Hace 84 años, Walter Benjamin, uno de los principales filósofos de la teoría crítica, decidió interrumpir sus pasos por el mundo. Las vicisitudes de la vida, el exilio, su origen judío, el ascenso del nazismo y el inicio de la Segunda Guerra Mundial, lo arrastraron a un inevitable desenlace.
La noche del 26 de septiembre de 1940, Benjamin eligió el camino para escapar de la “barbarie” del fascismo, así como de su propia y tormentosa fragilidad.
Hoy rememoramos, de un modo particular, a este libre pensador y crítico literario. El cual, desde los extremos, brindó clarividencia para describir las transformaciones del llamado “progreso”, y de la apabullante “modernidad”.
La interrupción de los pasos
Es otoño, septiembre de 1939, el alba de dicha estación anuncia su llegada bajo la sombra catastrófica del totalitarismo. Para muchos el ambiente se tornará más frío y sombrío de lo normal. Los fuertes vientos los arrastrarán a lugares lejanos, algunos inimaginables; mientras que otros quedarán sepultados bajo la tierra por las constantes lluvias y tormentas de un fatídico porvenir.
Es otoño, envueltos en la incertidumbre, temor y desesperación, un gran número de personas comienza a huir de tal escenario. Europa ya no sería la misma desde entonces, la barbarie se apoderaría de ella hasta colapsar en todo aspecto de la vida política, económica, social y cultural.
Es otoño, los paisajes cambiarán de color. La melodía, armonía y ritmo de los tonos verde; amarillo, naranja, rojo y marrón, experimentarán abruptamente el sonido a contratiempo de las “batalla relámpago”, así como los silencios de la destrucción.
Es otoño, los árboles no son los únicos que se secarán; desnudos gimen, lloran y suspiran ante la madurez y el ocaso. Las hojas no son las únicas que caerán; también lo hará el honor, el orgullo y la dignidad. Pese a la fragilidad y la desolación de las emociones, algunas flores sobrevivirán.
Es otoño, una estación seca y áspera para los desesperados, un tenso respiro melancólico para los desesperanzados. Días cortos y noches largas bajo la densa bruma de los sueños y la reflexión. Al final todo viene y va… Hasta el otoño mismo.
Es otoño, septiembre de 1940, un año ha pasado del inicio de la guerra, la situación en Europa es cada vez más grave y devastadora. En el continente se respira la muerte; aunque para algunos, aún quedan posiciones que defender.
Bajo el aura del exilio, un hombre de origen judío-alemán, ahora apátrida (ya que le había sido retirada la nacionalidad alemana desde febrero de 1939), huye desesperado de las ruinas y la catástrofe. Su idea de defender alguna posición se desvaneció, a la vez que la vitalidad de su cuerpo y su posible salvación.
Amenazado y perseguido, sale de París semanas antes de que los nazis entraran a la ciudad. Es un hombre de “huidas”, lleva varios años conociendo las penurias del exilio, ya que el nacionalismo alemán impidió toda posibilidad de trabajo para los judíos desde 1933, por lo que cientos de miles emigraron de la Alemania nazi a pesar de enfrentar graves impedimentos migratorios. Su historia la comparte con los millones de seres humanos arrojados al destierro, o peor aún, perdidos en el olvido.
Tras siete años huyendo debido a la represión, a la falta de trabajo y a la limitación de la vida cultural e intelectual, desde marzo de 1933, este hombre sale de Alemania para establecerse en París, realizando esporádicos viajes por Dinamarca, Italia e Ibiza. De 1933 a 1940, este exiliado experimentó una serie de sucesos de toda índole, tanto materiales como emocionales, mismos que lo llevaron a lidiar con una inmensa frustración. Pobre y enfermo, pero aun con cierta esperanza, ahogaba las penas con largas horas de lectura y escritura, embriagando su experiencia al hacer de la precariedad, todo un arte de vida y resistencia.
Al estallar la guerra, el primero de septiembre de 1939, este hombre fue encarcelado en un campo de “trabajo voluntario” en Nevers, y liberado en noviembre gracias al apoyo de algunos amigos y compañeros. Regresó a París y, en junio de 1940, no tuvo más remedio que huir al sur de Francia, a Lourdes; para después, en agosto, recibir una visa en Marsella para emigrar a los Estados Unidos.
En septiembre se dirigió a España con el propósito de cruzar la frontera junto a otros refugiados. Estos lograron atravesar los Pirineos orientales de forma ilegal, posiblemente por la «ruta Lister», sin embargo, alcanzar España, cruzarla y llegar a Lisboa, Portugal para embarcarse hacia América, no salió como ellos hubieran querido.
Aquel hombre enfrentaría con desesperación las últimas horas de su vida en un pequeño pueblo fronterizo llamado Portbou. Un misterioso lugar de paso que resguarda historias de exilios tras sus oscuras rutas de escape. Aquel pueblo límite encajado entre montañas y con salida al Mediterráneo, le tendría reservado un final inquietante.
Es otoño, septiembre de 1940, aquel hombre es hallado sin vida en una habitación de hotel de Portbou. Su muerte es una alegoría de misterio y soledad: suicidio o asesinato. Ambos casos pueden explicarse como los últimos actos del drama de una vida tormentosa.
Hoy ese hombre deambula como un fantasma en vilo que repite e interrumpe una y mil veces sus pasos. Que dentro del umbral recrea caminos y encrucijadas buscando aquel tiempo perdido por medio de la memoria. Un fantasma que se enfrenta a los fantasmas del pasado a través de sus recuerdos fugaces y fragmentados. Un testigo ausente que despertó del sueño fantasmagórico para seguir vagando entre las ruinas y los paraísos de su historia, hasta perderse en las profundidades del mar.
Es otoño: “la muerte al final es una cuestión accesoria”.
Texto: Fernando Cabrera para El Ciudadano México
Foto: Redes
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