No es un debate nuevo. Está muy lejos de serlo. Pervive desde que el ser humano tomó conciencia de lo que le diferenciaba de entre los pares de su especie. Y también de lo que le asemejaba. Desde que percibió que había unos-otros con los cuales podía aliarse, pero también otros-otros de los cuales se debía distanciar.
Nociones como “la unión hace la fuerza” y “más vale solo que mal acompañado” son dos caras de uno de los aspectos consustanciales a la acción social y política, la que se ejerce cuando decidimos botar las piedra y ensayar eso de convencer a otros para caminar juntos en pos de objetivos comunes. De lograr mayorías que, en un extremo, permitan realizar cambios o, en el otro, mantener el statu quo.
Simple suena la empresa. “Con la fuerza de mis argumentos, seduciré a todo el mundo”. Sin embargo aquello solo sería viable en un sistema idílico no condicionado a variables intervinientes y muy reales como el dinero, las capacidades físicas, las redes sociales (las de verdad), e incluso la hegemonía discursiva y mediática. En el fondo, en un lugar imposible. Ante tal concreta constatación, se precisa abocarnos a administrar la realidad que nos toca vivir.
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Entender, comprender más bien, tal complejidad es lo que permite avanzar hacia aquellos horizontes lejanos (y sembrados de trabas) en que se convierten los ideales de la mente y las sensaciones del alma que a cada cual impulsan en una u otra dirección. Porque aunque nos intenten convencer que son clichés, los ideales existen.
Y helo aquí, condicionado a tales eternas variables, el debate sobre la necesidad de transformar Chile, sacudiéndole de aquellos principios instalados bajo el paradigma del neoliberalismo: individualismo extremo (suponiendo que en la medida que cada individuo logre beneficios individuales se beneficia toda la sociedad) y régimen de propiedad privada para todo lo que existe (nociones como bienes comunes y derechos sociales no encajan en este modelo). Claro, también nos hablan de la libertad, pero para el caso chileno esta solo regiría para el bolsillo (y ni tanto, en un mercado como el nuestro de corte concentrado y con carencias de información pertinente) y no para los espacios culturales y valóricos.
Hoy el foco está instalado en una nueva Constitución, en nuevo pacto político social. Para muchos, uno cuyo origen nos sea cualquiera sino a través de un proceso participativo y democrático, características que por el sistema electoral actual, el régimen de quórum que permite a una minoría vetar la aspiración de la mayoría y el oscuro sistema político, el Congreso no asegura. Nos encantaría que sí. Pero la realidad es otra.
Porque el mecanismo sí es importante, a pesar de quienes consideran lo contrario. Que creen que solo es un artefacto para lograr el fin último, el documento constituyente. Similar principio enarbolan los que desprecian un plebiscito institucional inicial que nos permita a los ciudadanos y ciudadanas de Chile expresar si queremos mantener la actual Constitución o si deseamos cambiarla por una formulada mediante una Asamblea Constituyente u otra vía distinta.
La diferencia no es de forma. Es consustancial a lo que entendemos por democracia. Porque, ¿no versa esta, en el fondo, sobre cómo se toman las decisiones, no es en concreto una serie de procedimientos para legitimar los más relevantes pasos del caminar juntos en sociedad? La democracia trata, en concreto, sobre la permanente discusión sobre la distribución del poder. Confiando, cuales rousseaus perpetuos, que en cuanto colectivo optaremos por lo correcto. Pero esa discusión es otra columna.
La AC es un símbolo de más democracia, pero a la vez, al avanzar su factibilidad a contrapelo del sentir hegemónico, es un ejercicio que no se acaba en el cambio de las reglas del juego, de si elegimos o no un camino de este tipo.
Interpela también todo ese espectro no regulado que es el tapiz donde se acumulan fuerzas para impulsar un nuevo rayado de cancha. Correlación de fuerzas, construcción de mayorías, convergencia sobre objetivos comunes son diversos nombres para un mismo objetivo: articular, democráticamente, a todos quienes piensan similar en este aspecto. Lograr los cambios que tanto individual como colectivamente anhelan.
Si tan de acuerdo estamos muchos en que queremos cambiar la Constitución y que esta sea mediante una AC como paradigma de vía democrática y participativa ¿por qué no lo hacemos de una buena vez?
No es tan simple responder que es exclusivamente por el vigente entramado institucional. Tampoco porque el propio sistema neoliberal se ha reproducido en muchos ciudadanos con sus dos principios: individualismo (son muchos quienes no creen en el hacer colectivo) y propiedad privada (son muchos quienes piensan que como la democracia no se come es irrelevante).
Hay un tercer elemento. Es la dificultad para converger entre quienes tenemos objetivos comunes y la convicción de que es necesario sumar fuerzas para traspasar esas dos trabas exógenas. Y comprender que existen distintos caminos para llegar al mismo objetivo, que en este caso no es exclusivamente una nueva Constitución, sino un derrotero incluyente y democrático para construirla. En el fondo, un proceso constituyente de verdad, que no se inicia ni termina en la Asamblea Constituyente.
De no entenderse así, ante una futura eventual convocatoria la maquinaria individualista y propietarista caerá pesadamente sobre su conformación, replicando en sus decisiones el modelo que campea en la hora presente.
Afortunadamente múltiples colectivos en Chile y el mundo se han abocado a la trabajosa tarea de ejecutar el proceso constituyente que implica socializar, discutir, deliberar sobre democracia, territorio, futuro común, en el fondo, del nuevo pacto político social, donde procedimientos y fines son parte de un todo.
Claro que se escucha tremendo. Y por cierto que lo es. Pero nadie dijo que transformar Chile fuera una tarea fácil.
Por Patricio Segura
El Ciudadano