Como efecto de nuestra mente escolarizada, tenemos muy a menudo la tendencia a creer que los términos “aprender” y “conocer” pertenecen en exclusiva a ese restringido mundo de libros, lecciones, exámenes, métodos didácticos y de estudio que solamente son útiles en el reducido espacio de los contenidos y programas escolares y de las exigencias que las instituciones plantean para obtener acreditaciones. Al mismo tiempo y en el lenguaje cotidiano, hemos igualmente desarrollado la idea, de que el conocimiento es una representación exacta de la realidad que se nos presenta siempre en forma de datos externos susceptibles de ser incorporados a nuestra mente tal cual los observamos. De este modo, el aprendizaje llegamos a considerarlo como un simple proceso de almacenamiento consistente en incorporar datos, hechos y conceptos a nuestra mente, con el fin de reproducirlos a voluntad cuando los necesitemos.
Desde esta concepción, la tarea de los centros e instituciones escolares, es bastante sencilla. Basta con suministrar y embutir conocimientos precocinados y enlatados a nuestros alumnos con objeto de que los almacenen en sus mentes, para después, verificar mediante los procedimientos examinadores más adecuados, si esos conocimientos están presentes o no en ese almacén mental. En realidad en esto ha consistido tradicionalmente el éxito escolar, en reproducir de la forma más fidedigna posible y conforme a las exigencias establecidas por el profesor, la institución o el programa oficial, aquellos conocimientos que han sido prescritos como deseables y necesarios. Lo cual, dicho de otra manera, significa convertir el proceso de aprender en sucesivas y condicionadas acciones de memorización y el conocimiento en un sencillo objeto que puede y debe ser almacenado en nuestra mente pudiendo ser evocado y reproducido con precisión a voluntad. Obviamente, la consecuencias de estas concepciones pueden ser lamentables en cuanto que nuestras instituciones escolares corren el riesgo de convertirse en centros para jugar a las diferentes modalidades del “Trivial Pursuit”.
Sin embargo y desde que Humberto Maturana y Francisco Varela publicaran hace ahora 40 años “De máquinas y seres vivos. Autopoiesis: La organización de lo vivo”, sabemos con mayor certeza y claridad que aprender y conocer no son capacidades consistentes en captar y almacenar información de la realidad considerada como algo externo a nosotros. Por el contrario, el conocer y el aprender, tienen una base biológica y son procesos permanentes que se construyen, reconstruyen y desarrollan a partir de las interacciones que una determinada estructura viva realiza con su medio ambiente, así como también de las interpretaciones y modificaciones que se producen en dicha estructura en el propio proceso de interacción.
El conocer no consiste pues en reproducir tal cual, lo que creemos procede de una supuesta realidad externa y objetiva que se nos es dada y que podemos fotocopiar y reproducir con exactitud a placer. Conocer no puede por tanto reducirse a almacenar, reproducir o evocar información tal y como secularmente las instituciones escolares han creído. No es pues ni un acto, ni un resultado siquiera, sino más bien un proceso de interacción entre un ser vivo caracterizado por una determinada estructura organizacional y funcional y el medio ambiente en que dicho ser vivo vive, convive y desarrolla sus procesos vitales. Y esto es algo de extraordinarias consecuencias y me atrevería a decir, de revolucionarias implicaciones pedagógicas a la hora de ayudar a las personas a “Aprender a conocer”.
El asunto del aprendizaje y el conocimiento humano se nos hace entonces bien complejo, porque si tanto el ambiente como el propio ser humano están continuamente reinventándose, interaccionando e interpretando, nos será imposible reducir el aprender y el conocer a un puro mecanismo de almacenaje y evocación de información discreta y fija siempre pronta y dispuesta a ser reproducida y utilizada. Una reducción que puede conducirnos a tres importantes problemas. El primero, la imposibilidad de almacenar en nuestra mente escolarizada toda la información nueva que emerge y está a nuestra disposición, una imposibilidad que acaba por producir saturación, o la paradoja de estar desinformado como consecuencia de haber consumido demasiada información. El segundo, la confusión entre información y conocimiento, que se expresa también de forma paradójica en el sentido de que no por el hecho de tener a nuestra disposición ingentes cantidades de datos e abundante información, necesariamente vamos a producir un mayor y mejor conocimiento. Y el tercero, el problema de la especialización, que parcela, aísla, descontextualiza, niega la indisoluble relación sujeto-objeto y concibe el conocer como el acto de poseer muchísima información sobre algo muy pequeño y/o específico. En definitiva y a efectos educativos, puede entonces producirse en todos nuestros sistemas escolares, una gran contradicción: llegar a ser muy potentes y eficaces en suministrar información, procedimientos y habilidades para el acceso y el procesamiento de la misma, pero escasamente relevantes y significativos en proporcionar o ayudar a conseguir aprendizajes transcendentales e indispensables para nuestro vivir y convivir.
Si consideramos que todo aprendizaje es un cambio regular en la conducta observable y en la estructura de cualquier ser vivo como consecuencia de las interacciones que éste realiza con su medio ambiente, resulta inútil todo esfuerzo dirigido a ayudar a un ser humano a “Aprender a conocer” o a mejorar sus procesos de aprendizaje si no actuamos de alguna forma y al mismo tiempo en los ambientes de aprendizaje. Dicho a efectos escolares: si queremos mejorar el aprendizaje de los alumnos que diariamente asisten a nuestras escuelas, necesariamente tendremos que intervenir educativamente en los contextos y en los ambientes en los que estos alumnos viven y conviven. En realidad, toda pedagogía y toda didáctica son necesariamente ecosistémicas, por ello toda ayuda dirigida a que nuestros alumnos aprendan más y mejor haciéndolo de forma significativa y transferible, exige actuar, no sólo en lo curricular y metodológico, sino también y al mismo tiempo, con el propio alumno, las familias, el profesorado, el centro escolar, el aula, la comunidad local etc. Visto así, enseñar no es mostrar información, ni explicar siquiera de forma magistral, clásica de forma oral o moderna con auxilio de audiovisuales y PPTs, sino más bien, crear las condiciones físicas, psíquicas (racionales y emocionales), sociales, ecológicas e incluso espirituales para que el aprendizaje se produzca como una emergencia singular que cada individuo manifiesta y expresa.
Digámoslo una vez más de otra forma. Si el ser humano que aprende y el medio ambiente en el que vive forman una unidad de coexistencia e interdependencia, aprender no puede consistir en captar, aprehender o adquirir un objeto externo, sino en un proceso de interacción que depende tanto de las características estructurales, biográficas y sociales de la persona que aprende como de sus intenciones, decisiones y acciones sobre el medio ambiente que lo acoge e integra. Aprender es en realidad un proceso de transformación personal como consecuencia de la interacción con el medio ambiente y a partir de la convivencia social. Vivir y aprender son procesos indisociables. Toda acción educativa por tanto, tiene que estar referida entonces, no solamente a la supervivencia en el medio escolar para garantizar éxito, sino sobre todo a la vivencia y a la experiencia de forma que cada alumno en particular construya sus propios procesos de aprendizaje y sepa utilizar las estrategias, que él mismo, de forma enteramente personal ha aprendido, en contextos y circunstancias diferentes. Ayudar a que nuestros alumnos aprendan, significa ofrecerles apoyos y recursos para que transfieran, generalicen, amplíen, sinteticen y evalúen de forma autónoma y en procesos de vivir/convivir sus propios conocimientos.
Por otro lado, aprender no es algo exclusivamente mental o cerebral. El cerebro no es la única estructura responsable de la construcción de conocimiento puesto que el proceso de conocer es algo muchísimo más complejo y amplio que las operaciones mentales y racionales de inducir, clasificar, ordenar, comparar o medir. En los procesos de aprendizaje intervienen todos los elementos, interacciones y procesos que constituyen la dinámica de la vida, es decir, intervienen también el cuerpo, el medio físico y social, las percepciones, emociones, sentimientos, creencias, acciones, así como las experiencias previas, motivaciones y expectativas. De este modo y si nuestro propósito es ayudar a las personas o a nuestros alumnos a que aprendan a conocer, aprendan por sí mismos, o como se dice ahora “aprendan a aprender”, necesariamente habrá que diseñar e implementar acciones y propuestas educativas dirigidas a cuidar, estimular y acondicionar cada uno de esos elementos. No podemos pues ayudar a aprender, o si se prefiere, enseñar algo relevante, significativo y que implique un cambio observable y duradero de conducta, si no hacemos algo positivo y efectivo en aspectos como las creencias e ideas previas, expectativas, motivaciones, ambientes psicosociales y estrategias de procesamiento de la información. Algo, que si bien es necesario en el aprendizaje de cualquier tipo de conocimiento, de procedimiento o de habilidad, resulta indispensable, tanto en el aprendizaje de resolución de problemas de solución desconocida y compleja como en el aprendizaje de actitudes e interiorización de valores éticos.
Queda claro pues, que aprender no es recordar datos, ni tampoco almacenarlos de una forma más o menos sistemática y codificada y por tanto enseñar, tampoco es transmitir información, ni crear los condicionamientos necesarios para su reproducción (normas, exámenes, calificaciones, acreditaciones, etc.). Aprender es en realidad, o al menos así lo entiendo, un proceso activo e interactivo de toma de conciencia mediante el cual un sujeto se hace testigo y da cuenta de una forma enteramente original, de la realidad y el medio ambiente con el que interacciona. Y digo toma de conciencia, no en el sentido pasivo de darse cuenta o de reflejar en nuestra mente datos procedentes de nuestros órganos sensoriales, sino en el sentido activo de transformación y reestructuración del propio ser interno que se produce al aprender y al construir conocimiento. Aprender es en realidad un proceso de vida mediante el cual el individuo construye y elabora conocimiento a partir de su interacción con el medio ambiente. Y esta forma de concebir el aprendizaje humano, como algo vital para la propia supervivencia, como un proceso en el que la conciencia se construye, deconstruye y reconstruye haciéndose cada vez más amplia y abarcante, nos lleva a considerar que aprendizaje y educación son en realidad las dos caras de una misma moneda: no podemos pues vivir sin aprender y educarnos o no existe educación sin aprendizaje, ni verdadero aprendizaje sin educación o sin transformación dirigida a la mejora..
Estas consideraciones, tienen a mi juicio importantes consecuencias pedagógicas y educativas. De un lado y si estamos abocados a aprender siempre, nada hay en el medio ambiente y en nosotros mismos que no pueda ser enfocado o utilizado como fuente de conocimiento. Circunscribir pues a las instituciones escolares como las únicas que tienen el patrimonio del aprendizaje, no deja de ser una reducción que confunde escolarización con educación. Por el contrario, comprender, aceptar y asumir que podemos y debemos aprender por nosotros mismos o mediante estrategias y procedimientos singulares y no necesariamente mediados o condicionados por normas, es ampliar el espectro de lo escolar, no para reducirlo a esquemas curriculares y a rutinas de almacenamiento y reproducción, sino para hacer entrar la vida y la humanidad en la aulas con toda su riqueza y diversidad. Se impone pues la necesidad de ir más allá de los límites que marcan las disciplinas escolares. Nos hace falta, si es que realmente queremos “Aprender a conocer” y ayudar a nuestros hijos, alumnos y ciudadanos a ello, que sepamos integrar conocimientos de diversos tipo, científicos y humanísticos, filosóficos y artísticos, psicológicos y económicos, prosaicos y poéticos, éticos y políticos, escolares y populares, académicos y cotidianos, de forma que podamos construir una “Ecología de los saberes” como dice Maria Candida Moraes. Una ecología que sea capaz de responder de la forma más integrada y sostenible posible a las necesidades de la vida en nuestro planeta y de los seres humanos que en él somos y existimos.
Desde otro ángulo y si el “Aprender a conocer” exige desde la Educación algo más que una simple reforma curricular o el cambio de unos contenidos escolares por otros, lo que sin duda sería sumamente necesario, sería asumir e implementar en la vida cotidiana de nuestras aulas un doble objetivo o transformación.
De una parte la transformación consistente en saber utilizar la ingente y casi infinita información que hoy tenemos a nuestro alcance en nuevas posibilidades para aprender de forma permanente tal y como así recomendaba la UNESCO al referirse a “Aprender a Conocer”. Es decir, hacer posible que toda la ciudadanía y especialmente los alumnos que hoy viven y conviven en nuestras instituciones escolares, que conozcan, manejen, utilicen, creen y construyan estrategias para aprender por sí mismos y para construir conocimiento, algo que por cierto ha sido frecuentemente marginado y olvidado de la práctica de nuestros centros escolares. Cuando un profesor enseña una determinada disciplina, su trabajo no consiste exclusivamente en mostrar qué es lo que el alumno debe recordar o aprender, sino sobre todo en ilustrar y ofrecer a todos sus alumnos, como y de qué forma ha llegado el profesor a esos conocimientos y cuáles son las posibilidades de transferencia y aplicación a la vida de los mismos. La misión de un profesor de disciplina, no es solo mostrar los avances y desarrollos de la misma, sino también ayudar a que sus alumnos conozcan, comprendan, utilicen y creen sus propias estrategias cognitivas. Y esto no se resuelve con meras sesiones externas de técnicas de estudio o para aprobar exámenes, sino con la práctica y el testimonio diario de cómo el profesor ha llegado a aprender lo que ha aprendido, como lo ha hecho y por qué considera ese aprendizaje relevante.
De otra parte, aunque simultánea, el conocimiento como erudición, o como acumulación de informaciones procesadas, codificadas y sistematizadas, tiene a mi juicio poco sentido si ese conocimiento no apunta a la sabiduría, es decir, no se transforma y se utiliza en la construcción de un saber de vida y humanidad que proporcione armonía, paz, alegría, serenidad, responsabilidad, solidaridad y amor, aspectos del desarrollo humano esenciales que tienen más que ver con saberes ético-morales y de vida, que con lo que siempre se ha estudiado y prestado atención en las escuelas. Importa pues, más que “Aprender a conocer” en el sentido de proporcionar recetas y estrategias de aprendizaje, algo por cierto bastante fácil y simple, aunque poco frecuente en los programas escolares, importa digo, “Aprender a ser sabios”, pero para esto ya no hay ningún programa, ni fórmula, ni estrategia que no pase por el camino del amor, por estar enamorados y locamente apasionados por el conocimiento, la vida y el ser humano.
Por Juan Miguel Batalloso*
Licenciado en Filosofía y Educación y Dr. en Ciencias de la Educación –Universidad de Sevilla, España–. Ha ejercido la profesión docente durante 35 años, impartido numerosos cursos de Formación del Profesorado, dictado Conferencias en España, Brasil, México, Perú, Chile y Portugal, publicado varios libros y numerosos artículos sobre temas de educación. Es Miembro del Consejo Académico Internacional de UNIVERSITAS NUEVA CIVILIZACIÓN, donde ofrece el Curso e-learning: ‘Orientación Educativa y Vocacional’.