El 15 de septiembre es el evento cívico más importante de México: la conmemoración del inicio de la lucha por la Independencia. A diferencia de muchas naciones que celebran la culminación de su independencia, México celebra el inicio de la rebelión. Esto tiene un trasfondo histórico significativo, ya que la independencia formal en 1821 fue protagonizada no por los insurgentes que iniciaron la lucha, sino por los conservadores. El triunfo final en esa etapa de la historia vio a Agustín de Iturbide proclamarse emperador del país, lo que llevó a la creación de un breve imperio que rápidamente fue reemplazado por la República en 1824. Sin embargo, a pesar de estas complejidades, la figura de Miguel Hidalgo y Costilla, el cura que lanzó el primer grito de independencia, ha sido reivindicada por generaciones, y su arenga se sigue replicando en cada esquina del país.
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Curiosamente, el ritual del “Grito” que hoy conocemos no tiene sus raíces directamente en Hidalgo, sino en un periodo aún más controvertido de la historia: el efímero imperio de Maximiliano de Habsburgo. Buscando arraigar su mandato en una identidad nacional, Maximiliano decidió emular a Hidalgo y consolidar la imagen del «Padre de la Patria», aunque en realidad no existía un retrato del cura de Dolores. La imagen que hoy vemos de Hidalgo, con su cabello cano y su mirada firme, es en realidad una interpretación de Maximiliano basada en descripciones de la época. Este detalle histórico, aunque poco conocido, es solo uno de los muchos ejemplos de cómo la historia de México ha sido moldeada por intereses políticos.
Durante décadas, la ceremonia del Grito se ha mantenido como una de las fechas cívicas más importantes, y cada presidente le imprime su toque personal. Este 2024 no fue la excepción. El presidente Andrés Manuel López Obrador, en su última ceremonia como jefe de Estado, utilizó la plataforma para vitorear los logros de la Cuarta Transformación, el movimiento que ha definido su mandato. Fue, además, una despedida simbólica de la Plaza de la Constitución, espacio que ha sido testigo de muchas de sus luchas y victorias políticas a lo largo de su carrera. Un cierre emblemático para una figura que ha sabido dominar el escenario político desde esa misma plaza.
Pero no todo es solemnidad y patriotismo durante estas fechas. La tragicomedia mexicana también encuentra su lugar en otro de nuestros grandes símbolos: el Himno Nacional. Nacido durante los años turbulentos de Antonio López de Santa Anna, el himno ha sido un fiel compañero en los momentos de gloria y pena del país. Curiosamente, y a pesar de su antigüedad, el himno no se consolidó como símbolo nacional hasta después de la restauración de la República, tras la caída de Maximiliano en 1867. Su versión oficial, que omite ciertos de versos que glorificaban a los conservadores, ha perdurado hasta hoy.
El Himno Nacional, con su solemne letra y música vibrante, ha cobrado vida en todo tipo de eventos, pero quizás uno de los momentos más peculiares en los que resuena es en los eventos deportivos. Desde los Juegos Olímpicos hasta las peleas de boxeo, la interpretación del himno se ha vuelto un ritual predecible y, lamentablemente, a menudo desafortunado. La lista de fallas y equivocaciones es larga, y en esta ocasión fue Camila Fernández, hija de la dinastía Fernández, quien sucumbió al entonar el himno durante una pelea del boxeador Saúl «Canelo» Álvarez. Al igual que muchos otros antes de ella, la joven cantante se equivocó en una de las estrofas, lo que desató las críticas de miles de mexicanos en redes sociales.
Lo curioso es que esta repetición de errores tiene una explicación sencilla: el Himno Nacional no está diseñado para ser «cantado». Más bien, debe ser entonado con respeto y solemnidad, algo que a menudo se pierde cuando las personalidades del mundo del entretenimiento se aventuran a interpretarlo. La constante mala ejecución del himno en eventos deportivos nos recuerda que el espectáculo y la solemnidad cívica no siempre van de la mano.
Y hablando de espectáculos, no se puede omitir mencionar que Saúl «Canelo» Álvarez se ha convertido en una especie de símbolo deportivo de las fiestas patrias. Cada año, en septiembre, el boxeador pelea frente a un público emocionado, aunque sus rivales suelen ser cuestionados por muchos. Es una suerte de teatro repetitivo, donde el «Canelo» elige pelear en estas fechas, no solo para capitalizar el fervor patriótico, sino también para proyectarse como el campeón que representa los ideales de la nación. Sin embargo, como suele suceder en el boxeo moderno, la calidad de sus contrincantes a menudo deja qué desear, alimentando la percepción de que, al igual que otros aspectos de nuestra historia, este espectáculo es más forma que fondo.
El himno, por su parte, sigue siendo el estandarte que levanta los ánimos en cualquier contienda, aunque, tristemente, muchas veces queda opacado por las desentonaciones y errores de los intérpretes. Pareciera que, al igual que en nuestra historia política, hay momentos de brillantez y otros de confusión, y el himno es el reflejo perfecto de esa dualidad.
Así, año con año, la Independencia de México se celebra entre lo solemne y lo ridículo, entre el fervor patrio y la comercialización de las fechas. El Grito de Independencia y la interpretación del Himno Nacional en eventos deportivos son dos caras de una misma moneda: una que representa la identidad, pero también la contradicción. Como en tantas otras facetas de nuestra vida pública, la historia y la cultura mexicana están llenas de simbolismos que se renuevan constantemente, en un ciclo donde lo trágico y lo cómico se entrelazan. Y así, la historia de México, como siempre, sigue siendo una tragicomedia que año tras año se vuelve a contar, con nuevos protagonistas y viejas fallas. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@oneortiz
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