Israel y su poder económico-político
Durante veinticinco años, desde la Primera Intifada en 1988 hasta octubre de 2023, el conflicto israelí-palestino mató a poco menos de 15 mil personas. Luego, en tan sólo nueve meses, el mismo conflicto se ha saldado ya, según los datos oficiales, con unas 40 mil muertes. El total, desde 1988 hasta julio de 2024, es de aproximadamente 55 mil vidas extinguidas.
Las víctimas del conflicto israelí-palestino, en su inmensa mayoría, no han sido ni militares ni terroristas, sino civiles desarmados, entre ellos dos tercios de mujeres, niñas y niños. Los muertos han sido también mayoritariamente de Palestina y no de Israel. Por menos de 5.000 bajas israelíes, tenemos a más de 50 mil palestinos asesinados, aunque hay cálculos bastante confiables que arrojan la cifra escalofriante de 186 mil pérdidas humanas tan sólo en los últimos nueve meses de bombardeos en Gaza.
La desproporción entre los muertos de Israel y Palestina puede explicarse concretamente por las diferencias abismales entre las capacidades bélicas de sus respectivas fuerzas armadas. Las organizaciones paramilitares Hamás y Hezbollah son prácticamente inofensivas en comparación a Tzahal, el Ejército Israelí, considerado uno de los mejores del mundo, no por su ética ni por su valentía, que no puede tenerlas al especializarse en intimidar y exterminar a civiles, sino por sus capacidades en términos de armamento, recursos financieros y tecnológicos, número de efectivos, entrenamiento e inteligencia. Todo esto lo tiene Israel porque puede adquirirlo gracias a su poder económico y político, un poder que puede explicarse, a su vez, por al menos cuatro factores determinantes.
El primer factor que determina el poder israelí es algo de lo que se ha privado a Palestina: la existencia como un estado independiente, sólido, soberano y formalmente reconocido, financiado con impuestos, cimentado en instituciones bien consolidadas, facultado para tomar decisiones importantes y protegido por legislaciones internacionales. Otro factor determinante del poder israelí, un factor bastante significativo y particularmente decisivo en el plano bélico, es la industria militar de Israel, una de las más grandes, prósperas y rentables del mundo, con empresas públicas tales como Elbit, IAI y Rafael, que están entre los contratistas armamentísticos más poderosos del mundo, con ingresos aproximados respectivos de cinco mil, cuatro mil y tres mil millones de dólares anuales. Un tercer factor asociado con el anterior e igualmente crucial en el plano bélico es la colaboración de Tzahal con diversos gobiernos y ejércitos del mundo, una colaboración que ha incluido servicios remunerados y altamente lucrativos de inteligencia y entrenamiento que han sido contratados por muchos regímenes autoritarios y represivos, entre ellos varias dictaduras latinoamericanas. Finalmente, sintetizando los factores anteriores, un cuarto factor determinante del poder económico-político de Israel ha sido su lugar privilegiado en la estructura capitalista neocolonial y las resultantes redes internacionales y transnacionales de apoyo de las que dispone, redes que se traducen en beneficios tan diversos como donaciones, contratos, negocios, pactos, complicidades, intercambios de favores e influyentes lobbies en el congreso estadounidense y en otros centros de poder.
Israel en el capitalismo neocolonial
El Estado Israelí es tan poderoso porque su poder no es tan sólo su poder, sino el de las grandes potencias que lo apoyan políticamente, entre ellas Estados Unidos, y el del gran capital que lo respalda económicamente, un capital desplegado en grandes corporaciones israelíes y transnacionales. Este doble poder, que en realidad es un único poder económico-político, se basa en la concentración y acumulación de capital en Israel, la importancia relativa del capital israelí en el capitalismo global, el abierto y comprometido posicionamiento sionista de grandes capitalistas en el mundo, la pertenencia cultural de Israel al bloque occidental europeo-estadounidense y la necesidad geopolítica de mantener una suerte de reducto aliado judeocristiano en un mundo islámico percibido cada vez más como amenazante para Occidente. La combinación de tales factores y de otros más le dan al Estado de Israel todo su poder económico-político: un poder imperialista y occidental, capitalista y neocolonial, el cual, además, determina el elevado valor de la vida israelí, blanca y opulenta, en relación con la vida palestina, semita y desheredada.
El poder que el Estado Israelí está ejerciendo sobre Palestina es el que terminó ganando la guerra fría, el que destruyó Vietnam y Centroamérica, el que gobernó Sudáfrica en tiempos del apartheid, el que ha mantenido siempre al continente africano en la miseria, el que bombardeó Irak y Afganistán, el que urdió golpes de Estado y escuadrones de la muerte en Latinoamérica, el que organizó la guerra sucia contrainsurgente y luego contra el narcotráfico en México, el mismo que sigue saqueando y destruyendo los territorios en los que habitamos, el mismo que expulsa a los migrantes y levanta muros infranqueables al sur de los Estados Unidos y alrededor de Europa. No debería sorprendernos que este poder proceda en Palestina como en cualquier lugar del mundo, levantando muros, controlando la circulación de las personas, arrasando tanto los ecosistemas originales como los espacios culturales de los pueblos originarios, degradando y devastando tanto la naturaleza como las otras culturas, deshaciéndose de cualquier obstáculo que se interponga en sus procesos de apropiación y occidentalización, colonización y capitalización, extracción y explotación, mercantilización y rentabilización.
El poder económico-político del Estado Israelí es tan efectivo y tan destructivo porque es el mayor poder actualmente existente en el mundo: el poder inherente al capital, el poder con el que reina el capital como valor supremo de la modernidad occidental, el capital que devora todo lo natural y cultural para acumularse a sí mismo, para producir más y más capital. Este capital, con su máscara política israelí, es el que destruye la biósfera de la región al arrancar los olivos palestinos, contaminar y secar el Mar Muerto y el Río Jordán, succionar y agotar el agua de los acuíferos y manantiales, multiplicar autopistas, fraccionamientos y centros comerciales ahí donde antes había cabras pastando entre los arbustos de los bosques primarios. El mismo capital es el que arrasa las aldeas y ciudades palestinas, derribando casas y departamentos, pero también hospitales, escuelas y universidades, tiendas y mercados, talleres y bibliotecas, museos y mezquitas.
Israel, el capital y la cultura
Entre los efectos de los bombardeos israelíes de los últimos nueve meses, hay que mencionar algo demasiado grave de lo que se habla demasiado poco. Esto es la destrucción del rico patrimonio cultural de la Franja de Gaza, incluyendo asentamientos prehistóricos de las edades de bronce y hierro, el Museo Nacional y el Museo Al Qarara con sus miles de piezas arqueológicas de valor inestimable, el puerto griego de Antedón mencionado por Homero en La Ilíada, la Iglesia de San Porfirio considerada la tercera más antigua del mundo, los Archivos Centrales con documentos históricos únicos e irrecuperables, todas las bibliotecas importantes de la región, la Universidad de Israa, el palacio medieval Qasr al-Basha, el Hamam al-Sammara del siglo XIII y mil de las 1.200 mezquitas del territorio, entre ellas la majestuosa Gran Mezquita Omari, la más grande y antigua de la región, que fue originalmente una iglesia bizantina del siglo V. Tenemos aquí una hecatombe cultural de la que son víctimas no solamente los palestinos, sino la humanidad en su conjunto, pues lo destruido por el Ejército de Israel forma parte de la civilización humana y es patrimonio cultural de toda la humanidad.
En el mejor de los casos, Tzahal se ha dedicado a robar en lugar de simplemente destruir. Hay registros de militares israelíes llevándose las 3000 piezas arqueológicas del museo de la Universidad de Israa antes de abatir el edificio universitario. Sin embargo, al mismo tiempo, hay un vídeo en el que aparecen soldados israelíes quemando libros de la biblioteca de la Universidad de Al-Aqsa. Este acto nos recuerda irresistiblemente aquellas hogueras nazis de 1933 en las que ardieron textos de autores judíos como Karl Marx y Sigmund Freud, pero ahora, por una triste ironía de la historia, son militares de Israel quienes atizan y alimentan el fuego.
La sistemática destrucción cultural y no sólo natural es una prueba más de que el poder económico-político del Estado Israelí ha terminado confundiéndose con el del capital. El sistema capitalista, en efecto, se distingue por su propensión estructural a destruir la naturaleza y la cultura, ya sea consumiéndolas al explotarlas, cuando son explotables, o bien, cuando son inexplotables, eliminándolas o desechándolas porque estorban o se interponen en el proceso de apropiación, extracción y explotación. Es exactamente lo que observamos en Gaza y en Palestina en general.
El sionismo y su incompatibilidad con el judaísmo
A fin de cuentas, haciendo abstracción de los escombros y de los cadáveres, únicamente queda el capital, el capital israelí o transnacional, ahí donde antes había paisajes o pueblos milenarios como el palestino y el beduino, pero también el pueblo judío, pues el judaísmo está siendo igualmente degradado y amenazado por el capitalismo. El valor económico unidimensional y cuantificable del capital resulta incompatible con los valores simbólicos multidimensionales e incuantificables de una cultura tan rica y tan compleja como la judía. Es importante comprender aquí algo que fue ya vislumbrado por Marx en la Cuestión judía: el judaísmo secularizado y modernizado, el occidentalizado y confundido con el capitalismo neocolonial, el que ahora toma la forma del sionismo israelí, este judaísmo envilecido no es el judaísmo propiamente dicho, habiéndose vaciado a sí mismo de su esencia original, de su núcleo religioso y moral, de su contenido cultural semítico milenario, el cual, por cierto, suele estar más cerca de la cultura palestina que del nacionalismo sionista.
El actual sionismo no obtiene su vigor de la vigorosa cultura judía. Su vigor proviene más bien de lo que Freud ya describía en una carta de 1930 como “la exaltación de las masas y la cooperación de las personas ricas”, esto en el mejor de los casos, pues en el peor, la fuerza del sionismo es pura y simplemente la del capital, como parecen reconocerlo tanto sionistas como antisionistas. Unos y otros perciben los hilos invisibles que unen el sionismo con el capitalismo, percepción que sólo se traduce en delirio antijudío, en conspiracionismo antisemita, cuando se confunde lo judío con lo sionista.
La diferencia insalvable entre el sionismo y el judaísmo es algo evidente para judíos antisionistas de izquierda como los famosos intelectuales Illan Pappe y Norman Finkelstein, pero también para judíos conservadores y ultraortodoxos de grupos como Satmar y especialmente Neturei Karta. Estos grupos, gracias a su rigurosa y escrupulosa fidelidad a la tradición, han comprendido que el sionismo constituye una idolatría incompatible con los mitzvot, los preceptos bíblicos en los que se resume la esencia moral de la cultura judía. El judaísmo, en efecto, debe corromperse y devaluarse para entrar en lógicas modernas tan mezquinas como las del capitalismo, el neocolonialismo y la confluencia de ambos en el sionismo.
Considerando la incompatibilidad entre la cultura judía y su instrumentalización política-económica sionista, podemos decir que el actual Estado Israelí es el espacio menos indicado para la subsistencia del verdadero judaísmo. Este judaísmo no es algo que pueda realizarse entre los militares de Tzahal y los gobernantes de Israel. El sionismo es tan desfavorable para lo judío como las bombas israelíes para la tierra palestina en la que brotó lo judío.
La herencia judaica de los palestinos
Si buscamos el verdadero judaísmo en el conflicto israelí-palestino, lo encontraremos no en la bajeza racista y nazi-fascista de Benjamin Netanyahu y de los demás criminales sionistas que gobiernan Israel, sino en los justos, en los Tzadikim, en los judíos y en los goyim que protestan contra los sionistas. Quizás también descubramos el verdadero judaísmo entre los auténticos herederos de los judíos muertos en el holocausto, entre aquellos en los que reencarnan simbólicamente las víctimas de los nazis, entre las actuales víctimas del sionismo en la Franja de Gaza. Es en el pueblo palestino en el que tal vez tengamos la versión actual más pura y fiel del auténtico pueblo judío, el perseverante y obstinado, el exiliado y perseguido, el errante y universal con el que nos identificamos cuando creemos en la justicia.
Por lo demás, incluso en el nivel de la particularidad cultural, el espíritu del judaísmo parece radicar más en la cultura palestina que en el nacionalismo sionista. Lo entrevemos no en la violencia de Tzahal ni en las intrigas políticas y las derivas ultraderechistas del gobierno de Netanyahu, sino en la profunda religiosidad monoteísta de los palestinos, en su confianza en la divinidad, así como en su fraternidad, en su comunitarismo y en su estricta moralidad patriarcal, en su perseverancia y resistencia, en el sumud que los caracteriza. El judaísmo está presente incluso en el estilo palestino de vida, en su pastoreo y en sus cabras, en su relación tan íntima con la tierra bíblica y con su vegetación, con sus vides, higueras y olivos. Al arrancar estos olivos, es como si el sionismo quisiera extirpar el judaísmo defendido y preservado por los palestinos.
Los palestinos pueden ser considerados, en el plano cultural-simbólico aún más que en el real-genético, los descendientes de los judíos que habitaban en el Israel de la antigüedad. Aquellos judíos no dejaron de mezclarse con otros pueblos y fueron a veces cristianizados y arabizados, engendrando tanto a los judíos actuales como a cristianos y musulmanes palestinos, pero en los palestinos, con ellos y como ellos, frecuentemente preservaron mejor su cultura, una cultura profundamente incompatible con el capitalismo neocolonial y con su expresión ideológica-política en el actual sionismo israelí. Si los sionistas están exterminando a los palestinos, quizás también sea porque les recuerdan su origen y les hacen ver la forma en que lo han traicionado en el sionismo.
El origen traicionado por los sionistas es preservado tanto por los palestinos como por otros musulmanes, por muchos cristianos y también evidentemente por muchos judíos. Este origen es el judaísmo que se transmite a la cristiandad y finalmente al mundo islámico, así como también a la filosofía espinosista, la tradición marxista, la perspectiva psicoanalítica y las versiones profanas y seculares de la misma herencia cultural. Sin embargo, además de ser el núcleo judaico de nuestra civilización, el origen es algo aún más remoto y más profundo: el origen semita común de los judíos y de los árabes. Conjeturar esto nos conduce hasta la tesis freudiana del origen egipcio de Moisés y su reinterpretación por el palestino Edward Saïd.
El sionismo antisemita y su función como bandera de la ultraderecha
Siguiendo a Freud, el antisemitismo nazi podría comprenderse como una reacción de los europeos contra un judaísmo que les recordaba su origen semita. Este origen semita podría ser, de acuerdo a lo que sugiere Saïd, el mismo contra el que reaccionarían ciertos partidarios del sionismo, como sucesores del nazismo, en su persecución y exterminación de los palestinos. Después de todo, por su cultura y a veces también por su constitución genética, la mayoría de los palestinos podrían caracterizarse no sólo como herederos de los judíos bíblicos, sino como los más semitas de Israel, si es que semejante caracterización tiene algún sentido.
Es verdad que aquello tan difuso que se ha identificado como semitismo, tanto en sentido cultural como supuestamente genético, sería un rasgo característico de los judíos mizrajíes y sefardíes, pero sabemos que esto mismo los hace merecer el rechazo racista de muchos asquenazíes, como aquellos que en México utilizan el término peyorativo “shajatos” para designar a los judíos a los que perciben como semitas. Quizás este antisemitismo sea el mismo que se manifiesta contra los palestinos entre algunos sionistas israelíes blancos o blanqueados. Tal vez la repugnancia de estos sionistas hacia lo semita palestino sea también la misma que sentían los arios alemanes hacia lo semita de los judíos. Si así fuera, entonces el antisemitismo nazi habría terminado convirtiéndose en el antisemitismo sionista que ha sido ya denunciado por diversos autores, entre ellos Alan Hart, Slavoj Zizek y Tim Anderson.
Sobra decir que el sionismo racista e islamófobo es la principal expresión importante de antisemitismo en el actual conflicto israelí-palestino. Cuando los sionistas acusan de antisemitismo a un antisionista, quizás tan sólo estén proyectando en él aquello en lo que se han convertido, aquello que son y no quieren ser, aquello que los acecha en el espejo, aquello que persiguió y asesinó a sus ancestros en Europa. Lo cierto, detrás de la superficie especular, es que el antisionismo constituye una reactualización del antifascismo y el antinazismo, siendo la mejor forma en que podemos posicionarnos contra el racismo y contra el antisemitismo en el contexto del conflicto israelí-palestino. Correlativamente, ser sionistas o proisraelíes puede ser la nueva forma de ser nazis, pronazis o al menos ultraderechistas y autoritarios, como lo han confirmado en Europa la alemana Alice Weidel, el holandés Geert Wilders, la francesa Marine Le Pen, el británico Nigel Farage y el húngaro Viktor Orbán, todos ellos aliados incondicionales del sionismo israelí. Es lo mismo que se ha observado en el continente americano con el estadounidense Donald Trump, el brasileño Jair Bolsonaro, el argentino Javier Milei, el ecuatoriano Daniel Noboa e incluso alguien de ascendencia palestina como el dictadorcillo salvadoreño Nayib Bukele.
Sionismo como identificación con el agresor
Si resulta incomprensible que alguien como Bukele apoye el genocidio palestino, es por lo mismo por lo que tampoco es fácil comprender que ciertos sionistas, real o simbólicamente emparentados con las víctimas del nazismo, hayan terminado convirtiéndose en una suerte de reencarnaciones de los nazis. Quizás la razón de esto haya sido el mecanismo que los psicoanalistas Anna Freud y Sándor Ferenczi describieron como una “identificación con el agresor”. Que algunos judíos tendieran a identificarse con sus verdugos alemanes fue algo que Bruno Bettelheim ya observó en los campos de concentración de Buchenwald y Dachau, donde había prisioneros que emulaban los atuendos, gestos y comportamientos violentos de los nazis. Este fenómeno parece haberse generalizado posteriormente con el sionismo israelí, como lo comprobamos ahora mismo en Gaza y como ya lo constatábamos desde hace más de medio siglo en masacres de palestinos como las de Al-Dawayima y Deir Yassin, perpetradas entre 1947 y 1953, justo después del holocausto judío.
Si la Shoah retorna en la Nakba, si la catástrofe judía se repite en la palestina, tal vez no sea porque los judíos necesitaran conscientemente vengarse de los alemanes con los palestinos. La dinámica subjetiva subyacente a la Nakba sería más bien que algunos y sólo algunos judíos han terminado identificándose inconscientemente con sus victimarios nazis y han debido por ello imponer a los palestinos aquello mismo que los judíos sufrieron en manos de los nazis. Pienso que esta dinámica inconsciente podría explicar en parte, al menos en la esfera de la subjetividad, la tendencia genocida característica del Estado israelí.
Cierto sionismo israelí sería entonces, en suma, el retorno sintomático del nazismo a través de sus víctimas inconscientemente identificadas con él. Sin embargo, para no psicologizar algo fundamentalmente histórico y económico-político, debemos reconocer cómo la identificación del sionista con el agresor nazi no es aquí, en la estructura, sino la identificación con aquello capitalista-neocolonial que fue el nazismo en tanto que retorno sobre Europa del colonialismo europeo, como lo viera muy bien Aimé Césaire en su tiempo. Digamos que el capitalismo y el neocolonialismo son aquello con lo que se identificaron los sionistas que se identificaron con el nazismo. Hay que entender bien que el nazismo y el sionismo no son más que manifestaciones ideológicas de la estructura capitalista neocolonial en su fase avanzada imperialista.
Palestina en México
La brutalidad en la colonización europea de África fue la misma de los nazis en Europa y ahora de los israelíes al colonizar Palestina. En Palestina, como en África, la colonización ha sido claramente para el capital, para su acumulación primitiva y para su lógica extractiva y expansionista. Es el capital, en efecto, el que se personifica en los colonos israelíes y en los militares de Tzahal que desalojan a los palestinos y los despojan de sus tierras.
Lo que sucede en Palestina, la expulsión y desposesión de una población autóctona en beneficio de otra blanca o blanqueada en la que se encarna el capital, es algo con lo que estamos familiarizados en Latinoamérica y específicamente en México. En el rincón del mundo en el que habitamos, el poder capitalista-neocolonial adopta la forma de aquello que Pablo González Casanova llamaba “colonialismo interno”. Este colonialismo es un rasgo distintivo de la pigmentocracia mexicana con sus relaciones entre clases racializadas: relaciones de clase que establecen los blancos y blanqueados, mestizos y ladinos de las ciudades, con indígenas y campesinos en general.
El vínculo colonial que observamos en México también opera en las relaciones de los israelíes con los palestinos como indígenas y campesinos, pero también con su naturaleza, con sus territorios, con sus lagos y ríos, con sus olivos y sus demás árboles. En Palestina como en Latinoamérica, el planeta es defendido por los indígenas, defendido contra la hidra capitalista neocolonial con sus cabezas blancas o blanqueadas, invariablemente racistas, allá sionistas y antisemitas, aquí modernas empresariales y productivistas, unas veces mineras, otras veces ganaderas, aguacateras, tequileras, mezcaleras, narcotraficantes y muchas cosas más.
En Palestina como en México, el poder económico-político es el del capitalismo neocolonial, un poder siempre ecocida, que arranca olivos y tala algarrobos en Palestina mientras en México acaba con las milpas tradicionales y derriba ceibas, encinos, mezquites y huizaches. Es el mismo poder implacable que remplaza los bosques primarios por hileras de pinos en Palestina y por hileras de aguacates o agaves en México. Es el mismo poder que agota los acuíferos de todo el planeta, el mismo que está secando aquí nuestro Lago de Cuitzeo y allá el Mar Muerto, el mismo que está contaminando allá el Río Jordán y aquí el Río Lerma. Este poder, como sabemos, es el principal responsable del calentamiento climático, de la devastación del planeta y del resultante riesgo de aniquilación de la humanidad.
Sólo no hay que olvidar que el capitalismo y el neocolonialismo amenazan con destruir no únicamente la naturaleza y la humanidad, sino también las diversas configuraciones de la civilización humana. El poder capitalista-neocolonial constituye una amenaza para las culturas tanto de nuestros pueblos originarios como del pueblo palestino, el cual, tampoco hay que olvidarlo, es el pueblo originario de Palestina. Si este pueblo perdiera también la Franja de Gaza, la derrota sería no sólo de Palestina contra Israel, sino de los indígenas del mundo contra el neocolonialismo occidental globalizado. Sería igualmente otra derrota más de la humanidad contra el capitalismo, de la civilización humana contra el mercado capitalista, de la cultura contra el dinero, de la vida contra el capital y específicamente contra el sector industrial militar del capital, contra sus bombas, contra la muerte.
Por David Pavón-Cuéllar
Texto publicado el 20 de julio de 2024 por La Haine, que amplía y profundiza una charla ofrecida en el marco de un evento organizado por el Colectivo de Solidaridad con Palestina en Michoacán. Y republicado el mismo día en el blog del autor.
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