El siguiente texto es una introducción incluida en la nueva edición del libro Barricadas A Go-Go, de Julio Cortés Morales. Es la cuarta edición y se publica en esta ocasión simultáneamente en Chile, México y España.
Un motivo que, en mi opinión, parece atravesar o subyacer los distintos momentos y espacios históricos que se describen a lo largo de este libro, es el de la tragedia del ascenso y descenso de la conciencia —lo que en términos políticos se entiende como el proceso de revolución y contrarrevolución, si se quiere—.
En japonés hay una palabra para describir ese momento de ascenso en términos espirituales: satori. Satori puede definirse como una realización intuitiva, en oposición al entendimiento intelectual y lógico. Pero, cualquiera sea la definición, satori significa la revelación de un nuevo mundo hasta entonces no percibido en la confusión de la mente dualista: «El satori es el destello repentino en la conciencia de una nueva verdad hasta entonces inimaginada. Es una especie de catástrofe mental súbita, que ocurre después de acumular contenidos intelectuales y demostrativos. Cuando esta acumulación llega al límite de la estabilidad y el edificio ha llegado a derrumbarse, un nuevo cielo se abre a plena vista» (Introducción al budismo Zen, Daisetz Teitaro Suzuki).
Creo que este concepto, que se suele entender en un sentido personal/subjetivo, también se puede aplicar a sociedades. En otras palabras, si existe un inconsciente colectivo, entonces también es posible que ese inconsciente colectivo se vuelva consciente (principal objetivo del programa psicoanalítico).
¿No es acaso ese el fenómeno que vivió la sociedad chilena durante la insurrección de 2019-2020? Un despertar abrupto de la consciencia que borró todas las dualidades que hasta entonces definían la vida cotidiana y relaciones sociales. Lo mismo se puede observar en tantas otras partes y tiempos. Despertamos abruptamente, y nos volvemos a dormir resignadamente una y otra vez. ¿Cómo salir de esta trágica rutina? No hay respuesta definitiva; caminante no hay camino, se hace camino al andar. Por lo pronto, seguimos compartiendo experiencias y herramientas, reflexionando sobre nuestros errores y logros. Lo importante es no perder la esperanza. Así, esperamos que esta nueva edición de Barricadas A Go-Go motive al lector a profundizar en esta búsqueda tanto a título personal como colectivo.
Introducción a la cuarta edición de Barricadas A Go-Go
Por Rodrigo E. Barros
El escapar del mundo propio o del yo habitual constituye una experiencia trascendental. Muchas personas han pasado por algo parecido durante un periodo más o menos largo. Siempre hay en estos casos una sensación de desahogo, de liberación y descubrimiento de un yo pletórico de vida y reacciones espontáneas. Sin embargo, estos cambios ocurren inesperadamente y no pueden planearse ni programarse. Lo más lamentable es que muchas veces desaparecen con la misma rapidez con que se presentan, y la resplandeciente carroza se trueca de la noche a la mañana en la calabaza original del cuento. Quédase uno cavilando indeciso sobre cuál será la realidad auténtica de nuestro ser. ¿Por qué no nos es posible quedarnos en el estado liberado?
—Alexander Lowen, Bioenergética.
La fascinación de Occidente con la cultura japonesa se inició casi inmediatamente después del término del sokoku (literalmente «país cerrado»); un periodo de más de 200 años en los que el país-isla estuvo casi completamente aislado. Durante esos dos siglos, las relaciones con el resto del mundo se mantuvieron de manera muy reducida y estrictamente controlada por el sogunato Tokugawa. Esto significó no solo que Japón se transformara en una especie de misterio o territorio olvidado para el resto del mundo durante ese periodo, sino también, famosamente y como producto del retiro colectivo de la sociedad japonesa de las dinámicas del progreso mundial, que florecieran algunos de los elementos más característicos de lo que hoy se considera la cultura tradicional japonesa, como el teatro nō y el kabuki, el ukiyo-e, etc. El periodo se caracteriza usualmente como una época de estabilidad y paz, pero su inicio y término están marcados por revueltas sociales que significaron grandes traumas para la sociedad: primero, en el siglo XVII, como reacción y resistencia a la creciente influencia extranjera que venía de la mano de la colonización y evangelización, y luego, en el siglo XIX, producto de la rampante transición a la modernización. En ambos casos, las relaciones de clase se sacudieron y los sectores oprimidos y menos favorecidos de la sociedad, como en todo el mundo, ensayaron sin mucho éxito formas de liberarse de sus cadenas. Las derrotas, en todo caso, tal como en los otros eventos similares a lo largo de la historia y del planeta, no impidieron que la energía desplegada siguiera vibrando subterráneamente.
Aunque las últimas décadas del sogunato (un periodo específicamente conocido como Bakumatsu) estuvieron marcadas por el conflicto asociado a la competencia interna y a la presión extranjera, sería esta última la que daría el golpe de suerte al status quo. La llegada en julio de 1853 de un pionero americano al puerto de Edo, actual Tokio, se ha transformado en símbolo del momento en que la sociedad japonesa basculó definitivamente desde el feudalismo al capitalismo. Poco tiempo después se empezaron a firmar tratados entre Tokugawa y Estados Unidos. Las mercancías y tecnologías del mundo entraron al hasta entonces medieval Japón, y las maravillas cultivadas en el país durante los siglos de aislamiento se transformaron en tesoros para el mundo. Muy pronto, la dinámica de la oferta y la demanda dejó aturdida a una sociedad que no estaba preparada para la vorágine de la competencia industrial y mercantil. La comida empezó a escasear y las fricciones con los aventureros y emprendedores occidentales se intensificaron. Rápidamente el ambiente de crisis se agudizó, lo que hizo que las revueltas urbanas y campesinas proliferaran por todo el territorio y que las disputas de poder entre las castas se transformaran en una latente guerra civil. De un lado, el viejo mundo del sogunato, dispuesto a transar con Occidente, pero decidido a mantener las relaciones de producción de los últimos siglos; del otro, un movimiento imperial que usufructuaba del descontento popular para movilizar una revuelta contra el viejo gobierno e instaurar un imperio japonés a la vez conservador y modernizador. Sin duda, se trataba de un particular cúmulo de contradicciones que a la luz de la historia parece haber estado siempre destinado a ceder a la presión de la subsunción capitalista1.
Pero por debajo de esa gruesa capa de historia oficial se puede observar un movimiento que bullía con un tono universal, más allá de las dicotomías que planteaban los grupos que ostentaban el poder. Hacia el otoño de 1867, ocho años después de oficializada en papel la apertura de Japón al mundo (en lo que comúnmente se conoce como «tratado de Harris»), la revuelta se transformó en un carnaval que celebraba en las calles el fin de una era y el comienzo de otra. Podemos imaginar que el pueblo salía a las calles y campos no a celebrar la llegada de mercancías, sino la posibilidad de tomar control de sus vidas; que festejaban no la llegada de un nuevo gobierno, sino la caída de un imperio que los oprimía y la apertura de un horizonte desconocido.
Ese año se dice que talismanes de papel dorado caían mágicamente del cielo para anunciar el cambio. Bien podría ser este un útil mito, pero se ha vuelto más bien un tropo con el que la narrativa oficial decora la transición al periodo Meiji, aquel que instauró un imperio a cambio de otro. Bajo el papel picado ocurría la verdadera revolución de la vida cotidiana: los habitantes de pueblos y campos organizaban fiestas que duraban semanas, se realizaban intercambios (trueques) masivos y también se regalaba abiertamente, se honraba deidades de la naturaleza con música y danzas, la comida se compartía, los hombres se vestían de mujeres y las mujeres de hombre, o ambos se quitaban toda la ropa. El pueblo se tomaba el tiempo y el espacio social al grito de Ee ja nai ka!, una frase al mismo tiempo desafiante y fatalista que no admite una traducción simple: puede significar «¿A quién le importa?», «¿Por qué no?», «¡Al diablo con todo!» o incluso «¿A quién le importa si nos sacamos la ropa?»2. Los Ee ja nai ka!, nombre con el que se terminó identificando al movimiento o tipo de actividad en general, no tenían ningún objetivo o dirección política definida, no se podían asociar necesariamente a uno u otro bando y tampoco tenían una dirigencia, organización, etc. El movimiento denostaba la llegada de extranjeros al mismo tiempo que celebraba la apertura de Japón al mundo, lo que da cuenta de que su motivación no era tanto un conservadurismo ciego como una sensible reacción al codicioso espíritu de los pioneros americanos y europeos. Estas celebraciones-protestas, que por motivos distintos incomodaban a los acérrimos defensores del viejo mundo y a los que pretendían imponer uno nuevo, se esparcieron durante una corta pero intensa temporada por todo el país, dejando una estela de júbilo y esperanza que diluía las burdas y maniqueístas dicotomías planteadas desde arriba, por ejemplo, entre tradición y civilización.
El 27 de enero de 1868, tras una seguidilla de rebeliones y tomas de palacio, la armada del sogunato, formada de samurais y guerreros profesionales, arremete con lanzas, espadas y flechas contra una horda de rebeldes mucho más pequeña, conformada en gran parte por campesinos inexpertos. Pero los coordinadores de ese puñado de combatientes, pese a su xenofobia, se habían dotado estratégicamente de un valioso arsenal militar proveniente de Estados Unidos y Europa, lo que les permitió destruir brutalmente a su enemigo. Esa batalla finiquitó el sogunato, dio inicio a la Restauración Meiji, y marcó también el fin del movimiento Ee ja nai ka! ¿Habrá utilizado la casta imperial y sus seguidores la energía rebelde y el descontento de las masas para conseguir sus objetivos e instaurar su gobierno? ¿Se habrá embriagado de más el pueblo con los aires de cambio que promocionaban los nuevos dirigentes confiando en que esos aires, y no sus propios actos y realidad cotidiana, traerían la libertad y autonomía añorada por siglos? Este parece ser un patrón tristemente común no solo cuando se pasa revista de lo que ocurría en el resto del mundo en ese y muchos otros momentos, sino también cuando se observa lo que ocurría en el propio Japón 100 años después; el pueblo seguía acusando que la revolución fue a medias.
De ser estrictos vegetarianos durante casi doce siglos, los japoneses pasaron a comer carne en un puñado de años3. Y, en la misma cantidad de años, pasaron de pescar en primitivas barcas de madera a estar entre los mejores ingenieros navieros del mundo en lo que refiere a buques de guerra. El imperio tenía claro que, aunque estuviera muy interesado en traer a su territorio todos los adelantos y ventajas de la modernidad —incluida su estructura política y económica—, no se transformaría en una colonia más. El lema esta vez era wakon yosai: aprender de Occidente manteniendo el espíritu japonés. Las destrezas y disciplina cultivadas por siglos se ponían ahora al servicio de la modernización. El imperio se lanzó a una frenética carrera armamentista, que como sabemos va de la mano con la carrera tecnológica, y pronto acumuló suficientes fuerzas para enfrentarse al mundo. Tal nivel de poder, en combinación con la paranoia propia de la competencia capitalista y alguna cuota de resentimiento histórico, les dio ínfulas de conquistadores y los conflictos con los vecinos de Corea y China escalaron. En cuestión de medio siglo, la recién salida del horno nación japonesa se transformaba en protagonista del juego de poder a nivel mundial.
En ese ajetreado y vertiginoso intercambio entre Japón y Occidente llegaron a manos de Van Gogh y varios pintores europeos más unos grabados que marcaron radicalmente tanto su técnica como el curso de la pintura moderna en general. Algo parecido ocurrió en el encuentro de Frank Lloyd Wright con las construcciones vernáculas japonesas, una experiencia que dio forma definitiva a la arquitectura americana y al movimiento moderno en arquitectura en general. Tampoco hay duda del profundo impacto que tuvieron y siguen teniendo, en campos tan diversos como la literatura, la filosofía, el teatro y las artes en general, las observaciones sobre el extraño-no-sé-qué de Japón que formulara Junichiro Tanizaki justo cuando el imperio estaba camino a consolidar sus alianzas con el Occidente fascista-nazi, antes de que estallara la Segunda Guerra Mundial4. O de lo significativo que es que Daisetz Suzuki y Erich Fromm hayan puesto en evidencia los estrechos vínculos entre el psicoanálisis y el budismo zen, poniendo de relieve lo universal de la corriente humana que anhela y trabaja por construir una realidad emancipada de los conflictos inherentes al identitarismo y la ideología5. Se puede citar una larguísima lista de ejemplos como estos, el intercambio fue intenso en las primeras décadas en que Japón salió al mundo. Incluso Chris Marker, en su serie documental dedicada exclusivamente a la cultura griega, L’ Heritage de la chouette (1989), no pudo evitar referirse a las influencias cruzadas entre Occidente y Japón. No solo los japoneses aparecen en la serie como ávidos observadores y aprendices de la cultura occidental y su historia, también Occidente, en una actitud que se ha sostenido por décadas, mira en esa dirección como encantado por una leyenda y misterio viviente.
Aun así, no deja de sorprender que el interés en la historia y cultura de Japón siga creciendo, que desde sus antípodas se siga profundizando en su historia e ideas, que se sigan encontrando paralelos y conexiones entre procesos sociales de Japón y todo el mundo, y que esta polinización cruzada siga añadiendo tantas valiosas cualidades al jardín de la comunidad humana. Así, como efecto secundario de la masificación de su cultura popular contemporánea, el cine, la música, el anime, etc., se abren ventanas y pasadizos a sectores más recónditos de la creatividad y pensamiento japonés que inspiran a las nuevas generaciones a salir de sus hábitos occidentales, a mirar con una perspectiva radicalmente distinta el atuendo con el que se les viste a la fuerza, y al mismo tiempo reconocer necesidades y sueños comunes que gritan por ser atendidas y realizados.
En este espíritu volvemos a editar Barricadas a go-go. El texto y todas sus referencias han sido exhaustivamente revisadas; hemos incluido una pequeña serie de fotos que ilustran pasajes y personajes importantes; y hemos agregado una bibliografía, una discografía y una filmografía recomendadas que esperamos puedan motivar a los lectores y lectoras a investigar más, a elaborar sus propias conclusiones y eventualmente a descubrir nuevas profundidades tanto en la cultura japonesa como en la relación que Occidente ha establecido con ella.
El «lejano Oriente» parece querer mostrarnos, entre otras cosas, un mundo que no está dividido ni en dicotomías ni en ninguna otra unidad de medida. Su enseñanza también apunta a permitirle a la mente ser algo más que una simple máquina discursiva, narrativa, intelectual, etc. Lecciones particularmente valiosas en tiempos en que el mito de Occidente acostumbra al mundo a guerras genocidas y se sigue imponiendo por todas partes adornando su miserable y despótica naturaleza con las banderas de la racionalidad, el humanismo y la democracia.
Por Rodrigo E. Barros
Arquitecto
NOTAS
- Hacia 1860 todavía era muy raro para la mayor parte de la población, en su mayoría rural, utilizar dinero en su vida cotidiana. Sin embargo, el proceso de adopción que en otros continentes tomó varias décadas o incluso siglos, en Japón logró, no sin conflictos y resistencias, imponerse con particular rapidez. ↩︎
- Hay una serie de películas que retratan este periodo, la más conocida es una de Shohei Imammura de 1981 titulada justamente Eejanaika, que, pese a ser poco precisa en términos históricos generales, se dice que logra capturar la atmósfera de la época. Otra es Red Lion, de Toshirō Mifune, estrenada en 1969, casi exactamente 100 años después y en medio de las revueltas que se retratan en Barricadas a go-go. ↩︎
- El uso del adjetivo «estricto» aquí refiere a que la dieta estaba basada en premisas culturales, éticas y religiosas, no a lo que en nuestros días se entiende por «vegetarianismo» (concepto que hoy no incluye ningún ser del reino animal), ya que los japoneses hasta entonces consumían pescados y mariscos, pero nunca animales terrestres. ↩︎
- Ver El elogio de las sombras, de Junichiro Tanizaki. ↩︎
- Ver Budismo Zen y Psicoanálisis, D.T. Suzuki y Erich Fromm. ↩︎
Texto publicado originalmente el 27 de abril 2024 en Carcaj.
El tercer lanzamiento de esta nueva versión se realizará el viernes 17 de mayo a las 17 horas en la sala de conferencias del Departamento de Filosofía de la Universidad Metropolitana de Ciencias de la Educación (Av. José Pedro Alessandri #774, Santiago de Chile). Expondrán el autor del libro y Marisol García (Periodista musical y editora de Ciper).
Más información en Lucha de clases en Japón.
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