Por Natalia Figueroa
“‘Derecho al tiempo’, me escucho susurrar en cada línea, y recuerdo que hay colibríes que pueden demorar unos dos meses en sus migraciones, volando entre catorce y más de veinte horas diarias, con pausas de hasta tres semanas para recobrar energías”.
Hablar sobre una herida puede tardar décadas, especialmente si fue provocada por abuso sexual. El ensayo «Derecho al tiempo: trauma y ética del cuidado» (Penguin Random House), de la psicóloga Vinka Jackson, nos invita a reflexionar sobre los cuidados y el tiempo necesario para sanar el trauma.
Jackson fue una de las impulsoras de la ley que declaró la imprescriptibilidad de los delitos sexuales contra niños y adolescentes, promulgada en 2019. Desde mucho antes había instalado una pregunta crucial que nos hace reflexionar en este ensayo: “¿Cuánto puede demorar una niña o un niño en dar con las palabras que traduzcan una herida muy profunda de su ser?”.
Leer que todos tenemos tiempos distintos para el dolor da calma porque nos recuerda que tenemos el derecho a sentirlo, reconocerlo, sanar y reparar. La secuencia que va desde reconocer hasta sanar la herida, con todos los tramos que conlleva, es todo menos lineal. Los procesos están llenos de dudas, silencios, desvíos y la necesidad de reafirmarse con otros ante dolores compartidos.
“La maduración del cerebro necesita veinticinco años: solo entonces se puede hablar de tránsito pleno a la adultez. ¿Qué quiero decir con ello? Somos una especie ligada al tiempo, como ninguna otra, en nuestro desarrollo evolutivo y en nuestras memorias e historias: los mapas de posibles futuros, la escritura de biografías, los aniversarios de nacimientos y muertes, los recuerdos de cada etapa a atesorar o compadecer”.
Cuidar nuestro tiempo es cuidar el tiempo para nuestras emociones y las de otros, tanto frente a traumas personales como los de un país. Esto nos lleva a comprender la necesidad de construir espacios de confianza, tanto institucionales como no, donde estas palabras encuentren un lugar para ser pronunciadas.
Para Jackson la reparación es “una noción inseparable de la vida colectiva, de la convivencia en democracia, significa una transformación social mucho más profunda en torno al cuidado”. Nos dice que necesariamente la reparación y los cuidados son procesos que involucran a la sociedad en su conjunto. Es cuidar la herida colectiva.
Fragilidad
“Siendo niña, El diario de Anne Frank fue refugio, inspiración, pilar de resiliencia y amor por la vida, y una fuente de angustia de la cual no puedo renegar. Conocer, en voz de una niña como yo, los alcances del odio, implacable hasta con los recién nacidos, creo que fue determinante de inclinaciones —de atención, de protección, de negativas a la venganza— que me han acompañado desde entonces, junto al desvelo de mi alma que no deja de preguntarse cómo los seres humanos no dejan de lastimarse y destruirse con tanta alevosía”.
La frase anterior de Jackson desnuda el horror provocado en guerras y masacres. Son dolores acumulados en las generaciones de la sociedad de un país que avanza con el peso de tanta angustia no resuelta. Expone una fractura. En el caso de Chile, han pasado décadas para conseguir políticas reparatorias, a las que familiares de las víctimas de violencia de Estado han entregado su vida, por la dignidad y memoria de los suyos.
Este libro es un espejo: nos obliga a mirarnos mientras avanzamos en sus capítulos. Pensar que provocar dolor en otro y recibirlo es algo tan cercano, tan cotidiano, nos hace vulnerables, frágiles.
También nos lleva a comprender que los cuidados para la prevención del abuso no se limitan solo a una etapa de la vida, sino que son un cuidado permanente de otros y una medida esencial para evitar cualquier tipo de violencia. El cuidado nos sostiene.
La frase del escritor argentino Ernesto Sábato que Jackson cita en su libro es más elocuente que cualquier otra explicación: “Si hemos llegado a la edad que tenemos es porque otros nos han ido salvando la vida, incesantemente”.
Por Natalia Figueroa
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