Debo confesar un placer culpable: fui asiduo lector de las columnas de Hermógenes Pérez de Arce en el diario de Agustín hasta que, marginado después de décadas de prestarle un servicio ideológico invaluable, se atrincheró en un blog y nunca más fue el mismo. De pluma clara, al callo y elegante, era capaz de argumentar las cosas más insólitas y carentes de sentido, racionalidad o plausibilidad sin arrugarse. Lo suyo era el viejo arte de la construcción de castillos verbales en el aire. Y lo practicaba magistralmente.
En la última década, prácticamente contemporánea al exilio de la columna de Pérez de Arce, El Mercurio –no es un misterio para nadie– ha resentido la arremetida del grupo Copesa y, en lugar de responder subiendo su nivel, ha terminado bajándolo ostensiblemente. Y esto es especialmente notorio en su sección de opinión. Ahí ha anidado no sólo la pedantería sin sustancia que inventa una inexistente “…ley del efecto del rendimiento decreciente del dinero…” y se la atribuye a Marx. También ha encontrado dulce hogar el trolleo a mansalva que practica Gonzalo Rojas. No Gonzalo-Rojas-gran-aporte-a-la-poesía-universal. El otro Gonzalo Rojas.
Este otro Gonzalo Rojas ha intentado perfilarse como natural sucesor de Hermógenes Pérez de Arce. Al igual que él, usa su poderosa tribuna para plantear las cosas más insólitas con el objeto de picanear, de patear el avispero. O como se le dice en las redes sociales, para “trollear”. Si los y las estudiantes salen a la calle a demandar educación gratuita, pública y de calidad, el otro Gonzalo Rojas dispara en su columna que las universidades privadas no son privadas, sino públicas. Si todos y todas en la derecha aliancista se embarcan en la quimera de “mostrar los logros del gobierno”, el otro Gonzalo Rojas usa su columna para gritar que se ha hecho todo mal. Trata, en suma, de emular a su antecesor jugando a ser polemista y a provocar al primero que se le cruce.
Por mi parte, cada vez que veo algún texto con la firma del otro Gonzalo Rojas, le hago inmediatamente una verónica para obviarlo. Y esto por una razón muy simple. El otro Gonzalo Rojas practica el mismo trolleo que antaño extremó Hermógenes Pérez de Arce, pero sin su arte, sin su contundencia, sin siquiera intentar las curiosas construcciones argumentativas de su antecesor. En los textos de Pérez de Arce hay premisas claras –insólitas muchas veces, pero claras– y las conclusiones aparecen perfectamente deducidas de ellas. Los textos del otro Gonzalo Rojas, en cambio, carecen de hilo, de relaciones o inferencias entre postulados. Obvia hasta el más mínimo rigor conceptual y salta caóticamente de tema o de argumento como si todo tuviera que ver con todo. Por ello, parte importante de lo que dice es opaco, muchas veces sin significado. Tómese el siguiente ejemplo de su última columna:
Y nuestros rivales -incluso ellos- nos dan la razón. Cuando la Concertación y el PC hablan de igualdad, lo hacen justamente a la inversa de nosotros; es decir, buscan la igualdad en los detalles, mientras la desprecian en lo fundamental. Por eso, hasta algunos DC se abren a la posibilidad del aborto: el niño que está por nacer no siempre es un igual, pobrecito él (sic).
Sólo el otro Gonzalo Rojas es capaz de invocar en un único y pequeño párrafo a la concertación, el PC, la DC, la igualdad, el aborto, los detalles, las esencias (“lo fundamental”) sin sentir ni la más mínima obligación intelectual de explicitar los hilos, el decurso caótico de su razonamiento. Simplemente los nombra a todos para ver qué pesca. Cómo y por qué da el salto entre la predisposición a discutir sobre el aborto y rechazar “la igualdad en lo fundamental” es un gran misterio. En lugar del viejo arte de la argumentación pública (del uso público de la razón), cuyo objetivo es aportar al debate formulando tesis y desarrollando argumentos para fundamentarlas, el otro Gonzalo Rojas practica, por vía del cortocircuito, de la sucesión inconexa de postulados, el arte de la retórica, cuyo objeto, ya lo decía Gorgias, no es fundamentar y desarrollar argumentos, sino generar efectos en la audiencia. En este caso, el efecto de la provocación.
El triunfo del provocador, del troll, no está en demostrar sus planteamientos y aportar por esa vía al debate público. Está en hacer efectiva la provocación, en recibir alguna reacción de vuelta cuando patea el avispero. Ergo, se lo derrota privándole de su alimento, de la reacción de vuelta. Eso sí: cuando la provocación se hace con rigor y elegancia, bien vale revisar el esfuerzo y los recursos invertidos en su elaboración. Por ello hasta podía disfrutarse de la lectura de las columnas de Pérez de Arce. Pero cuando la provocación se hace de forma desprolija, desordenada e inconexa, no vale ni los cinco minutos que toma su lectura. Por esto último había convertido en divertimento personal saltarme y obviar cualquier cosa que llevara la firma del otro Gonzalo Rojas.
Pero bueno, con su última columna –ya quedó claro–, el otro Gonzalo Rojas consiguió su tan preciado trofeo de provocador: una reacción de vuelta, la mía. Y hay que reconocérselo: bastó el título (“La desigualdad no es el enemigo”) para interpelar con éxito a alguien que, como el que suscribe, mantiene y ejercita condición de igualitario en todos los sentidos del término: como partidario de la igualdad, como investigador de un centro de estudios dedicado a pensar y analizar la igualdad –el CEID– y como militante del Partido Igualdad. Simplemente no es posible con semejante perfil no contestar a alguien que predica y defiende la desigualdad.
Antes de refutar las insinuaciones (que de planteamientos no hay mucho) del otro Gonzalo Rojas, permítaseme una pequeña aclaración para sacar del estupor a quienes han reaccionado airados y airadas frente a la columna de marras. La justificación y defensa de las desigualdades es un viejo tópico del pensamiento conservador, desde Platón hasta Jovino Novoa, pasando por Tomás de Aquino, Burke o De Bonald. Para ellos, la sociedad es una realidad natural análoga a un organismo vivo, cuyos componentes hacen posible que el todo funcione si, y sólo si, se ordenan jerárquicamente. Las clases sociales, por lo tanto, serían tan necesarias para el orden social como la religión o las así llamadas “asociaciones intermedias”, entre las cuales destacan fundamentalmente los gremios.
Esta ideología de la desigualdad, que Robert Nisbet ha calificado como “…uno de los más firmes principios conservadores….”, fue formulada para defender al orden tradicional de lo que, para el pensamiento conservador de los siglos XVIII, XIX y XX, constituían peligrosas presiones disolventes, como las ideas igualitaristas de Rousseau, primero, y las aún más peligrosas inclinaciones revolucionarias del marxismo, después. Alcanzó su máxima aplicación práctica, sin embargo, en los regímenes del fascismo italiano y el falangismo español, de los que el otro Gonzalo Rojas, como buen gremialista, es, seguramente, ferviente seguidor. Benito Mussolini (o, según se dice, Giovanni Gentile) escribía hace 80 años que el fascismo “…afirma la desigualdad irremediable, fecunda y beneficiosa de los hombres…” (La doctrina del fascismo, segunda parte, parágrafo VI; subrayados agregados).
El otro Gonzalo Rojas, al predicar y defender las desigualdades, no está haciendo otra cosa que replicar y continuar la vieja tradición del conservadurismo que se remonta a Platón y encuentra su punto cúlmine en Mussolini y el fascismo. No hay motivo, por tanto, para rasgar vestiduras como si estuviese defendiendo algo nuevo que no ha sido ya largamente criticado y refutado.
Respecto a las tesis o, más bien, insinuaciones que cruzan toda la columna del otro Gonzalo Rojas, sólo cabe un calificativo: confusión, gran confusión. Aunque cree “distinguir los planos de la igualdad”, lo que hace en realidad es confundir fenómenos asaz diferente como la igualdad y la homogeneidad y, por esa vía, también la desigualdad y la diferencia. Para ello, además, apela a una reliquia de museo que, salvo por la porfía de alguno que otro amigo de lo arcaico, el pensamiento contemporáneo superó hace 150 años: la idea de “naturaleza humana”. En sus palabras,
La desigualdad… es utilizada como enemigo virtual, aunque en la realidad se presenta como uno de los mayores amigos de la naturaleza humana. Viva la diversidad, viva la creatividad, viva la desigualdad, que es propia de la libertad…
¿Qué más se puede decir? La desigualdad, contrariamente a lo que cree el otro Gonzalo Rojas, no es una diferencia, una “diversidad”. La desigualdad es la organización u ordenación jerárquica de atributos diferentes. Entre hombre y mujer, entre fuerte y débil, entre grupos étnicos, por ejemplo, hay una diversidad, una diferencia que, “de forma natural”, no crea desigualdades. Las desigualdades son creadas cuando el ordenamiento social organiza e impone, por regla general a través de la violencia, jerarquías a partir de esas diferencias. Acá no estamos ante “planos distintos de la igualdad”. Estamos ante fenómenos radicalmente distintos entre sí.
Para no confundirse al respecto basta y sobra con seguir las luchas de los movimientos sociales y étnicos de las últimas décadas. Puesto que la diversidad y la diferencia no se oponen a la igualdad sino a la homogeneidad, la lucha por la diversidad y por la diferencia ha sido íntimamente asociada a la lucha por la igualdad. El reconocimiento del derecho a la diversidad sexual e identidad de género, por ejemplo, supone y demanda la igualdad entre todas las personas, independientemente de sus diferentes orientaciones o formas de autodefinirse. El derecho a la autodeterminación de los pueblos, por su parte, supone y demanda el igual derecho de las distintas y diversas comunidades con identidad lingüística, religiosa y/o étnica a crear su propio ordenamiento político-institucional en un territorio dado. La igualdad, en suma, no sólo no se opone a la diversidad y la diferencia; al contrario, constituye un requisito para que puedan desarrollarse. A lo que igualdad, diferencia y diversidad se oponen abiertamente es a crear jerarquías a partir de las diferencias y diversidades. Y en la creación, organización y mantención de esas jerarquías, y no en otra cosa, consiste la “desigualdad”.
La confusión del otro Gonzalo Rojas entre todos estos fenómenos es un indicador de cuán perdido se encuentra el pensamiento conservador ante las problemáticas contemporáneas. Tal vez tengamos que esperar a que Hermógenes Pérez de Arce se manifieste para encontrar una posición ordenada, bien planteada y sin confusiones al respecto…
Por Daniel M. Giménez