El Imperio Contraataca

                          Si hay algo que emociona y atrae a los espectadores de La Guerra de las Galaxias es su enorme y variada simbología, que se despliega a cada minuto y en cada episodio

El Imperio Contraataca

Autor: Director

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Si hay algo que emociona y atrae a los espectadores de La Guerra de las Galaxias es su enorme y variada simbología, que se despliega a cada minuto y en cada episodio. Así como los muchos guiños que se hacen de películas de siempre, desde los clásicos de vaqueros hasta las de batallas aéreas en las dos guerras globales, como a las japonesas desde la época de los samuráis hasta las más contemporáneas, incluyendo las de animé.

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También en sus episodios es posible encontrar todo un sinfín de simbología religiosa y terrenal comenzando por sus protagonistas: Luke (del latín Lux, luz); Yoda (Yod, primera letra del tetragrama), sugiere la presencia de lo divino; Jedy (de Jet, el pacto con la vida) o Jedidí, nombre del rey Salomón; los malignos Sith (de Seth, uno de los dioses egipcios de la oscuridad); Obi wan Kenobi, para algunos Ben Kenobi, hijo de los cenobitas o monjes, ascetas o anacoreta fruto de la renunciación. También podría a ludir a los errantes Beni-Jacob o a los antiguos Nabís. El villano Lord Darth Vader, que bien podría ser Lord Dark Father, el padre de la obscuridad. O uno de los héroes, Han Solo; Han es un nombre habitual en Alemania, como Juan, pero también existió allí una liga importante de gremios comerciantes llamada la Liga Hanseática. Han Solo es un comerciante bribón de mala fama y a veces es reconocido como un traficante en distintos lugares del universo. Y así, suma y sigue. Los Jedis son principalmente una cofradía de sabios y guerreros poderosos, como los Caballeros de la Mesa Redonda o como los antiguos Templarios. Pero también tienen un aspecto de congregación confesional como los frailes capuchinos o los jesuitas. Pues en la mayoría de los casos son varones desprendidos y solteros, sin ataduras al amor ni a los bienes, sobrios en el vivir y prudentes las más de las veces. Siempre van y ven más allá, como los inspirados fundadores de la orden jesuita. Cultivan el “magis”, pero conservan la habilidad guerrera de los samuráis, la sobria fuerza y la disciplina perseverante de los monjes de Kung Fu-Tsé y Lao-Tsé, o la paciencia y la compasión de un Lama.

Pero hay otra simbología que atraviesa la historia, siempre presente, más allá del bien o del mal, que también es la historia del hombre. Y quizá sea una de las causas por la cual es recogida la cinta en tantas culturas, tiempos y épocas diversas como alegoría representativa. Y es la historia del socavamiento de las instituciones, la transformación de un mundo en otro, a través de las siempre presentes pasiones humanas. La traición, la perdida, lo incierto del futuro, la corrupción que va paulatinamente permeando todo, suavemente desde abajo y desde arriba; cómo la República va cayendo poco a poco en manos del autoritarismo, del abuso y los órganos de control, que una vez se irguieron indemnes, comienzan a desmoronarse, como el germen de la desidia y la molicie carcomen la viga maestra, los soportes y las decisiones importantes son dejadas a “otros”, porque en general no son sustanciales para el individuo; aunque el colectivo pierde cada vez más derechos y las instituciones fundamentales de la República son despojadas de todo quehacer de salvaguardas, mientras son encomendadas a un gran líder, capaz de pensar y obrar por nosotros.

Fácilmente podría ser la historia de Roma, cuando Julio César cruza el Rubicón, junto a sus legiones y se instaura como “Imperator”; o la historia de Rusia, durante la revolución bolchevique de octubre. Las aspiraciones de Lenín, entonces, era erigir una sociedad más justa y combatir el imperio ruso de los Zares, ya que de una u otra manera atribuía a ellos dos enfermedades endémicas que afectaban a la atribulada población: el hambre y la pobreza. Luego de la revolución de octubre, Lenín gobernó 5 años aproximadamente, sin contar largos periodos de enfermedad y agonía. Su sucesor José Stalin: 30 años. Varios lustros en que se cometieron todo tipo de arbitrariedades. Donde no faltaron purgas políticas, crímenes por miríadas y prisioneros relegados a las zonas más inhóspitas del planeta, en nombre de la Republicas Socialistas.

Otro caso es el de Alemania. En 1930 el partido nazi era no más que un puñado de fanáticos nacionalistas, la mayoría jóvenes sin mayor formación académica ni oficio destacable. Pero pregonaban, primero celosa y cautamente, después con una retórica convincente y pública, liberar a Alemania de las zarpas del Tratado de Versalles (1919), que además de la rendición humillante en la primera gran guerra, estipulaba como pena y culpa la entrega de territorios, pagar con creces los costos económicos de la guerra –con intereses draconianos- a los demás países involucrados (Francia, Inglaterra, Rusia, EE.UU), el desarme total, la prohibición de instalar fábricas de armamentos, y la reducción casi íntegra de su ejército. Alemania quedaba sin otra salida que la resignación a las clausulas impuestas y a las muchas secuelas de la miseria popular. Uno de los actores importantes de este tratado de paz fue la casa JP Morgan como financista de la guerra. Y ahora como banco emisor de los bonos y receptor de los pagos. Solo en un par de años, en 1933, Hitler ya era Canciller de Alemania. Años después invade Polonia. Y en 1945 eran incontables los millones de muertos y heridos en Europa, en la Unión Soviética y Estados Unidos. Más el holocausto del pueblo judío. ¿Qué falló entonces? ¿Por qué la sociedad de la época no vio aquella amenaza fantasma? ¿Por qué el pueblo alemán siguió adelante? ¿Por qué el ejército alemán obedeció ciegamente todas las órdenes? Hitler y muchos de los jerarcas nazis, nunca fueron oficiales de ejército ni ostentaban una formación militar seria o acabada, antes que Hitler llegara a la Cancillería nunca tuvieron a su cargo un equipo militar, un batallón o una compañía, y su mejor experiencia en algunos casos, no pasaba de haber participado en la guerra de trincheras en la primera Guerra. Igual cosa sucedió en Italia con el fascismo de Benito Mussolini, y algo parecido en España con Franco, durante la Guerra Civil Española. Y también en China en la época de Mao. Se calcula que fueron entre 10 y 70 millones de muertos los resultados de políticas directas o indirectas aplicadas durante su régimen, hasta su muerte en 1976. Fue en ese periodo en que China invadió el Tibet y el Dalai Lama (junto a sus monjes y adeptos cenobitas) tuvo que partir al exilio.

Latinoamérica en su conjunto sucumbió por décadas a las dictaduras y a las tiranías de corruptos gobernantes apoyados por el imperio del norte. Y no sólo a la dictadura política o militar. También a la dictadura del hambre y la miseria, de la indiferencia, la permisividad y el consumismo. Bajo ciertas premisas felices que, entre otras cosas, nos conducirían, por supuesto, al éxito.

Chile tampoco es ningún modelo. De nada y para nadie. Quien conozca un poco nuestra historia y su propio desarrollo político, cívico y militar, dará cuenta que todavía hoy tratamos de evitar los temas, mirar para el lado y dejar hacer, el “Laissez Faire”. Y a solo unas cuadras atrás de distancia todavía nos acompañan sombras de una sórdida dictadura que sólo no vislumbra aquel que no quiere ver. Porque aún hoy somos conejillos de indias de Milton Friedman, resabios en eclosión de la incubadora creada en Chicago. La Universidad de Chicago fue creada por la fundación J. Rockefeller. Allí también fue creada la bomba atómica, para convencer a cualquier nación renegada. Como ningún país adoptamos el modelo económico de ultra ganacias corporativas, el modelo neoliberal de Chicago, el cual extinguía cualquier control estatal o parlamentario, ahogaba sindicatos, eliminaba todo tipo de impuestos, y se dejaba campo abierto para el surgimiento de monopolios; gracias a nuestros “Chicago boys” y los héroes de Chacarillas (por cierto bien recompensados) se instauró la deidad de la empresa privada y la incubadora de los clones, el afán imitativo del loro y del papagallo que solo repiten, hasta el cansancio, sin saber la verdad o mentira de lo que dicen. La política del gorila (el consumismo en serie y replicado por los tecno-clones) hasta hoy nos hace esclavos del crecimiento y producir, paradojalmente, al mismo tiempo, cada vez más y más pobres. Basta ver la brecha de la desigualdad y cuanto más se ha incrementado en el tiempo.

Quien conozca o se asome a la historia de los grandes industriales norteamericanos descubrirá no solo una batalla cruel y despiadada por el poder económico, por dar cobertura a sus cuotas de mercado y la sed inagotable de triunfo en los negocios, dentro de su territorio. Ejemplos fidedignos y paradigmas son Rockefeller, JP Morgan; Carnegie, Vandervilt, Ford, Westinghouse y otros. Pues, ese mismo sanguinario campo de batalla al paso de unos cuantos años les quedó estrecho. Desde entonces surge la implacable necesidad de arribar a otras tierras, financiar guerras, ocupar países, liberar a otros pueblos de algún enemigo del bien –con su industria y sus negocios, claro-, de allí la formidable idea ampliamente diseminada de firmar tratados de libre comercio y acuerdos comerciales con un gigante. Ciertamente, esto no es para inundar el mercado de nuestra amiga potencia ni su capital multitudinaria con dulces de la Ligua o colocar tomates de Malloa, directamente en el corazón del imperio.

Salvo que haya un compromiso y dejemos cada peso de nuestra riqueza, de nuestro cobre y de nuestros recursos naturales en sus arcas financieras y en las bóvedas de sus bancos. Los mismos bancos que agobian a países enteros y ahorcan del cuello al mundo. Incluidos nosotros mismos. Los mismos bancos que financiaron todas las grandes guerras, las dictaduras y los desastres de las crisis económicas de la historia y de la humanidad son quienes hoy nos venden la tierra prometida, la Reserva Federal, el Banco Mundial, el Fondo Monetario Internacional y el Banco de Pagos Internacionales (BPI) como la gran panacea. Sin duda son derroteros misteriosos.

Eso hasta que la esperanza y la confianza en nosotros mismos nos logre hacer comprender que en verdad este mundo se mueve como una criatura nueva, con una fe y una voluntad puesta en la vida misma se apresta a caminar por sí misma, valientemente, con la convicción que otro tipo de sociedad y un mejor horizonte también es posible… ¡Qué la fuerza nos acompañe!

Por Emanuel Garrison

El Ciudadano

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