En esta catástrofe, que para la mayoría de las familias recién comienza, saltaron a la vista especialmente tres hechos: el primero fue el impresionante despliegue de solidaridad horizontal mostrada por la clase trabajadora con los damnificados por la tragedia; el segundo, fue la absoluta inoperancia del Estado y su aparato institucional para hacer frente a la magnitud de la crisis como corresponde; y finalmente, el desparpajo y la decadencia moral del gran empresariado a la hora de sacar provecho de la desgracia del pueblo.
Como CTL pudimos estar presentes el primer fin de semana luego del incendio apoyando apoyando humildemente con labores de limpieza y alimentación en el Cerro La Cruz, al igual que muchísimas otras organizaciones, grupos de amigos/as e individuos de diversas ciudades, que con su energía se hacían y se hacen aún presentes aportando como solo desde abajo se sabe hacer, con manos, con inventiva popular y espíritu solidario al igual que en otros momentos históricos, porque este tipo de movilizaciones han estado presentes desde siempre en la historia de Chile. Sin duda es certera aquella consigna de que “solo el pueblo ayuda al pueblo”; aunque falta mucho para llegar a los niveles de organización que desearíamos, al menos se superó con creces la acción del Gobierno, que hábilmente ha hecho pasar mucha de la ayuda de los voluntarios como si fuera del Estado.
Una de las facetas más evidentes de esta solidaridad fue la donación y acopio de recursos. Como es costumbre, el pueblo metió las manos al barro por sus iguales, y quienes más se pusieron fueron los más pobres: los pobladores, los estudiantes municipales, miembros de sindicatos y clubes sociales y deportivos. También hubo voluntarios en la reconstrucción y los seguirá habiendo. Si bien la acción de estos estuvo caracterizada por la desorganización y el desorden que los medios se esmeraron en recalcar, en lo concreto se dio esa espontaneidad creadora que permitió salir de la situación crítica gracias al trabajo conjunto con los vecinos de las casas quemadas.
El Gobierno, por su parte, supo poner lo de siempre: militares, pero no con palas amigas sino con fusiles de guerra, preocupados del orden más que de las verdaderas necesidades. Todo este despliegue popular hubiera sido mucho más difícil si no hubieran existido nexos y redes entre diferentes organizaciones sociales, que fueron capaces de hacerse cargo de gestionar la ayuda y mantener un trabajo constante. Destacamos en esto al Centro Cultural El Trafón, que hoy por hoy es el centro autogestionado de acopio más importante de la ciudad, en donde existen iniciativas importantísimas como la Red popular de Alimentación Cerro Arriba, que coordina las ollas comunes, o los diferentes veterinarios que improvisaron un verdadero hospital de campaña para animales, etc.
En contraste con este hermoso esfuerzo de nuestra clase –cuyo significado y potencial, dicho sea de paso, la izquierda pocas veces ha recalcado ni analizado en profundidad-, la conducta errática de la institucionalidad llegó a nuevos niveles. Junto con negligencias históricas para prevenir al incendio, y los ya habituales errores de la ONEMI, la descoordinación entre el municipio, el gobierno regional y el gobierno central no hicieron más que confundir a la gente. Si sumamos a esto el llamado a que no se hicieran más aportes en ropa y comida, y que no se presentaran más voluntarios, resulta evidente que la preocupación es mantener el control sobre los damnificados más que ayudarlos. Al día de hoy, los grandes contingentes de voluntarios son tan necesarios como al comienzo… El verdadero problema es que en el trabajo voluntario no hay negocio para ningún empresario ni clientela electoral para ningún alcalde de turno.
Mención aparte merecen los medios de comunicación. A las sensacionalistas escenas de sufrimiento que atentan contra la más elemental dignidad humana para ganar un mísero punto de rating, tenemos que agregar el tremendo problema que genera la desinformación que difunden, abiertamente contradictoria con la realidad. Ahora, después de décadas de evidencia, recién surgen las voces críticas desde nuestra rancia clase política, a la que nunca le ha importado nada más que el dinero de sus bolsillos. Pero los medios tienen sus propios amigos, grandes empresarios y redes en el Gobierno que, en conjunto, se afilan los dientes con el negocio de la reconstrucción, a un nivel incestuoso que ya no se preocupan ni de disimular, como lo mostró la situación de las Gift Cards de $200.000 para comprar ropa en grandes multitiendas. A esto se sumaron las publicitadas campañas desde las empresas ofreciendo incluso créditos y “avances” para los clientes afectados por el incendio, con el venidero aumento de ventas mediante especulación y las subidas de precio de ciertos productos. Fue la ostentación mediática de aparentes ayudas que sin embargo no representaron ningún sacrificio del empresariado. Al más puro estilo de la Teletón, varias empresas lavaron su imagen y probablemente lograron gracias a esto, utilidades que proporcionalmente superan mucho a cualquier aporte que hayan hecho.
Afortunadamente, el pueblo es capaz de percatarse perfectamente del descaro con el que intentan engañarlo. Y es que este pueblo ayuda a sus hermanos y hermanas sin esperar nada a cambio más que la construcción de proyectos colectivos, de transformaciones revolucionarias, cuyas formas más rudimentarias muchas veces se prefiguran en este tipo de situaciones desesperadas. Hemos podido evidenciar las excelentes capacidades de trabajo y gestión propias de la clase, y esto nos llena de esperanza. Las organizaciones populares, centros comunitarios y otras organizaciones creadas libremente se muestran como fundamentales para hacer frente a los más grandes desafíos, como lo fue antes del Golpe de Estado, y como lo seguirá siendo siempre.
El viejo lema de “cada quien aporta según sus capacidades; cada quien recibe según sus necesidades” se toma las calles, y se muestra como la salida espontanea ante los momentos de emergencia, cuando el beneficio individual es desplazado por el apoyo mutuo.
Tenemos la convicción de que ahora es el tiempo de mantener y aprender de los niveles organizativos redescubiertos, la coordinación entre afectados, voluntarios y organizaciones sociales de Valparaíso, y ojalá también de otras ciudades. Sabemos que la organización territorial y la articulación con el resto del campo popular son el único camino que nos permitirá conducir nuestros propios procesos de construcción, no solo material sino también política, y evitar que se vuelva a repetir la triste historia de la fallida, manoseada y lucrativa reconstrucción del terremoto del 2010. Porque pronto comenzará –que no quepa duda- el asedio de las inmobiliarias, los sobres con dinero circulando en los pasillos del poder, y las estrategias dilatorias y de división de los afectados por el incendio.
Por lo mismo es importante que el pueblo aprenda de sus errores y que esta vez alce su voz y tome las riendas del asunto. Creemos que las familias porteñas deben mantenerse unidas todo lo posible para evitar que los mercenarios de siempre logren arrebatarles los terrenos conseguidos con sudor y lucha. Si se mantiene una política de negociación colectiva unitaria entre el conjunto de perjudicados por el incendio, y logra estabilizarse una articulación y redes de apoyo con las organizaciones e individuos que aportaron y siguen aportando, cualquier definición política que tomen soberanamente tendrá mejores posibilidades de éxito. En este empeño, probablemente uno de los mejores caminos sea la creación de Comités de Reconstrucción Territoriales abiertos a otros sectores movilizados y solidarios, que además de elaborar, gestionar e implementar sus propios planes de reconstrucción, les permita deliberar y levantar un programa de lucha concreto que vaya más allá, abordando la lucha por servicios básicos (agua, luz, etc.) carentes antes del incendio, o por una vivienda digna, entre otras. De este modo, también, podrán recibir y administrar ellos mismos las ayudas que malamente entrega el Estado de acuerdo a sus necesidades.
Es larga la tarea que tenemos por delante. Sin embargo cuando vemos a personas como nosotros mismos sufriendo grandes pérdidas, empatizamos profundamente con ellos, pues en el fondo nos reconocemos. Esta fraternidad de la clase trabajadora, capaz de movilizar a grandes masas de los sectores populares, en una sociedad capitalista que nos ha insertado a la fuerza valores ajenos como el individualismo, la competitividad y el egoismo, representa para nosotros la esperanza y el aliento para continuar con nuestra lucha.