Las semillas se están convirtiendo en un motivo central de los conflictos sociales en América Latina. De norte a sur del continente, comunidades indígenas y campesinas se levantan frente al avance de legislaciones que, para los movimientos sociales, privatizan «un bien común esencial para la vida». El último capítulo de esa resistencia lo han escrito los movimientos sociales chilenos, que, después de meses de presión, han logrado la retirada del trámite parlamentario de la Ley Monsanto, a la que los críticos bautizaron así para señalar al que consideran el principal beneficiario esa ley: la multinacional estadounidense Monsanto, líder en el sector de la biotecnología.
¿Por qué? Monsanto, una multinacional estadounidense con presencia en 66 países, se distribuye el mercado de las semillas, y fundamentalmente de los organismos genéticamente manipulados (OGM) con otras grandes corporaciones como Syngenta, Bayer, Dow y Basf. La soja y el maíz transgénicos son su principal negocio. Se trata de especies modificadas para resistir a plaguicidas y herbicidas, lo que permite mayores cosechas, al tiempo que proporciona a la multinacional un negocio redondo: vende sus semillas conjuntamente con el herbicida y la tecnología necesaria para alcanzar altos rendimientos.
Este modelo supone mayores beneficios para los grandes propietarios, pero no para los pequeños agricultores, que no tienen modo de acceder a las inversiones de esa tecnología, o deben incurrir en elevadas deudas. A pesar de los intentos de eldiario.es de recoger su versión, Monsanto ha rechazado responder las preguntas.
La ley que el Gobierno chileno acaba de retirar del Senado iba a poner las cosas aún más difíciles a esos campesinos, al obligarlos a pagar una cuota cada año a las empresas semilleras. “Se estaba otorgando un poder a las grandes corporaciones”, asegura Esteban Bruna, militante de la Red Semillas Libres. Bruna explica que, de haberse aprobado la ley, hubiese impedido la costumbre de los agricultores de guardar las mejores semillas para la siguiente cosecha o de intercambiarlas; también permitiría la destrucción de cultivos o la confiscación de las semillas, y que los campesinos acabaran denunciados en los tribunales por no respetar los derechos de propiedad intelectual de la compañía.
Eso alarmó a las comunidades rurales y a los movimientos sociales en las ciudades. “Las multinacionales quieren apropiarse del poder ancestral de nuestro pueblo, que lleva siglos seleccionando el choclo o la papa», explica Mercedes, una agricultora mapuche, en un encuentro organizado por la Red Semillas Libres en la localidad chilena de Temuco. «Las mujeres siempre hemos sido guardianas de las semillas, pero no nos hemos considerado sus dueñas; ahora, estas empresas quieren apropiarse de un bien que no les pertenece”.
Las comunidades mapuches y movimientos como la Vía Campesina y la Red de Acción en Plaguicidas y sus Alternativas (Rapal) aunaron esfuerzos para hacer cumplir a presidenta Michelle Bachelet la promesa de campaña de que revisaría la ley.
Colombia como espejo
Los movimientos chilenos se miraban en el espejo de Colombia, donde, en agosto del año pasado, la masiva paralización de los campesinos consiguió dejar en suspenso la Resolución 970, una ley que obligaba a los agricultores a utilizar exclusivamente semillas certificadas, es decir, patentadas por las empresas del sector del agronegocio.
Por las mismas fechas, se difundió por internet el documental 970, de Victoria Solano, que denuncia la injusticia cometida contra unos agricultores del departamento del Huila, en el interior del país, a quienes se requisó 70 toneladas de semillas de arroz no certificadas. Los campesinos respondieron que ni siquiera se les había comunicado la nueva ley. Muchos colombianos se enteraron a través de esa película de que, en Colombia, regalar o intercambiar semillas era delito. El presidente Juan Manuel Santos optó dejar la ley en suspenso; a finales de año, el Tribunal Constitucional declaró ilegal la ley al no haberse sometido a la consulta de los pueblos indígenas.
Pese a la importancia que otorgan a esas victorias, los movimientos sociales en Chile y Colombia no bajan la guardia. Su recelo es común: en ambos casos, las leyes de privatización de las semillas respondían a un compromiso adquirido con Estados Unidos al firmar un Tratado de Libre Comercio (TLC) con esos países. Ambos tratados incluyen, por imperativo de Washington, la ratificación de un convenio internacional llamado UPOV 91, que coloca restricciones a los agricultores en beneficio de los derechos de patente de las corporaciones.
Monsanto en Argentina
Aunque no ha firmado el TLC, Argentina tiene su propia Ley Monsanto, que también ha suscitado el rechazo popular: más de 10.000 argentinos firmaron contra la ley en la Campaña No a la Privatización de las Semillas. En este momento el proceso parlamentario de la ley no avanza, pero los movimientos sociales se mantienen vigilantes: “Ahora el trámite está parado, pero se está impulsando de a poco, como a escondidas. Y una ley de semillas como la que se planea sería muy peligrosa: nos dejaría totalmente fuera de la soberanía alimentaria”, explica Piru Famatina, activista del movimiento vecinal que rechaza la construcción de una planta de maíz transgénico en la provincia de Córdoba.
Si llegara a aprobarse el proyecto de ley, los agricultores argentinos se verían obligados a comprar la soja Intacta RR2BT, patentada por Monsanto. Eso respondería a la reclamación que Monsanto ha hecho al Gobierno argentino durante años: que muchos productores utilizan variedades locales muy similares a su soja transgénica, sin pagarle nada a cambio. Pero, mientras la ley es aprobada, la corporación estadounidense encontró una manera de obtener dinero: la empresa, bajo la amenaza de no seguir proporcionándoles su tecnología, ha firmado acuerdos privados con centenares de productores. “Esos contratos actúan como una estructura paralela de gobierno. Monsanto tiene detectores en los puertos para verificar si la soja que sale debe pagarle regalías”, asegura el doctor Mauricio Berger, profesor en el Seminario de Justicia Ambiental de la Universidad de Córdoba.
En el país austral, la soja acapara ya alrededor del 60% de la superficie cultivable en el país y generó en 2013 ganancias por 34.000 millones de dólares, unas divisas de las que la economía argentina es cada vez más dependiente.
Fuente: El diario.es