Por Amanda Durán
Convengamos, acá se gana o se pierde, esa es la regla. Para ganar es necesario no solo tener y acaparar, sino disciplinar todo atisbo del alma que pueda provocarnos mínimamente algo de temor, rechazar estoicamente las emociones humanas, para que nunca te pase, que nunca llegues a sentir de verdad, con total entrega, porque entonces reconoces el dolor, y duela lo que duela, pierdes.
La indiferencia se aprende, es muy simple de ejercer, y provoca el efecto de tener el control para no fracasar en un mundo que siempre es una amenaza. La indiferencia es necesaria sobre todo para los que menos coraje se tienen a sí mismos, y son ellos, expertos en contener el pánico, los que responden con violencia. Quien no está en paz consigo mismo, está en guerra con el mundo. Pareciera que mientras el mayor dolor pese en otros, ese dolor no les pertenece. Pero todo dolor humano, siempre todo lo traspasa como infinitos puñales que en todos los colores aprendimos a ignorar “porque hay que mantenerse firme compañero”, “porque los grandes no lloran hermano”, “porque a una mujer se la somete o se castiga compadre”, y porque como mayor manifestación del desarraigo entre dolor y palabra al que se conmueve o sufre le decimos “vulnberable” a viva voz, y les informamos así, como si fuera un gesto de empatía, que son oficialmente “abusables” solo por sentir.
Por eso no es raro que el dolor lo haya ya infectado todo, supuramos por todo el pellejo un dolor al que no hay cómo apartar. Porque es tarde, ahora es tarde, es tu propio cuerpo el que suplica “¡grita!”, y no, no puedes, te obligas a callarte. El único respiro que nos da la indiferencia es el precario poder de ejercer violencia para tener menos miedo que el otro; a mayor indolencia, mayor crueldad, y a mayor escala, mayor impunidad.
Nos enseñaron la estúpida idea de que perder el equilibrio es siempre caer, no importa quién te haya botado, es la idea de que caer es perder, y aún peor, el relato insiste que eso que pierdes es tu autonomía, y que quienquiera que sea puede, y vendrá a tomar de ti todo. Pero yo, cariño, yo que lo viví, tan terrible y tan hondo, desde ese fondo doy testimonio que lo único que perpetuó que fuera agredida fue el pánico oculto de mi agresor y la condena recibida por mi entorno a que esa agresión me conmoviera. Te puedo jurar también que no necesitas ese miedo, que lo único que consigue revelar esa caída es aprender a levantarte y que contigo se respira mejor, que la vida nunca más asusta, que era falso que necesitaras de otros brazos, y que en verdad lo único que podía hundirte eran esas prohibidas «lágrimas de mierda» que un día ya no te caen tan mal. El aire se libera.
Escuchemos ahora el dolor que no se dice porque taladra, porque ya resuena demasiado, porque es tremendo, y yo sé, tus oídos también duelen, es ese llanto desgarrador, ese grito que atraviesa el aire y se incrusta como bacteria, tan inoportuno, inapropiado, insoportable y es de él: Mohammed Mahdi Abu Al Kusam. Sí, otra vez otra morgue de Gaza, el mismo cemento que quema los mimos pies y sostiene a otros cientos de cuerpos congelados, de todos los tamaños, envueltos en otras sábanas blancas, que los protegen del mismo sol que tanto les pertenecía. Mohammed está allí para identificar los cuerpos de sus recién nacidos, con dos certificados de nacimiento, uno en cada mano, y los sostiene bien y los levanta, para afirmar que sí existieron dos hijos, que sí, que tuvo una esposa, y que él fue padre durante un día en agosto.
Si pudiste escucharlo ahora, sabes que ya es tiempo de romper este espantoso silencio. Sabes que no hay forma de seguir mirando hacia otro lado, porque desde todos los ángulos, sabes también, que todo puede verse. Es tanta la tragedia sobre nuestras propias tragedias, que la crueldad se expone diariamente en noticieros monótonos. Todos atentos -por morbo o por costumbre- a una masacre que provea la siguiente gran historia. Callados, como corresponde.
El genocidio en Gaza ya ha cobrado más de 40.000 vidas en solo diez meses, según cálculos oficiales, aunque estudios como los publicados por la revista Lancet sugieren que las cifras podrían ser mucho mayores, incluso superar las 120.000 víctimas fatales. En medio de este panorama las potencias mundiales, lejos de actuar como mediadores de paz, han contribuido a la progresión de la violencia. Paquetes de ayuda multimillonarios, venta de armas avanzadas, y declaraciones de apoyo incondicional a Israel desde las más altas esferas políticas de Occidente han sido la norma, no la excepción.
La administración de Biden ha jugado un papel sombrío, con una humilde propuesta de cese al fuego -algo sencillo, solo hasta noviembre-, para que la sangre de esos niños, los niños de nadie, no estorbe en la campaña antes de las elecciones. Propuestas que con toda naturalidad dicen “son de paz”, pero han sido escritas por Israel, quienes reciben de sus arcas simultáneamente miles de millones de dólares en refuerzo militar. El gobierno estadounidense ha vetado repetidamente resoluciones de la ONU que buscan implementar un alto al fuego definitivo y promover una solución pacífica. El implacable apoyo simbólico, político, económico y militar de EE.UU. a Netanyahu y la nula reacción mundial ante esto, es una pequeña muestra de cómo la indiferencia socava a gran escala todo gesto compasivo, los principios democráticos y humanitarios, en todo rincón del mundo, permitido por cada ser humano.
Ahora que todos lo vemos, es imperativo no solo cuestionar la narrativa oficial, ahora que todos lo escuchamos, es hora de actuar. El apoyo a movimientos como el BDS (Boicot, Desinversiones y Sanciones), la participación en manifestaciones y la presión sobre nuestros gobiernos para que adopten una postura firme contra la injusticia, son pasos y son pasos de amor, el único antídoto contra el miedo.
Son las voces de los que duelen, todos los que duelen, no sólo Mohammed ni los millones más en Gaza, son nuestras voces las que dolorosas nos condenan y nos exigen simplemente gritar, caer, soltar, sentir. Cada uno de nosotros tiene en sus manos o en su voz, un color que al fin cubra este genocidio tolerado, pero para eso primero tendrás que aceptar tus propios desmembramientos.
La humanidad merece más, merece ya aullar el desgarro, que algo estalle, una rebelión brutal contra la tolerancia que ha normalizado el sufrimiento. No admitamos que la perversión escriba todo el guion y que ese guion no nos convoque, que el desconsuelo no nos conmueva, y que torrentes de sangre se descompongan en un rincón de nuestras cocinas como accidentes domésticos. Silenciemos a la indiferencia y permitámonos sentir profundamente el dolor de los otros, porque, aunque quieras negarlo ya lo sientes, es profundamente propio, y somos todos, tú sí sabes que somos todos, los que estamos siendo masacrados también en Palestina, no importa cuánto tiempo alcancemos a ignorarlo. Es el valor de tu vida, la de los hijos que no tuvimos, los que aun nadie ha asesinado, y también la mía, lo que estamos despreciando cada vez que cerramos los ojos.
Y es que si no podemos es porque todo ya está infectado. Si crees que el mundo te necesita fuerte, no ves la tremenda fuerza que tenemos los quebrados, esos que quizás también rompes para mostrar que estás entero. Nadie puede estar completo sin un corazón y de eso sí que sabemos los dolorosos. Los que castigados por sentir tanto nos volvemos parias. Los que desde nuestra hermosa oscuridad los observamos.
Es posible que quede algo de luz, una ruta en la que podamos ser humanos, pero profundamente humanos, sintientes, removidos y movilizados por detener este dolor que nos enferma antes de que sea tarde, y cariño, ya mañana es demasiado tarde. Palpitemos ahora, está mi mano en tu mano, hagámoslo juntos desde donde sea que estemos, y abracemos con ternura los sofocados gritos que te desgarran, los temblorosos míos que te molestan, y los inapagables gritos de Mohammed en Gaza.
Por Amanda Durán
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