El geógrafo Marcelo Lagos, hoy dueño de pantalla de TVN, me cae simpático, sobre todo con su nuevo look televisivo: una especie de barbón negligé, sumado al consabido “Gorro de Lana” de la canción chilota, y que ubicado en el muelle Prat de Iquique llega a confundirse con los pescadores. Uso el nombre de este geógrafo como un arquetipo de la serie de personajes de las distintas regiones de la ciencia relacionadas con los maremotos y terremotos, que hoy, ante la ansiedad del pueblo, copan la televisión chilena, pretendiendo dar a entender de manera científica los fenómenos naturales que tienen ahora a nuestros compatriotas del norte “al borde de un ataque de nervios”.
En los tiempos de la radio, a partir de la medianoche se trasmitían programas de terror, uno de ellos se titulaba “apague la luz y escuche”, contenido que le ponía los pelos de punta a los pobres mortales. Anoche, se me ocurrió prender la televisión y, de repente, apareció el rostro de Marcelo Lagos ocupando la totalidad de la pantalla describiendo, con detalles, “la medida exacta de las fuerzas cruzadas” por el sismo de 8,2 grados Richter, con sucesivas réplicas – una de ellas, de 7,6 grados Richter, ya cuando había podido vencer mi aterrado insomnio -; me atrevo a dar estos detalles porque estoy convencido de que en cada chileno hay un especialista en geología, geografía, sismología, oceanografía, es decir, de todas las ramas del saber relacionadas con el tema que nos preocupa a todos los chilenos, especialmente a los nortinos.
Estos científicos se han convertido en verdaderos filósofos de la vida: a mi modo de ver, no tienen nada que ver con el racionalismo o empirismo, origen de la ciencia moderna y, por mucho que usen los números, iconografías, gráficos, esquemas para argumentar sus hipótesis, finalmente, llegan a conclusiones muy propias de la ética de la época helenística. Veamos: de las predicciones terroríficas, difundidas por los sabios chilenos y norteamericanos – dedicados al tema – se saca en limpio que en los últimos sismos de magnitud considerable, aún no se ha completado la ruptura de, al menos, cuatrocientos kilómetros – con el terremoto del lunes, sólo llevamos cerca de doscientos -, en consecuencia, es muy probable, según los expertos, que vendrá un sismo y maremoto más intenso y de consecuencias impredecibles.
El solo escuchar y ver a diario a tan doctos personajes, terminan provocando un shock de terror, ansiedad y espanto mil veces mayor que los radio-teatros de épocas pasadas, con sus fantasmagóricos programas.
Decir que la muerte, de seguro, va a llegar, es un tema de alto calado filosófico y muy peliagudo: Unamuno decía “no me da la gana de morirme”, sin embargo, su hora le llegó de manera inexorable; un de los famosos filósofos de la época helenística, decía “el sentido de ética es buscar el placer y evitar el dolor” y, consecuente con esta sentencia se retiró, junto a otros compañeros, al “jardín”, convirtiéndose en uno de los precursores de la negación de la “polis” y, consecuentemente, de de los asuntos políticos – podríamos decir se hermana con los críticos abstencionistas de la política actual -, pues para “buscar el placer y huir del dolor es necesario no temer a los dioses y, sobre todo, a la muerte, que no es más que la insensibilidad total”. Para este pensador resulta absurdo preocuparse por la muerte que ha de venir, como consecuencia del fin de la vida. No me parece mal el consejo de Epicuro ante la angustia provocada por tanto “vaticinio” de la catástrofe por venir que, como el ladrón bíblico, “no sabemos ni el día ni la hora.
Como lo mencionaba en un artículo anterior, somos víctimas de la falta de criterio de don Pedro de Valdivia, que al desoír los consejos de Diego de Almagro, se le ocurrió fundar ciudades en una tierra en perpetuo movimiento.
Por mi parte, me niego a seguir viendo a estos geniales científicos, predictores de futuros terremotos, que están firmados sin día ni hora de ocurrencia. Así, en este plano, prefiero quedarme en la santa ignorancia, o en la idea bíblica del ladrón, o en la senda epicuriana de no temer a la muerte.