Van ya tres años desde que se iniciara con toda su profundidad el estallido estudiantil de 2011, tiempo suficiente para hacer un balance de las causas más profundas del mismo y sus perspectivas futuras.
El 2011 fue una protesta por el sistema educativo, pero al mismo tiempo fue mucho más que eso. Para entenderlo, cabe señalar que Chile posee uno de los neoliberalismos más profundos de todo el planeta. La noción de derechos sociales ha desaparecido para dar paso a una concepción de cada parte de nuestras vidas como un bien de consumo y por tanto transable en el mercado. La capacidad de consumo del chileno ha crecido, es cierto, pero a costa de un endeudamiento permanente que deja a nuestras familias en la mayor vulnerabilidad, máxime cuando enfermarse, envejecer o tener hijos se convierte la peor condena porque el sistema de salud, el de pensiones y el educacional son terribles para la mayor parte del país.
En ese contexto, la educación -en especial la terciaria- pasó a ser la gran promesa del modelo: quizá hoy las deudas te agobien, le decían a nuestras familias, pero cuando tu hijo sea profesional todos tus problemas desaparecerán. Por ello, cuando esa promesa se tradujo en deserción, en títulos sin valor y en deudas que alcanzaban para comprarse una o dos casas, la situación estalló, primero 2006 y ya con toda su fuerza 2011. Por ello el estallido de 2011 fue tan simbólico. Sus dos principales consignas son un resumen exacto, un golpe directo a un pilar fundamental del modelo neoliberal chileno: ¡No más lucro en la educación! (que ésta deje de ser un negocio) y ¡Educación Pública, Gratuita y de Calidad (que pase a ser un derecho social universal, garantizado por el Estado). Pero 2011 no solamente se trató de la educación, también develó el carácter excluyente de la democracia chilena post-dictadura. La dictadura destruyó todo lazo entre los partidos políticos chilenos y los sectores sociales que aquí conviven. Y los primeros 20 años de transición solamente profundizaron ese divorcio.
Cuando comenzamos a marchar y nuestras demandas a tener un apoyo superior a 90 por ciento, que el gobierno insistiera con impulsar reformas opuestas no podía dejar de sorprender. Quizá la sorpresa se explicó cuando comenzó a desenmarañarse la red de contactos y conflictos de interés entre las instituciones educativas que lucraban y miembros importantes de los más diversos partidos políticos. El conflicto educacional se cerró en un empate con el gobierno.
Nuestras demandas no avanzaron, pero Sebastián Piñera tuvo que renunciar a gobernar como él quería. Su programa quedó muy incompleto, y en educación quedamos casi igual que en 2010, salvo por algunas reducciones en las tasas de interés. El 2013 fue un año electoral. Muchos pueden haber creído que de hecho los estudiantes ganamos, pues Michelle Bachelet vuelve a ser presidenta incorporando nuestras principales consignas dentro de los titulares prioritarios de su programa de gobierno. Sin embargo, la consistencia y profundidad de la demanda estudiantil nos permitió reconocer un programa ambiguo, donde en los contenidos podía identificarse desde un empresario de la educación hasta un estudiante. Si la gratuidad sería mediante becas o mediante aporte a las instituciones, el cómo se recuperaría la educación pública, cuál sería el nivel de regulación para el mundo privado, son sólo algunas de las preguntas que durante toda la campaña se mantuvieron sin resolver.
La experiencia de movilizaciones anteriores, en particular la de 2006, también nos permitió tener claro que la participación de los actores sociales de la educación era la única garantía posible para una reforma fiel a nuestras demandas. Que la vieja y rancia tecnocracia sólo significaría más de lo mismo, y que otra tecnocracia más nueva y de mejor olor sólo sería una diferencia cosmética. El protagonismo de la reforma esta vez debe ser nuestro. El nuevo Ministro ya ha comenzado rondas de reuniones con los diversos actores. Sin embargo, aún no podemos saber si la reforma realmente apuntará a que la educación sea un derecho o si seguirá siendo más mercado.
En cualquier caso, lo que tenemos claro es que la movilización volverá a ser una herramienta indispensable para ratificar que los estrechos márgenes de la política de la transición no son suficientes, al menos para la discusión sobre educación. Regalar cancha de la educación no es una opción. Generar las condiciones para que la discusión se cierre sin ninguna reforma estructural sería un error histórico. Y nuestra generación no está disponible para eso.
Por Andrés Fielbaum, ex presidente de la FECh.