Hay vida después de la muerte

El ocho de diciembre de 2010, César Pizarro perdió a su hermano en el incendio que consumió uno de los módulos de la Cárcel de San Miguel. Junto a él, otros 80 internos murieron calcinados. A tres años de la tragedia, y en medio de un dilatado proceso judicial que parece no tener fecha de término, las heridas de cientos de familiares todavía siguen abiertas, más vivas que nunca. Esta es la historia de un joven que convirtió el odio en acción y, de paso, se transformó en la voz de los privados de libertad.

Hay vida después de la muerte

Autor: Wari

César Pizarro

Es la lucha de unos pocos para que la memoria de los suyos, la de los 81, no pase al olvido.

César Pizarro espera sentado en la cuneta. Hace más de una hora que cortó el tránsito con un portentoso lienzo donado por la Garra Blanca que, en letras negras y filosas, exige justicia. Se supone que debería haber más gente. Pero no. A excepción de unos cuantos familiares, que bregan con el viento para mantener encendidas las velas, el movimiento a un costado de la cárcel de San Miguel es lento.

-Para el aniversario esto revienta –comenta César como excusándose. Es ocho de octubre y, como ha ocurrido desde hace 34 meses, éste es el día para recordar a los 81.

Son casi las nueve, la noche se vino encima hace rato y, por si fuera poco, llegó fría, ventosa, calahuesos. ¿Y de la gente?, nada por ahora.

César juega con su teléfono. Lo lanza al cielo y lo atrapa con precisión una, dos, tres veces mientras piensa en el largo viaje que tiene que hacer para llegar hasta su casa en La Granja. Comerá algo liviano, acostará al hijo, mirará un poco tele tratando de coquetearle al sueño. Porque a la mañana siguiente, muy temprano, tendrá que estar con el mejor semblante en la puerta de la empresa en Providencia donde las oficia de guardia de seguridad, aunque él prefiere que lo traten de conserje, porque no está ni ahí con que lo traten de sapo.

-Empieza nomás -le dice Johana, pareja de César desde hace más de 10 años y, quizás por lo mismo, la única persona en toda la velatón capaz de apurarlo.

Es que aunque César es un tipo porfiado, que se hace respetar, un duro, en la casa, ya se sabe, manda ella.

Nueve y cinco. César se levanta y camina hasta la reja del penal. Las velas encendidas le dan a la cárcel, que está a menos de 100 metros, un talante espectral. De la misma reja cuelgan retratos ampliados de algunos de los 81. Ahí está la foto del Mallea, un joven de veinte y tantos a quien, al momento del incendio, le quedaban cuatro días para salir en libertad. También está la del Chunchito, un primerizo que encontró la muerte justo en el día de su cumpleaños. El retrato del Pablo de Rocka, el hermano menor de César, también está colgado.

Familiar

El parecido entre ambos es sorprendente. La misma piel morena, la misma mirada desconfiada, el mismo pelo liso, grueso y abundante. Aunque ahora, pasado casi tres años y con todo lo vivido, César se ve mucho más grande que el Pablo de Rocka. Pero hubo un momento en que los dos compartieron algo más que los rasgos físicos: la desbordante pasión por Colo Colo y el callejeo.

César le da una calada a un cigarrillo y luego se lo entrega a Johana. De una maleta saca un cuaderno y camina hasta el amplificador de guitarra que usará para que su discurso se escuche hasta la última celda del penal. En eso está cuando tres chicas jóvenes, que durante toda la jornada se han mantenido al margen, como escondidas, se le acercan. La más alta, que usa lentes a lo Salvador Allende, toma la palabra ante la atenta mirada de las dos restantes. Tras una dubitativa introducción, le explica que están en la escuela de sociología de la Chile y que les gustaría ayudar a hacer “memoria”. César escucha atento.

-¿Son chunchitas o del eterno campeón?– pregunta ante la desconcertante mirada del trío. -Porque si son de la U, hasta acá nomás llegamos– dice. César advierte que su chiste no ha sido asimilado por las universitarias. Se pone serio.

-Acá todos son bienvenidos –afirma justo en el momento en que un grupo de anarquistas, la mayoría de ellos montados en bicicletas, se deja caer silenciosamente y se instala de espaldas a un muro de la fábrica Madeco.

Las estudiantes observan con una mezcla de miedo y curiosidad, y vuelven nuevamente a su anónima ubicación, con la alegría sana del deber cumplido.

-Me da rabia y pena ver a tan pocos familiares hoy día -dice antes de comenzar una accidentada lectura que se prolongará por casi 15 minutos. -¿Acaso no les interesan sus hijos muertos? –pregunta.

Los presentes se miran entre sí y a su alrededor. A lo lejos, detrás del lienzo de la GB, un vehículo con los intermitentes encendidos retrocede lentamente.

-¿Qué podemos esperar de la justicia? ¿Qué podemos esperar del Estado chileno? ¿De la sociedad? ¿Qué más podemos esperar? Sólo esperar -son las preguntas que plantea César después de hacer un recuento de los pormenores del juicio que está en pleno proceso.

-Puta que habla bonito –le dice Johana a una joven punk de pelo rojo que se ha sentado a su lado a escuchar la perorata. Las carcajadas de ambas son anuladas con un costoso esfuerzo.

Alguien interrumpe a César. Es el padre de una de las víctimas. Le dice algo al oído. César mira La Torre Cinco: la escalera de emergencia está abierta, de par en par.

-A los huevones de Gendarmería se les olvidó cerrar la puerta –comenta. Los presentes se voltean y observan el edificio.

-Por qué chucha no la abrieron para el día del incendio –grita uno de los familiares apostado en la reja. Algunos celebran el ingenioso comentario con aplausos. Los más, sin embargo, contemplan en silencio una acción que, después dirán, es una cruel ofensa a la memoria de los 81.

Una más dentro de una larga lista.

César deja su cuaderno sobre el amplificador y escuetamente señala que no tiene nada más que decir. Aún con el micrófono en mano, mira el silencioso homenaje que las propias internas han preparado para esta noche: banderas blancas girando en círculo y algunos papeles encendidos cayendo al vacío desde las estrechas ventanas de las Torres Dos, Tres y Cuatro. En la calle, aún cercada por el lienzo, las universitarias están listas para partir. No así un chico de bermudas rojas que patalea con su padre al ver cómo dos niños, y él no, juegan con clavas de fuego, mientras de fondo, proveniente del amplificador, la voz de Ciro Pertusi, vocalista de Attaque 77, replica con fuerza:

-…La ley castiga sin piedad al que robó por mantener a su familia, pero indulta a aquellos que robaron la ilusión ¿A esto le llaman justicia?

***
César capea el calor bajo la sombra de un Jacarandá de gran follaje morado. Aunque el uniforme de la empresa de seguridad para la que trabaja le calza bien, lejos está de sentirse cómodo. Tanto, como cuando la gente que no conoce su historia le dice guardia.

-Prefiero que me digan conserje. Los guardias son sapos. Y yo no soy ningún sapo –aclara de entrada.

César debería estar en la caseta que se encuentra algunos metros más allá, justo frente a la puerta de ingreso. Pero ahí, entre sus cuatro agujereadas paredes metálicas, el calor es insoportable, más ahora que, faltando algunos minutos para las tres de la tarde, la temperatura se ha empinado fácilmente por sobre los 30º.

-Está piola mi oficina –dice con tono irónico luego de indicarle a una visita el lugar exacto donde se realiza una capacitación.

Con todo, la vilipendiada caseta ocupa un lugar fundamental en la obstinada lucha de César: ahí, al interior del hornito, funciona el centro de operaciones de 81 Razones para Luchar, la organización que fundó a comienzos de 2011 tras el incendio que acabó con la vida de su hermano. Una idea que surgió como un placebo para aplacar su rabia y que, sin quererlo, fue creciendo hasta convertirse en casi la única instancia informal a la que los privados de libertad recurren para denunciar perseguimientos, malos tratos e incluso solicitar gestiones para ser traslados de un penal a otro.

Todo eso y más, a costo cero.

Es la cruz que decidió cargar luego de la tragedia. Porque, para César, lo que mandó al Pablo de Rocka a la Torre Cinco no fue el frustrado asalto a un camión de cigarrillos en el que participó a comienzos de 2009, sino su indulgencia, su tibieza, su incapacidad de hacerse respetar, su incapacidad de comportarse como guía, como referente, como hermano. Como hermano mayor.

César, el Pablo de Rokha y otros colocolinos de la población solían reunirse a tomar cerveza siempre en la misma esquina. A veces, si había algo de plata, compraban latas de pintura y se desperdigaban por los pasajes pintando los postes de luz de blanco y negro, en honor al cacique. Desde 1996, los fines de semana en los que Colo Colo hacía de local, se iban hasta las salidas de las estaciones del Metro a “machetear” a los transeúntes.

Una vez, para un clásico, quisieron entrar al Estadio Nacional con una entrada para niños y un carabinero impidió el ingreso del hermano menor, mientras que a César lo hicieron ingresar a punta de lumazos y empujones. Se reencontraron adentro, casi al terminar el primer tiempo.

Fue la primera vez que César lloró por el Pablo de Rokha. Fundido en un abrazo, el primogénito comprendió que, ante la ausencia de un padre, debía asumir ese rol y convertirse en su modelo. Y si no lo hizo inmediatamente fue porque él también estaba embriagado con la locura de la calle.

Independiente, irreverente y rebelde, el Pablo de Rokha no tardó en ganarse el cariño y respeto de los garreros. Era la mascota, el chico que llamaba la atención por burlarse de los más grandes sin miedo. Se hizo más conocido que el mismo César. Durante un año recorrió Chile alentando al club de sus amores.

Fue una noche de primavera. El Pablo de Rokha salió corriendo de la casa. Sentía que todos en su familia estaban en su contra. Su abuela, su madre, su cuñada. Desde hacía tiempo se comportaba de forma extraña. Del esforzado y entusiasta niño que desde los 11 años trabajaba los fines de semana haciendo las cuentas en una distribuidora de bebidas, ya no quedaba mucho. Dejó de trabajar, se puso desafiante, empezó a llegar con plata. César, que minutos antes lo había zamarreado frente al resto de la familia, lo encontró llorando en la misma esquina de siempre. Lo abrazó y le dijo que lo quería.

A pesar de todo y todos.

-¡Menos cháchara pues! –grita desde el otro lado de la reja don Víctor, un regordete y bajo hombre de 65 años que avanza con un bolso deportivo colgando de su hombro derecho.

-¡Buenos días, buenas tardes! –responde cuando su relevo en el turno cruza la puerta de entrada.

A diferencia de César, a su compañero le gusta el calificativo de guardia. De acento sureño, cantadito y entrecortado, dice que, aún cuando no sea el trabajo más seguro para alguien de 65 años, refleja su dilatado paso por el Ejército durante la década del setenta y del que siente un profundo orgullo.

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-Apure, hermano, mire que tengo que hacer –le dice César mientras firma el libro de actas.

Don Víctor seca su rostro con un pañuelo blanco. El sudor contrasta con el impecable atuendo de Alfa Seguridad: gorro y pantalones negros, camisa celeste y corbata azul. El calor, afirma, es insoportable. César comenta que en un par de ocasiones intentó hablar con los dueños de la empresa para que vieran el tema de la caseta. Tan empapado está en su búsqueda de justicia, que conceptos como “trato vejatorio” y “condiciones inhumanas” engalanan su discurso, aunque claro, nunca olvida el fuego interno que lo motiva:

-Estos reculiaos no están ahí –dispara con furia.

Acto seguido, Don Víctor sale de la propiedad a paso firme y determinado, con el ímpetu de quien ha tomado una decisión irrevocable mientras César se dirige al camarín. Al regresar, César se encuentra al viejo con una paloma con el retrato de Michelle Bachelet en las manos. Es, al parecer, la solución para mitigar la temperatura del hornito. No hace falta diálogo. En cosa de segundos, ambos personajes se organizan para montar la paloma de la presidenciable sobre el techo, fijada con una piedra en cada extremo.

-Cuídeme la oficina –dice César después de sacudirse el polvo de las manos. Don Víctor, ya instalado en la caseta, piernas sobre el escritorio y brazos cruzados, asiente sin energía mientras se mentaliza para que la calurosa tarde que se le viene encima no sea tan larga.

***
La vida de César tuvo un punto de inflexión cuando Johana confirmó su embarazo. Menos callejeo, menos cancha, más trabajo. La Garra Blanca fue perdiendo protagonismo en su lista de prioridades y la familia, su familia, se convirtió en su prioridad. Había que salir de la población, buscar un lugar apropiado, con menos tentaciones. En la Yungay, en la comuna de La Granja, comenzó el sueño de la casa propia.

El Pablo de Rokha también tomó su propia ruta. Dijo que necesitaba trabajar, aportar en la casa, ser el hermano mayor. Pero la responsabilidad le pesó: al cabo de unos meses dejó los estudios y se metió con gente que robaba. Empezó a vestir ropa cara, dejó de llegar a dormir por las noches.

-¡No quiero esa plata sucia! –le gritó su madre una noche. El joven le juró que no había hecho nada malo. Que el dinero era legal, ganado de buena forma, le mintió. Horas antes, junto a cuatro compañeros, había emboscado un camión de la Chiletabacos cargado de cigarrillos. Un trabajo limpio, meditado, sin víctimas. A su estilo.

En enero de 2007 su suerte cambió. De Rokha y sus compañeros callejeaban por La Pintana arriba de un Nissan V16. Al doblar en una esquina, se encontraron de frente con una patrulla de Carabineros. Se detuvieron. Uno de ellos bajó la música. Intentaron no llamar la atención del policía que se puso frente a la ventana del piolto. Estaban pálidos, nerviosos. Pidió las cédulas de identidad y las miró con detención. Se está demorando mucho este huevón, dijo el copiloto antes que el carabinero regresara nuevamente, esta vez con la cara llena de adrenalina.

-Abre atrás –dijo el Poli con voz ronca.

“Cagamos”, pensó el Pablo de Rokha cuando el tipo de verde sacó la primera de las cuatro armas que había en la maletera.

Cinco años le dieron, demasiado tiempo para un primerizo, alegó César cuando vio a su hermano entrar a la Ex Penitenciería.

***
César está enfadado. Es dos de diciembre, falta menos de una semana para el aniversario del incendio y todavía no sabe con certeza si podrá organizar el acto conmemorativo. Pidió autorización para ingresar a San Miguel a recorrer sus dependencias. Pero Gendarmería no dio su brazo a torcer. Así, a la rápida, las cosas no resultan, le dijeron en la mañana. Entonces tuvo que encerrarse en la caseta del infierno y hacer alrededor de 40 llamadas. Cuarenta familias que comprometieron su participación en la visita y que quedaron con las ganas.

Igual tuvo ir. Jan De Cock, un escritor belga que durante años se ha dedicado a estudiar el fenómeno carcelario alrededor del mundo, lo espera en la puerta del penal. Hace algunas semanas se contactaron a través de Internet. Después de hacer dos libros, tiene la intención de escribir la historia de la tragedia de San Miguel y por eso está de visita en Chile. César le propuso conocer la zona de cero para que sintiera el olor de la muerte. Y ahora, bajo el sol, esperan que suceda algo extraordinario para llegar a la Torre Cinco.

-Cuando fue el incendio había 1.900 internos. La cárcel estaba sobrepoblada –explica César con propiedad. Lo sabe porque estuvo ahí pocos días después de la muerte de su mano cuando, aún en shock, se coló en una visita y grabó con el teléfono de uno de los presos sobrevivientes las condiciones en las que vivía su hermano.

De Cock se muestra sorprendido con la anécdota. Además de ser espectacular, coincide con el perfil que se ha hecho de César y que le permite probar su tesis: que los familiares que viven este tipo de experiencias pueden convertir el odio más profundo en acción. Que es, en definitiva, el comienzo del perdón.

-En Brasil, conocí a un preso que donó uno de sus riñones a la madre de la persona que mató a tiros –dice de pronto Jan con un español claro, bien pronunciado.

-¿Y qué pasó con la mujer?

-Sobrevivió. Nadie se explica cómo, pero el riñón fue compatible –explica. Ahora es César el que tiene expresión atónita.

-¡Hermanito! –grita César cuando un joven delgado, de grandes gafas ópticas, numerosos tatuajes, chaqueta, corbata y zapatos de charol en tonos negros y blancos, se detiene frente a ellos. Es Francisco Tapia, un artista visual conocido en el medio como Papas Fritas y que cada cierto tiempo aparece con performances e instalaciones que meten bastante ruido, como aquel trabajo en el que subastó al director del Museo de Bellas Artes.

Papas Fritas

Se conocieron el mismo día de la tragedia. En medio del tumulto que se apostó en las afueras de la cárcel para conocer el destino de sus familiares privados de libertad, César lo vio trepar una de las rejas y colgar un lienzo que decía “los vecinos de San Miguel estamos tristes”. Pasaron algunas semanas, algunos cruces de palabras, hasta que un día Papas invitó a César a su casa –ubicada a tres cuadras del penal- y le propuso hacer algo para que la muerte de los internos no quedara impune. Así fue como nació 81 Razones Para Luchar, la organización de la que César es vocero y Papas, director ejecutivo.

-Voy a convencer a la alcaide –dice con la seguridad de quien durante casi dos años ha debido aprender a dialogar y negociar con las autoridades carcelarias, con la burocracia estatal y la indiferencia judicial.

César se levanta la manga derecha de su camiseta. Un grueso número 81 cubre gran parte del brazo. Papas Fritas abre sus ojos y le pregunta hace cuánto tiempo se lo hizo. Antes de ayer, responde César.

-¿Y te lo estás cuidando? –le pregunta.

-No.

De Cock interviene. Dice que en Uganda estuvo en una cárcel de niños. Ahí conoció el caso de un muchacho cuyo cuerpo estaba marcado coincidentemente con 81 cicatrices, las que simbolizaban la cantidad de personas que había asesinado en sus cortos 16 años de vida.

-Me sorprende la coincidencia –afirma.

-Espantosa casualidad –dice Papas antes de golpear la puerta del penal, decidido a llegar hasta la Torre Cinco.

Los primeros meses fueron un calvario para El Pablo de Rokha. En La Torre Cinco, al igual que en el resto del penal, los internos se dividían en grupos. La idea era protegerse pero también ganar terreno. El hacinamiento y las precarias condiciones sólo aumentaban el nivel de tensión, el que para los últimos días de noviembre de 2010 parecía haber alcanzado su límite.

Enterado de la situación, César intentó calmar la ansiedad de su hermano. Aunque la sentencia de cinco años y un día ya había sido dictada, el mayor de los Pizarro prometió que iba a hacer todo lo que estuviera a su alcance para sacarlo de ese lugar. Le dijo que había conocido a un abogado joven que estaba dispuesto a orientarlo y que durante el tiempo que le quedaba de condena se iba a asegurar de que no le faltara nada. Pero las palabras de César no hicieron el menor efecto en el Pablo de Rokha.

-Acá va a quedar la cagada –fue lo último que César alcanzó a escuchar de la boca de su hermano pocos días antes de la tragedia.

Mientras esperan, Jan y César observan el memorial que recuerda a los 81 fallecidos. El belga recorre el muro con la mirada. César, que ha estado ahí cientos de veces, apunta con su mano el lugar exacto donde se encuentra inscrito Jorge Manríquez Pizarro, el verdadero nombre de su hermano.

Memorial

-Hablé con él la noche antes del incendio –dice de pronto. –Me dijo que en los meses siguientes le iban a dar salida dominical por buena conducta.

Jan se estremece. César agacha la vista y respira profundamente.

-Yo quería poner un bomba –confiesa.

Hay silencio. El belga le pregunta cómo convirtió la rabia en acción. César cuenta que estaba enceguecido por la rabia. A veces se juntaba con otros familiares a lanzarle piedras a cárcel. Al principio, no había respuesta, reacción. Eran seres invisibles. Rabiosos pero inofensivos. Hasta que un día llegó Carabineros. Lo detuvieron. Fue una experiencia violenta pero reveladora: detrás de él había decenas de personas que, abatidas por el dolor, eran incapaces de movilizarse, actuar, exigir. Su vida adquirió un sentido. Vida después de la muerte.

-Me di cuenta de que había otra manera de hacer ruido.

Jan lo abraza y le dice que es muy valiente.

La puerta del penal se abre. Papas Fritas se despide del custodio antes de llegar hasta el grupo. A pesar de su entusiasmo, tampoco pudo esta vez. De pronto a César se le ilumina el rostro.

-¿Y si vamos a tu casa, hermano? –pregunta el hermano mayor.

-Vamos –dice.

Los tres caminan por San Francisco y se pierde en la esquina, al doblar por Ureta Cox.

Por Dante Valdés

El Ciudadano Nº149, diciembre 2013


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