Tras el anuncio de la abdicación de Juan Carlos de Borbón, mientras las calles y plazas de España se llenaban de protestas antimonárquicas en demanda de un referendo para que la ciudadanía decida entre preservar la corona o dar paso a una república, las cúpulas partidistas, mediáticas y empresariales del país operaron con rapidez para cerrar el paso a esa petición. La presidencia del gobierno –a cargo del conservador Mariano Rajoy– descartó cualquier idea de consulta y remitió a los peticionarios a un trámite de modificación constitucional que, de antemano, carece de cualquier perspectiva de éxito en la actual configuración parlamentaria. El Partido Socialista Obrero Español, por su parte, se desgajó entre su directiva, que otorgó pleno respaldo a la monarquía –y rechazó, con ello, la idea del referendo– y varios liderazgos regionales que no ven con malos ojos la necesidad de preguntar a la sociedad si quiere seguir teniendo un rey.
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En tanto, la mayoría de los medios informativos minimizó en forma ostensible las concentraciones espontáneas de la víspera y se concentró en bombardear a la opinión pública con los detalles legales y ceremoniales de la sucesión, la prevista coronación del aún príncipe de Asturias y menudencias acerca de la realeza y sus inminentes reacomodos.
En suma, la España formal e institucional se aferró al guión sucesorio establecido en secreto desde hace meses y a la determinación de llevarlo a cabo en la forma más rápida posible. Sólo los partidos de la izquierda –que tienen una representación parlamentaria cercana al 10 por ciento– acusaron recibo de las movilizaciones, tan masivas como inesperadas, que pusieron sobre la mesa un asunto nodal para cualquier régimen que aspire a llamarse democrático: la renovación de la jefatura de Estado tendría que fundamentarse en un consenso –como el que construye una elección equitativa, transparente, justa y confiable– o, cuando menos, en el refrendo inequívoco de un respaldo mayoritario.
No es ese el caso de Felipe de Borbón. Si hace cuatro décadas la gran mayoría de los españoles veía al rey ahora abdicante como árbitro político necesario y como garantía de estabilidad en la transición de dictadura a democracia formal, y en esa medida podía cerrar los ojos ante el origen ilegítimo del monarca, el contexto actual no requiere de ese factor y hoy día muchos ciudadanos consideran que la persistencia de la casa real equivale a preservar una vieja imposición franquista. Por lo demás, si la imagen de la monarquía era abrumadoramente popular en los años 60 del siglo pasado, hoy se encuentra en una sima de impopularidad sin precedentes, lastrada por la frivolidad y las insolencias del propio Juan Carlos de Borbón y por los escándalos financieros de la infanta Cristina y de su marido.
En tales circunstancias, el primer interesado en cubrir el inocultable y creciente déficit de legitimidad de la corona, y de la clase política monárquica en su conjunto, tendría que ser el propio Felipe de Borbón. En esta perspectiva, las movilizaciones del lunes en demanda de un referendo abrían para el conjunto del régimen una oportunidad inigualable de refrendar su representatividad, recomponer su despostillada imagen democrática y recuperar algo de la popularidad que se fue junto con el bienestar económico hoy destruido.
En esta misma lógica, la negativa rotunda a considerar cualquier consulta popular ahonda el descrédito institucional y obliga a pensar que los máximos operadores políticos del país no las tienen todas consigo, es decir, que temen la posibilidad de que si se realizara un referendo podría ganarlo una mayoría republicana.
A reserva de lo que ocurra de aquí al próximo día 18, fecha prevista para el traspaso de la jefatura de Estado entre Juan Carlos de Borbón y su hijo Felipe, cabe señalar que los grupos hegemónicos de Madrid están condenando al segundo a un reinado débil y tocado de origen por procedimientos del todo ajenos a la democracia.
Editorial 4 de junio 2014