en todo lo que él y su familia (Catherine, Becky y Jess) me han dado. Siempre recordaré el cariño que me expresaron cuando vinieron a mi boda y después, cuando Stuart vino al bautizo de mi hijo para ser su padrino. Y es el tiempo de la contemplación y de afirmar la comunidad de amigos cercanos y colegas desconocidos que lloran su pérdida y saber que no es posible llenar el vació que nos dejó. Es tiempo de continuar trabajando y retomar las extendidas conversaciones con las que Stuart nos deleitaba. Es tiempo de recordar que las ideas importan cuando se trata de cambiar el mundo y que las malas historias hacen malas políticas. Este es mi homenaje a Stuart.
Por Lawrence Grossberg
(Traducción: Eduardo Restrepo)
El Ciudadano