En lugar de quedarse atrapada en discursos radicales que solo rasguñan la superficie, es vital que presente una alternativa sólida al capitalismo, un sistema que se ha convertido en una de las principales fuentes de desigualdad y colapso ambiental. La izquierda no puede conformarse con imitar la oferta ideológica dominante; debe articular una propuesta transformadora que no solo sea posible, sino que responda a las urgencias del presente. Es en esta encrucijada donde se juega su relevancia y, en última instancia, su futuro.
En el tablero global, la geopolítica despliega sus piezas con la destreza de un ajedrecista experimentado, los ideales democráticos han pasado a ser meros peones en un juego dominado por el pragmatismo. Lo vemos en figuras como Gabriel Boric, que opta por firmar contratos con los Emiratos Árabes Unidos en lugar de presionar por reformas democráticas en esos lares. Al final, las relaciones comerciales pesan más que las aspiraciones de exportar la democracia a tierras lejanas. Y si algún líder decidiera intercambiar dólares por demandas de democratización, seguramente los empresarios lo mirarían como si hubiera perdido la razón.
Pero esta lógica pragmática no es exclusiva de las altas esferas internacionales. En el convulso terreno de la política interna, las izquierdas enfrentan su propio dilema existencial: la moderación, esa virtud tan pregonada por algunos, podría ser su mayor enemigo. Consideremos lo que ocurre con el PSOE en España, que se ha esforzado tanto en agradar a todos que ha terminado ofreciendo una versión descafeinada de la derecha. Cuando la izquierda trata de parecerse demasiado al centro, pierde su esencia y su capacidad de proponer alternativas que realmente transformen la realidad.
No solo se trata de mensajes diluidos. La izquierda ha subestimado la importancia del control mediático y del poder judicial. En muchas democracias neoliberales, estos campos están copados por intereses conservadores que no dudan en utilizarlos como armas políticas. Un buen ejemplo de esta batalla se ve en Colombia, donde Gustavo Petro enfrenta una constante campaña de desinformación. Esto subraya la necesidad urgente de que la izquierda construya su propia infraestructura mediática y judicial para no quedar atrapada en las trampas que otros le tienden.
Y si hablamos de trampas, no hay modo de omitir a Javier Milei, el enfant terrible de la política argentina, que ha alcanzado un éxito ideológico a punta de provocaciones y una retórica incendiaria. Su fórmula, aunque devastadora para la economía argentina, ha inspirado a otros como Isabel Ayuso en España, que han adoptado un estilo comunicativo basado en la polarización y el antagonismo. Claro, el impacto mediático es innegable, pero ¿a qué costo? Mientras Milei y Ayuso juegan a incendiar la pradera, los números rojos y el aumento de la pobreza parecen ser meros detalles en su agenda.
Es en este panorama donde la narrativa política se ha vuelto tan crucial como las políticas públicas mismas. No basta con ofrecer propuestas atractivas; la izquierda debe dominar el relato que legitime esas propuestas. Gonzalo Winter, del Frente Amplio, lo entendió bien al criticar a su propio gobierno por no dar la batalla ideológica necesaria. Mientras la derecha convence al mundo de que los impuestos son malévolos, la izquierda chilena ha olvidado la importancia de ser coherente con el propósito. Un claro ejemplo del gran problema de una izquierda sin poder mediático es que es una izquierda con las manos atadas a la espalda, incapaz de tener iniciativas políticas redistributivas.
Andrés Manuel López Obrador en México ha desafiado al poder mediático tradicional con sus famosas «mañaneras», mientras que Jean-Luc Mélenchon en Francia ha apostado por medios de comunicación propios para romper el monopolio informativo de los grandes conglomerados. La lucha por el relato es global, y quien no se suba al ring, se queda fuera del combate.
La contradicción que enfrenta la izquierda en el siglo XXI es doble: ofrecer una alternativa viable al capitalismo mientras opera dentro de un sistema que limita las reformas radicales. Las experiencias históricas, desde la revolución rusa hasta la China contemporánea, muestran que el socialismo ha sido incapaz de superar al capitalismo de manera completa y global. Venezuela, utilizada como espantapájaros por la derecha, se ha convertido en un símbolo de lo que la izquierda no debe hacer, aunque la realidad venezolana es mucho más compleja de lo que pintan sus detractores.
Al mismo tiempo los grandes medios internacionales promueven el modelo de la Argentina de Milei, presentando esta fórmula -abiertamente desastrosa- en el empaque de un exitoso modelo a replicar para el “progreso”, esta palabra de la que se han apropiado quitándole todo carácter cultural, para que se perciba que mientras unos pocos progresan a costa de la miseria de las grandes mayorías, los índices de economía en alza (de esos pocos) justifican cualquier operación mediática o política por escabrosas que estas sean. Los grandes medios, junto a todos los sectores oligárquicos asociados apoyan estos discursos, porque eventualmente defienden mejor sus intereses. Por desgracia, esto es un fenómeno mundial en el que la democracia tal y como la hemos conocido puede pasar a mejor vida.
El desafío es grande, pero no imposible. La izquierda debe construir un relato que articule una alternativa viable al capitalismo, enfrentando al mismo tiempo una correlación de fuerzas mediáticas y políticas que le son adversas.
Así, la pregunta que queda en el aire es cómo la izquierda puede navegar entre estas dos dimensiones —la ideológica y la pragmática— sin perderse en el camino. La clave estará en dominar la narrativa, en ofrecer un modelo alternativo que sea idealista, pero también pragmático y adaptado a las realidades del siglo XXI. Porque si la izquierda no logra encarnar la esperanza que tantos buscan en ella, corremos el riesgo de que esa esperanza se extinga, dejando un vacío que, como ya hemos visto, no tardará en ser llenado por los Milei de turno, con sus fórmulas mágicas ya para el desastre absoluto.
Por Amanda Durán
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