No cabe duda de que la primera semana de gobierno de la presidenta Claudia Sheinbaum ha estado marcada por su condición de mujer. Ha dejado claro desde el principio de que quien está gobernando es una mujer y que su estilo de gobierno está marcado por su condición de género. Una muestra de ello es el paquete de reformas constitucionales para la protección de mujeres que anunció dos días después de asumir el mando presidencial y que enviará a la Cámara de Senadores. También su condición de mujer se ha hecho evidente por los ataques o expresiones denostativas de carácter misógino que ha empezado a recibir. Un ejemplo de ello es el desafortunado chiste del actor Rafael Inclán en el sentido que una ama de casa gobernaría en México los próximos seis años.
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Desde que era candidata la derecha la hizo objeto también de ataques machistas: ella no era autónoma si no recibía órdenes de un hombre, Andrés Manuel López Obrador. Todos los señalamientos que se hacen en el sentido de que éste seguirá gobernando desde su quinta en Palenque tienen ese sustrato machista. ¿Si lo que hemos observado a lo largo de décadas son rupturas entre el presidente entrante y el presidente saliente, por qué la primera presidenta de México tendría que ser el títere del presidente saliente?
En sentido inverso, la derecha más sofisticada busca las señales más implícitas en lo que podría ser una ruptura velada entre Claudia Sheinbaum y López Obrador. Las múltiples alusiones de la presidenta Sheinbaum en su discurso inaugural ante el Congreso, en el mitin en el cual presentó los 100 puntos de su gobierno y en las primeras ruedas mañaneras, son interpretadas como muestras de cortesía y concesiones al fuerte obradorismo que existe en el partido oficial, Morena. Según esta narrativa, pese a una voluntad de distanciamiento, la flamante presidenta no puede evidenciarla porque sería atentar contra una irremplazable figura emblemática de su movimiento. Esta narrativa sueña con que Claudia Sheinbaum sea el Lenín Moreno de México.
Ambas lecturas de la derecha con respecto a Claudia Sheinbaum están equivocadas. La primera por su contenido machista que mira a una mujer débil ante un hombre fuerte. Por su condición femenina, Sheinbaum estaría condenada a ejercer su presidencia a la sombra de un poderoso liderazgo masculino. La segunda narrativa de la derecha también es errónea porque no percibe que las referencias que hizo la presidenta Sheinbaum a Andrés Manuel y las que seguirá haciendo en el futuro, están determinadas porque López Obrador ha salido de la política para entrar a la historia. Y esa historia ya lo empezó a colocar como uno de los grandes líderes del México republicano y uno de los mejores presidentes del país. Salvo una minoría de la población, la inmensa mayoría del pueblo por muchos años compensará la ausencia pública de ese líder con un poderoso imaginario en la memoria colectiva. Hay que empezar a percibir que, así como nacieron el juarismo y el cardenismo, en México ha surgido una nueva identidad colectiva: el obradorismo.
En ese marco de la descalificación machista y de las esperanzas reaccionarias de que Claudia Sheinbaum sea diferente a López Obrador (ni polarizante, ni radical) es que la nueva presidenta irá asentando su propia personalidad, su propio estilo, la continuidad del proyecto y el cambio inevitable en el mismo que todo indica que será un cambio hacia adelante. Las conferencias matutinas que hemos visto en esta primera semana lo evidencian: la presidenta Sheinbaum no puede suplir al vasto conocimiento de la historia mexicana que tenía López Obrador, pero el contenido pedagógico que las mañaneras tenían será suplido con los mensajes que darán historiadores e historiadoras sobre distingos pasajes de la historia nacional. El sesgo femenino en dichas conferencias de prensa estará representado entre otros hechos, en el rescate de figuras y movimientos femeninos en dicha historia que han sido olvidados. Las conferencias matutinas serán más cortas y ejecutivas y las respuestas de la presidenta serán breves y precisas.
En los próximos seis años no habrá un poder detrás del trono ni una ruptura con Andrés Manuel López Obrador. El expresidente se ha impuesto una severa reclusión y una nula participación política. La presidenta no puede romper con el legado de López Obrador porque dicho legado tiene una poderosa fuerza simbólica que en sí misma es un enorme capital político. Por lo demás, estoy seguro de que en los próximos seis años veremos una presidenta de firmes decisiones y una cintura pragmática acotada por el apego a principios. Una presidenta que también hará historia, no solamente porque es la primera mujer que ocupa el cargo presidencial sino porque tiene la capacidad para emular y superar el legado de un liderazgo que no volverá a surgir en muchos años.
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