Por Juan Pablo Correa Salinas
La historia de los grandes medios de comunicación está indisolublemente ligada a la historia del país y, por ende, a la de las formas de ejercicio del poder en la sociedad chilena. Hace algunos años escuché una conferencia de un famoso arquitecto que mostraba cómo las obras más reconocidas de la historia de la arquitectura habían sido desarrolladas con los recursos, conocimientos y reglas de los poderes establecidos, para su propio enaltecimiento y regocijo.
En nuestro país, los grandes medios de comunicación han cumplido una función similar a la de la arquitectura. Si en ocasiones han asumido una actitud crítica de algunos poderes, esto ha sido en favor de poderes tanto o más grandes y, muchas veces, vinculados (a través de la propiedad y el avisaje) a esos mismos medios. El ejemplo más claro de lo que acabo de decir es lo ocurrido recientemente con las declaraciones de Francisco Vidal, presidente del directorio de Televisión Nacional de Chile (TVN), ante la Comisión de Cultura de la Cámara de Diputados. Mientras apoyaba el proyecto de ley presentado por el Gobierno para modificar la gobernanza del canal, Vidal afirmó que “la pregunta de fondo que ustedes van a tener que resolver a través del trámite parlamentario, es si Chile necesita, quiere o desea tener una televisión pública. La alternativa es no tenerla y voy a dar mi opinión personal; no tener la televisión pública en el ecosistema de medios de televisión, implica que los chilenos se van a informar, entretener -y me interesa mucho, informar- por parte de dos grupos económicos, el grupo Luksic, Canal 13; y el grupo Heller, Megavisión; y unos gringos que andan circulando en Chilevisión que se van cambiando de propiedad”.
La respuesta de los dueños de los canales de televisión (TV) que compiten con TVN a Francisco Vidal fueron muy duras. El canal 13 señaló que “rechaza y lamenta” esas declaraciones que “son ofensivas para los equipos humanos de nuestra estación, constituyen una muestra de un profundo desconocimiento de la ley que rige a los canales de televisión abierta, y dan cuenta de una odiosidad inexplicable hacia la participación del sector privado en los medios de comunicación”. Además, dijo, las palabras de Vidal “muestran un profundo desconocimiento de la ley que exige a todos los concesionarios de televisión abierta garantizar el pluralismo, respetar la democracia y los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución, entre otras obligaciones”.
Megavisión realizó una declaración similar, calificando las de Vidal como “lamentables y preocupantes palabras que buscan sembrar un manto de dudas en torno al rol de la televisión privada en Chile. […] Levantar cuestionamientos tan livianos es un ataque a la industria de la televisión en su conjunto”.
A la posición sostenida por sus dueños, se sumaron vario(a)s de lo(a)s periodistas que trabajan en esos medios.
Paradójicamente, Maximiliano Luksic había dejado menos de dos meses antes su puesto de director ejecutivo de canal 13 -de propiedad de su padre, Andrónico Luksic– para asumir con el apoyo de la UDI una candidatura a alcalde en la comuna de Huechuraba (donde no vive, pero es el lugar en el que dice querer servir al país).
La relación de los grandes medios de comunicación con la sociedad y cultura chilena invisibiliza los poderes fácticos con que los mismos han estado históricamente comprometidos.
De más está decir que la fusión entre el discurso de los medios y el de los poderes políticos y económicos llegó al extremo durante la dictadura militar. En ese período, la complicidad con la dictadura de los periódicos, canales de televisión y buena parte de las emisoras radiales, impidió que el periodismo asumiera una labor de denuncia de las violaciones a los derechos humanos (DDHH). Hasta que no surgieron medios pequeños de difusión masiva dispuestos a criticar el régimen político, como la radio Cooperativa, el diario Fortín Mapocho, el diario La Época y, por supuesto los semanarios Análisis, Apsi, Hoy, Cauce y revistas como Mensaje, La Bicicleta o Qué Hacemos, el grueso de la población no tuvo cómo informarse de los horrores que se vivían. Sólo existía la propaganda del régimen en los grandes medios y uno que otro periódico clandestino de circulación extremadamente restringida.
Analizar las transformaciones y continuidades que han existido desde esa época hasta el presente da para varias columnas, y no es mi intención realizar ese trabajo aquí. Por ahora basta con decir que no ha existido un mea culpa de los grandes medios de comunicación por las prácticas y funciones que asumieron entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990. Por el contrario, todavía la TV chilena realiza programas que recuerdan su programación en ese período o, derechamente, repite programas de esa época, sin realizar ninguna interpretación crítica del rol que le cupo en ese contexto. Más aún. Al conmemorar los 40 y 50 años del Golpe de Estado de 1973, los canales de TV han presentado imágenes filmadas en las calles y poblaciones del país durante la dictadura. Filmaciones que hicieron camarógrafos independientes, escapando de la represión policial y militar, y que los canales de TV no sólo no mostraron en esa época, sino que intentaron esconder a través de una programación banal, en la que destacan programas como “Sábados Gigantes” y “Jappening con Ja”.
Hoy vivimos un período en el que los medios de comunicación ya no tienen la audiencia de antes. Tampoco cuentan con el porcentaje de avisaje de otros tiempos. La existencia de Internet, de redes sociales informatizadas y de pequeños y grandes medios de comunicación exclusivamente digitales -orientados a audiencias cada vez más específicas- ha modificado la situación de los medios tradicionales. Por esta razón, han debido entrar en Internet, creando páginas propias en redes como Facebook, Instagram, YouTube y Tik Tok. Pero en esas mismas redes se encuentran con personas y pequeños medios de comunicación organizados, que compiten de igual a igual con ellos en la persuasión de la opinión pública.
Si bien es cierto que la situación actual promete una mayor democratización de la opinión y la información ofrecidas, su principal problema es lo que genéricamente se ha llamado posverdad. Con esta expresión se alude a la “distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales” (RAE). Pese a hablar de “distorsión deliberada”, la definición de la RAE no difiere mucho de lo que tradicionalmente entendemos como “verdad”. La manipulación de creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales es parte importante del sentido de todo discurso, cualquiera sea su objeto y su audiencia. Desde este punto de vista, lo relevante no está en si un discurso “distorsiona” o no una determinada realidad. Después de todo, es algo que no podemos saber con seguridad. Lo importante es hasta qué punto el tratamiento que hacen los medios y la opinión pública de una determinada información u opinión conlleva la debida distancia crítica y somete explícitamente a ese objeto al escrutinio riguroso que ofrecen la ciencia, la juridicidad y las diferentes formas de la crítica. En mi opinión, es en este punto donde los grandes medios de comunicación no son mucho mejores que las redes sociales. Su falta de sentido crítico, así como la repetición de jergas y guiones propios del sentido común más tradicional, los hace desarrollar una dinámica conformista que se resiste a cualquier cambio significativo en la comprensión de la sociedad y la cultura chilenas.
Pondré algunos ejemplos de lo que digo. Hace algunos meses tuve la oportunidad de escuchar a los locutores de un matinal televisivo, ambos periodistas, quienes comentaban la detención de una persona acusada de liderar una banda de narcotraficantes en la zona central del país. Mientras comentaban -aparentemente con sentido crítico- el canal pasaba una y otra vez imágenes filmadas por la policía en el hogar del narcotraficante. Mostraban sus autos de lujo, mientras los periodistas comentaban las marcas, modelos, precios e, incluso, algunas de sus principales prestaciones. Parecían conocerlos en detalle. Luego mostraron la colección de zapatillas del detenido. En ese momento, los periodistas comenzaron a dar cifras muy precisas de los precios de cada uno de los modelos exhibidos, identificando sus respectivas marcas. El asunto se puso aún más sorprendente cuando la conversación salió del armario exhibido para entrar en el clóset de los periodistas, quienes comenzaron a hablar de sus propias zapatillas y el modo en que las habían adquirido. Ya no sabíamos si se trataba de una crítica de la cultura del narcotráfico o, por el contrario, de un endiosamiento de la misma y de su validación como sentido común (al menos para los sectores económicamente privilegiados de la sociedad chilena).
En los primeros años de la década de 1990 yo hacía clases de teoría de la comunicación en una universidad. Recuerdo haber llegado a hacer clases después de leer en el camino el titular del diario “La Cuarta”. Este decía: “Bestia humana violó niñita”. La bajada de título señalaba que una lactante había sido violada por el conviviente de la madre. Conversé con los estudiantes sobre el sentido del titular. Parecía claro que el periódico nos ofrecía un texto ambiguo. La expresión “bestia humana” parecía expresar la molestia del periódico con la situación. Se trataba de términos aparentemente muy duros. Sin embargo, un examen más acucioso revelaba que el periódico había empleado una expresión exculpatoria: las bestias no tienen deliberación moral ni responsabilidad jurídica.
En los últimos días me he encontrado con situaciones similares a la que me tocó experimentar en los años 90.
El caso de Eduardo Macaya, condenado por abusar sexualmente de menores de edad en reiteradas situaciones, ha puesto otra vez de manifiesto un tema recurrente en nuestro país: el reemplazo sistemático de la expresión “abuso sexual infantil” por el de “pedofilia”. Tanto en los medios de comunicación tradicionales como en medios de comunicación digitales y redes sociales, se reemplaza sistemáticamente la primera expresión por la segunda. El error es evidente si consideramos que la pedofilia es la “atracción erótica o sexual que una persona adulta tiene hacia niños” (RAE) y que la misma RAE considera sinónima de expresiones como “pederastia” y “paidofilia”. En otras palabras, se asume que una persona adulta que se siente sexualmente atraída por los niños y las niñas es, automáticamente, un abusador sexual y, al revés, que quien abusa sexualmente de una niña o un niño es necesariamente un pedófilo. La teoría psicopatológica desmiente terminantemente esta idea, al señalar que el deseo sexual pedófilo es, por lo general, exclusivo, y la mayor parte de las veces no deviene en una forma de abuso sexual.
Por otra parte, la Sociología Jurídica y la Psicología Social nos muestran que la amplia mayoría de los casos de abuso sexual infantil ocurren en la casa de la víctima, por la acción de un familiar directo o una persona muy cercana a la familia, que tiene una vida sexual con personas adultas además de las conductas de abuso (lo que, por lo general, no ocurre con el comportamiento de las personas pedófilas). No se trata entonces de un error sin consecuencias. El reemplazo de una expresión por otra da a entender que el abuso sexual infantil es el resultado de una condición psicológica -eventualmente monstruosa: para la psicopatología, se trata de una parafilia- lo que podría llegar a ser incluso causal de exculpación si se piensa el abuso sexual como la expresión incontrolable de esa condición. Al mismo tiempo, el carácter cultural que generaliza el abuso sexual en las familias chilenas, a través de prácticas pautadas por las relaciones entre las generaciones y los géneros, se ve de este modo invisibilizado. Volvemos entonces a la expresión “bestia humana violó niñita” empleada por el diario La Cuarta en la década del 90.
Paralelamente, los medios de comunicación nos han informado de la declaración del senador Javier Macaya en el juicio a su padre Eduardo Macaya. El senador habría señalado que la víctima de su padre era una “niña agrandada”. Pero los medios no interpretan el sentido de la expresión. Olvidan decir que en ese contexto “niña agrandada” es una expresión exculpatoria que intenta sustituir la idea de abuso sexual por la de “sexo consentido”.
Un segundo ejemplo de lo mismo es el uso casi automático de la expresión “cobarde” para hablar de situaciones de abuso y extrema violencia en los medios de comunicación. Según la RAE, cobarde significa “pusilánime, sin valor ni espíritu para afrontar situaciones peligrosas o arriesgadas”. Pero los medios de comunicación la usan como medida de la violencia ejercida sobre las víctimas de una acción reprobable o repudiable. “Cobarde atentado”, “cobarde asesinato”, “cobarde agresión” son expresiones reiteradas en el discurso periodístico. Y, la mayor parte de las veces, no se encuentran asociadas a ausencia de valor “para afrontar situaciones peligrosas”. La mayor parte de los actos terroristas o delincuenciales requieren asumir riesgos diversos y, por ende, entrañan valor. Pero “valor” es una palabra que el sentido común hegemónico quiere reservar para aquello que le parece moralmente edificante. No quiere llamar valientes, por ejemplo, a los piratas, por mucho valor que se requiera para realizar las actividades a las que estos se dedican. Al hablar de esta manera, el sentido común periodístico asume el discurso del machismo tradicional. Valora más la valentía que la corrección moral o, peor aún, considera que ser valiente es lo que determina la corrección moral, aunque suponga saltarse normas morales fundamentales. Así entonces, un abusador es un valiente, mucho antes que un abusador. Por el contrario, un cobarde no es más que eso: alguien que no es capaz de enfrentar las dificultades con que se topa con la agresividad esperada por la cultura machista. De ahí el término “maricón” (y sus variantes) para decir “cobarde”. Como si la homosexualidad fuera un impedimento para actuar con valor y la heterosexualidad estuviera indisolublemente ligada a la valentía. El reemplazo de una expresión por otra (“cobarde” por “abusador”) es, entonces, una forma de validar el dominio del macho todopoderoso en la vida social, escondiendo sus abusos en el endiosamiento de su valentía.
La conexión entre el discurso de los grandes medios de comunicación, las formas más conservadoras de la cultura, el sentido común más recurrente y los intereses de los poderes establecidos, resulta evidente en nuestro país. Y todos ellos se articulan en la reproducción y validación de un orden social que ni la revuelta sociopolítica de 2019 ha sido capaz de cambiar.
Por Juan Pablo Correa Salinas
Psicólogo social. Analista del discurso. Investigador de las relaciones de reconocimiento, violencia y poder y sus efectos en los procesos de subjetivación.
Columna publicada originalmente durante julio de 2024 en la revista Descentrados.