Por Herbert Marcuse
Epílogo a El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte de Karl Marx [1]
El análisis de Marx acerca de cómo la revolución de 1848 se convirtió en el gobierno autoritario de Luis Bonaparte, anticipa la dinámica de la sociedad burguesa tardía: la liquidación de la fase liberal de esta sociedad sobre la base de su propia estructura. La república parlamentaria se transforma en un aparato político-militar, a cuyo frente un líder “carismático” de la burguesía asume las decisiones que esta clase ya no puede elaborar y ejecutar por su propio poder. El movimiento socialista también sucumbe en este período: el proletariado sale (¿por cuánto tiempo?) del escenario. Todo esto es cosa del siglo XX, pero del XX desde la perspectiva del siglo XIX, en la que aún se desconoce el horror de los períodos fascista y postfascista. Este horror requiere una corrección de las frases introductorias de El dieciocho Brumario: los “hechos y personajes de la historia universal” que ocurren “por así decirlo, dos veces”, ya no ocurren la segunda vez como “farsa” [2]. O más bien, la farsa es más terrible que la tragedia a la que sigue.
La república parlamentaria se descompone en una situación en la que la burguesía sólo dispone de una elección: «Despotismo o anarquía. Naturalmente votó a favor del despotismo» [3]. Marx relata la anécdota del Concilio de Constanza, según la cual el cardenal Pierre d’Ailly llamó a los defensores de la reforma de las costumbres: «Sólo el diablo en persona puede salvar ya a la iglesia católica, y vosotros pedís ángeles» [4]. En la actualidad, la demanda de ángeles ya no es el orden del día. Pero ¿cómo surge la situación en la que sólo el gobierno autoritario, el ejército, el vaciamiento y la traición de las promesas e instituciones liberales pueden salvar a la sociedad burguesa? Tratemos brevemente de resumir el tema general que Marx hace visible en todas partes a través de acontecimientos históricos particulares.
«La burguesía comprendía con acierto que todas las armas que había forjado contra el feudalismo se volvían contra ella misma; que todos los recursos educativos que había producido se rebelaban contra su propia civilización; que todos los dioses que había creado le habían abandonado. Entendía que el conjunto de lo que se conocía como libertades y órganos de progreso civiles atacaban y amenazaban su dominación de clase en la base social y en la cúspide política al mismo tiempo; que, por tanto, se habían convertido en ‘socialistas’» [5].
Esta inversión es una manifestación del conflicto entre la forma política y el contenido social del gobierno de la burguesía. La forma política del gobierno es la república parlamentaria, pero en los países “con una estructura de clase desarrollada” y modernas condiciones de producción, la república parlamentaria es sólo «la forma revolucionaria […] de la sociedad burguesa y no su forma conservadora» [6]. Los derechos de libertad e igualdad conquistados contra el feudalismo y que han sido definidos e instituidos en los debates parlamentarios, compromisos y decisiones, ya no pueden ser contenidos en el marco del parlamento y los límites impuestos por él: se generalizan a través de luchas de clase extraparlamentarias y conflictos de clases. La propia discusión parlamentaria, en su forma racional-liberal (que se ha convertido en historia pasada en el siglo XX) transformó cada interés, cada institución social en “ideas generales”. El interés particular de la burguesía llegó al poder como el interés general de la sociedad. Pero una vez que se convierte en oficial, la ideología presiona hacia su propia realización. Los debates en el Parlamento continúan en la prensa, en los bares y “salones”, en la “opinión pública”.
«El régimen parlamentario deja todo a la decisión de las mayorías; ¿cómo no quisieran decidir las grandes mayorías fuera del parlamento? Si vosotros, en la cima del Estado, tocáis el violín ¿qué otra cosa cabe esperar, sino que los que están abajo deseen bailar?»[7].
Y “los que están abajo”, son el enemigo de clase o son los no privilegiados de la clase burguesa. La libertad y la igualdad aquí significan algo muy diferente, algo que amenaza la autoridad constituida. La generalización, la realización de la libertad, que ya no es en pos del interés de la burguesía, es “socialismo”. ¿Dónde está el origen de esta dinámica fatal para el orden burgués, dónde puede ser fijado? El fantasma amenazador del enemigo parece estar en el propio bando, en todas partes. La clase dominante se moviliza, no sólo para la liquidación del movimiento socialista, sino también de sus propias instituciones, que han caído en contradicción con el interés de la propiedad y de los negocios: los derechos civiles, la libertad de prensa, la libertad de reunión y el sufragio universal son sacrificados a este interés, para que la burguesía pudiese «entregarse entonces, confiadamente, bajo la protección de un gobierno fuerte y absoluto, a sus negocios privados. Entonces declaró sin ambigüedades que anhelaba librarse de su dominación política, para librarse de las fatigas y los peligros de la dominación» [8]. El Ejecutivo se convierte [en su carácter político] en un poder independiente.
Pero como todo poder, necesita legitimidad. Con su secularización de la libertad y la igualdad, la democracia burguesa pone en peligro el carácter abstracto y trascendente de la ideología “interior” y, por lo tanto, el consuelo en la diferencia esencial entre ideología y realidad. En su ascenso la burguesía movilizó a las masas; desde entonces las ha traicionado y suprimido reiteradamente. La sociedad capitalista en evolución debe contar cada vez más con las masas, encajarlas en alguna condición de normalidad económica y política, enseñarles a calcular e incluso (en un grado limitado) a gobernar. El Estado autoritario requiere una base de masas democrática; el líder debe ser, y es elegido por el Pueblo. El sufragio universal, que es negado de facto y luego de jure por la burguesía, se convierte en el arma del ejecutivo autoritario contra los grupos recalcitrantes de la burguesía. En El dieciocho Brumario, Marx da el modelo de análisis de la dictadura plebiscitaria. En aquella época fueron las masas de pequeños campesinos quienes ayudaron a Louis Napoleón para hacerse del poder. Su papel histórico en el presente se proyecta en el análisis de Marx. La dictadura bonapartista no puede abolir la miseria del campesinado; este último encuentra a su «aliado y jefe natural en el proletariado urbano, cuya misión es subvertir el orden burgués» [9]. Y viceversa: en los campesinos desesperados, «la revolución proletaria obtiene el coro sin el cual su canto de solista se convierte en salmo mortuorio en todas las naciones campesinas» [10].
La obligación de la dialéctica marxista con la realidad comprendida prohíbe la obligación dogmática: quizás en ningún lugar el contraste de la teoría marxista con la ideología marxista contemporánea es mayor que en la percepción de la “abdicación” del proletariado en “uno de los años más brillantes de prosperidad industrial y comercial” [11]. La abolición del sufragio universal excluía al trabajador de “toda participación en el poder político” [12]. En la medida en que:
«Al dejarse guiar frente a semejante acontecimiento por los demócratas y poder olvidar el interés revolucionario de su clase ante un bienestar momentáneo, renunciaron al honor de ser una fuerza conquistadora, se sometieron a su destino, demostraron que la derrota de junio de 1848 les había incapacitado para luchar durante años y que, de momento, el proceso histórico tenía que pasar de nuevo por encima de sus cabezas» [13].
Ya en 1850 Marx se había vuelto en contra de la minoría del Comité Central de Londres, que puso una interpretación dogmática en “el lugar de una visión crítica”, y una idealista en lugar de una materialista:
«Mientras que nosotros decimos a los obreros: tenéis que pasar por quince, veinte, cincuenta años de guerras civiles y luchas de pueblos, y no sólo para cambiar las circunstancias, sino para cambiaros a vosotros mismos, capacitándoos para el Poder, vosotros les decís todo lo contrario: ‘Es necesario que conquistemos inmediatamente el Poder’» [14].
La conciencia de la derrota, incluso de la desesperación, pertenecen a la verdad de la teoría y de su esperanza. Esta fracturación del pensamiento, frente a una realidad fracturada, signo de su autenticidad, determina el estilo de El dieciocho Brumario: contra la voluntad de quien lo escribió, se ha convertido en una gran obra literaria. El lenguaje capta la realidad de tal manera que el horror del acontecimiento es evitado por la ironía. Frente a ella no hay frases, ni clichés, ni siquiera los del socialismo. En la medida en que los seres humanos venden y traicionan la idea de la humanidad, aplastan o encarcelan a los que luchan por ella, la idea como tal ya no puede expresarse; el desprecio y la sátira es la verdadera apariencia de su realidad. Su forma aparece tanto en la “sinagoga socialista”, que el régimen construye en el Palacio de Luxemburgo, como en la masacre de los días de junio. Ante la mezcla de estupidez, codicia, bajeza y brutalidad de la que se compone la política, el lenguaje prohíbe seriedad. Lo que sucede es cómico: cada partido se apoya en los hombros del siguiente, hasta que éste los deja caer y se apoya a su vez en el siguiente. Así va de izquierda a derecha, del partido proletario al partido del orden.
«Éste encoge sus hombros, voltea a los republicanos burgueses y se arroja, a su vez, a los hombros del poder armado. Todavía cree estar sobre los hombros de éste cuando una hermosa mañana se da cuenta de que los hombros se han convertido en bayonetas. Cada partido da coces por detrás al que empuja hacia adelante, y se apoya, por delante, en el que empuja hacia atrás. No es de extrañar que pierda el equilibrio en esta ridícula postura y, después de contraer inevitables muecas, se caiga haciendo insólitas cabriolas» [15].
Eso es cómico, pero la comedia misma ya es la tragedia, en la que todo se juega y se sacrifica. La totalidad sigue siendo el siglo XIX: el pasado liberal y pre-liberal. La figura del tercer Napoleón, todavía ridícula para Marx, ha cedido desde hace mucho tiempo a otros políticos más horribles: las luchas de clases se han metamorfoseado y la clase dominante ha aprendido a gobernar. El sistema democrático de partidos ha sido abolido o reducido a la unanimidad que es necesaria para que las instituciones establecidas de la sociedad no se pongan en peligro. Y el proletariado ha entrado en la generalidad de las masas trabajadoras de los principales países industrializados que llevan y preservan el aparato de producción y de dominación. Este aparato fuerza a la sociedad en su conjunto a una totalidad administrada que moviliza a los seres humanos y los países, en todas sus dimensiones, contra el enemigo. Sólo bajo una administración total, que puede en cualquier momento transformar el poder de la tecnología en el poder de los militares, la mayor productividad en la destrucción final, esta sociedad puede reproducirse a escala ampliada, pues su enemigo no sólo está fuera, sino también dentro, como su propia potencialidad: la pacificación de la lucha por la existencia, la abolición del trabajo alienado. Marx no previó con qué rapidez y qué tan cerca el capitalismo se acercaría a esta potencialidad, y cómo las fuerzas que se supone que debían explotar se convertirían en instrumentos de su dominación.
En esta etapa, la contradicción entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción se ha vuelto tan amplia y tan obvia, que ya no puede ser dominada racionalmente ni eliminada. Ningún velo tecnológico, ni ideológico lo puede ocultar. Sólo puede aparecer ahora como contradicción desnuda; cómo la razón que se convirtió en sinrazón. Sólo una falsa conciencia, que se ha vuelto indiferente a la distinción entre lo verdadero y lo falso, puede soportarlo. Encuentra su expresión auténtica en el lenguaje orwelliano (que Orwell proyectó de manera demasiado optimista en 1984). Se habla de esclavitud como libertad, intervención armada como autodeterminación, tortura y bombas incendiarias como “técnicas convencionales”, objeto como sujeto. En este lenguaje se funden la política y la publicidad, los negocios y el amor a la humanidad, la información y la propaganda, lo bueno y lo malo, la moralidad y su eliminación. ¿En qué contra-lenguaje se puede articular la Razón? Lo que se juega ya no es sátira, y la ironía, a través de la severidad del horror, se convierte en cinismo. El dieciocho Brumario comienza con el recuerdo de Hegel: el análisis de Marx todavía estaba en deuda con la “Razón en la Historia”. De esta última y de sus manifestaciones existenciales, la crítica sacó su poder.
Pero la razón con la que Marx estaba en deuda tampoco estaba, en su día, “allí”: sólo apareció en su negatividad y en las luchas de los que se rebelaban contra lo existente, que protestaban y eran golpeados. Con ellos, el pensamiento de Marx ha mantenido la fe frente a la derrota y contra la razón dominante. De la misma manera Marx conservó la esperanza para los desesperados después de la derrota de la Comuna de París de 1871. Si hoy la sinrazón se ha convertido en Razón, es tan sólo como Razón de la dominación. Así sigue siendo la Razón de la explotación y la represión, incluso cuando los gobernados cooperan con ella. Aunque en todas partes hay todavía quienes protestan, que se rebelan, que luchan. Incluso en la sociedad de la abundancia están: los jóvenes, los que aún no han olvidado cómo ver, oír y pensar, que aún no han abdicado; y aquellos que todavía están siendo víctimas de la abundancia y que están aprendiendo dolorosamente a ver, oír y pensar. Para ellos fue escrito El dieciocho Brumario, por eso no es obsoleto.
Por Herbert Marcuse
NOTAS
- “The Epilogue to Karl Marx, Der 18. Brumaire des Louis Bonaparte”. Frankfurt: Insel, 1965, pp. 143-150, fue publicado en una traducción inglesa de Arthur Mitzman como “Epilogue to the New German Edition of Marx’s 18th Brumaire of Louis Napoleon” Radical America, p. 559. ↩︎
- Karl Marx. El dieciocho Brumario de Luis Bonaparte. Madrid: Alianza Editorial, 2009, p. 31. ↩︎
- Ibid, p. 170. ↩︎
- Ibid, p. 171. ↩︎
- Ibid, pp. 91-92. ↩︎
- Ibid., pp. 45-46. ↩︎
- Ibid., p. 93. ↩︎
- Ibid., p. 139. ↩︎
- Ibid., p. 166. ↩︎
- Ibid., p. 170. ↩︎
- Ibid, p. 98. ↩︎
- Ibid. ↩︎
- Ibid. ↩︎
- Karl Marx y Friedrich Engels, Biografía del Manifiesto Comunista. México: Editorial México, 1949, p. 481. ↩︎
- Karl Marx. Op. Cit., 2009, p. 66. ↩︎
Fuente texto: El Sudamericano
Fuente fotografía
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