A su vez, las comunidades locales, especialmente las de las zonas agrícolas y rurales, gozaban de una estabilidad social y de una solidez de vínculos, que hacían posible que las profesiones, como las de maestro de escuela, fueran respetadas y admiradas. A través del maestro rural y su escuela como único centro cultural, las comunidades tenían acceso, tanto al conocimiento que los libros y los programas escolares brindaban, como también a la apertura de posibilidades de ascenso social mediante los estudios que se iniciaban en la Escuela.
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Sería bueno recordar las grandes dosis de esfuerzos y esperanzas de aquellas viejas campañas de alfabetización que hicieron posible que numerosos pueblos accedieran a la posibilidad de leer y escribir su propio mundo. Lo mismo que sería bueno también, hacer memoria de aquel viejo maestro de escuela, que mediante su misión cultural y social, así como con su abnegado esfuerzo, hacía posible que numerosos niños y niñas pudieran estudiar la secundaria. No hay espacio aquí para profundizar en esto, pero valgan estas breves referencias del pasado, para dejar patente, que ni la Escuela es ya lo que fue, ni los maestros y maestras tampoco. No obstante es bueno comenzar diciendo, que ni todo lo viejo fue malo, ni todo lo nuevo es bueno y que por tanto, para alumbrar nuevas estructuras organizativas y nuevos perfiles profesionales del profesor, no podemos enteramente desembarazarnos de nuestro pasado, ni tampoco desesperanzarnos por un futuro completamente incierto, fluido e inseguro.
Desde luego, son muchas cosas las que han cambiado o que están en proceso de hacerlo. La Escuela actual en un mundo de inmediatez comunicacional y acceso infinito e instantáneo a la información, ya no puede seguir siendo ese micromundo de rituales, horarios, libros, exámenes, normas, costumbres, identidades que hacían de ella un modelo estable e imperturbable en sus funciones alfabetizadoras y de transmisión cultural. Aquellos viejos programas escolares que se repetían sin cesar año tras año, creyendo que los mismos eran la representación más fidedigna de la realidad, son ya inservibles. O aquel concepto de aprendizaje memorístico que nos hacía recitar grandes listas de datos para después olvidarlas inmediatamente después de superado el examen, no tienen cabida ya en las prioridades de las actividades escolares. Pero sobre todo, lo que no es posible ya seguir manteniendo, es ese mundo de separaciones entre lo escolar y lo real, lo teórico y lo práctico, el conocimiento y la vida, o entre la enseñanza y el aprendizaje. Urge pues repensar las funciones de la Escuela en esta sociedad fluida e inestable, a la luz, tanto de los cambios producidos, como del que consideramos ineludible papel que le corresponde ejercer: el de ser agente propiciador y estimular de desarrollo democrático y comunitario.
Hablar de democracia y escuela, es a nuestro juicio lo mismo que hablar de escuela y desarrollo comunitario. Hoy al igual que ayer, las comunidades no pueden desarrollarse sin el diálogo, sin la convergencia de objetivos de convivencia y de subsistencia, y esto significa en términos escolares, que la Escuela ya no puede seguir siendo ese centro asistencial que paternalista y limitadamente interviene en los problemas de la comunidad a través de la alfabetización o del cuidado puntual de la infancia. Por el contrario, si hoy son necesarias las escuelas, lo son, no porque ejerzan una función de almacenamiento y guardería como consecuencia de la proletarización y el desempleo masivo, sino sobre todo porque pueden y deben convertirse en espacios de aprendizaje, de alfabetización lectoescritora y social, así como también de alfabetización ética y política, sin olvidar claro está, las inmensas y ricas posibilidades que las escuelas pueden ofrecer para el desarrollo comunitario en toda su extensión.
Vivimos en sociedades cada vez más complejas, en las que aquel viejo esquema de subordinación de unas generaciones a otras, se transforma y se replica de una y mil maneras. De una parte la extensión de la escolarización, en la creencia de que la misma iba a producir extraordinarios y deslumbrantes efectos positivos en el desarrollo social y cultural, ha provocado como efecto secundario, su propia negación. Al infantilizar a la juventud, al subordinarla a un régimen cargado de formalismos y obediencias con la promesa de un futuro mejor que nunca llega, se han segado las extraordinarias capacidades creativas que emergen de la autonomía personal y colectiva y del ejercicio de la responsabilidad individual y social. Infantilizar a la juventud, sobreprotegerla, marginarla de la toma de decisiones y de la asunción de responsabilidades, subordinarla a normas arbitrarias que regulan y reducen el aprendizaje a una mera ceremonia escolar de acreditaciones, tal vez sea una de las armas que utiliza la civilización tecnoindustrial capitalista, para crear grandes masas de obedientes súbditos, más que un cuerpo de ciudadanos libres e iguales en su diversidad.
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A su vez, la ausencia de autonomía escolar, curricular, organizativa, profesional, juvenil, infantil, comunitaria, ha naturalizado la errónea idea de que solo es la escuela la que educa, de que solamente es el profesor el que enseña, o de que solo el alumno escolarizado es el que aprende, como si aprendizaje y vida fuesen procesos diferentes. Así pues, en un mundo en el que por doquier surgen evidencias de que aprender es un proceso que necesariamente forma parte de la vida y de la trayectoria biográfica, social, profesional y laboral de cualquier ser humano, pensar que la Escuela es la institución privilegiada y exclusiva para aprender, no deja de ser una ingenuidad, o un acto de ignorancia que se justifica en nombre de una decrépita nostalgia incapaz de responder a la dinámica intrínseca de adaptación y cambio que toda institución educativa desarrolla. Por ello, cuando las políticas educativas insisten una y otra vez en extender la escolarización con los mismos criterios y esquemas que antaño, es decir, sin replantearse los nuevos papeles sociales de las escuelas en estas sociedades líquidas de constante transformación, no deja de ser en gran medida, una pérdida de tiempo y recursos. No obstante esto no significa que no sea necesario escolarizar, sí, sin duda, ya que hay que garantizar que la Educación sea un Derecho Humano Universal efectivo, pero ya no es suficiente con la escolarización. ¿Escolarizar para qué? ¿Para seguir manteniendo subyugada e infantilizadas a las comunidades sin que éstas puedan pensar, dialogar, decidir y ejecutar el tipo de escuela que necesitan para satisfacer las necesidades educativas de sus contextos? Se imponen pues nuevas visiones que den lugar a nuevas políticas educativas, más coherentes y acordes con las necesidades populares y esto significa ir abandonando ese viejo esquema centralizado, burocrático y de control con el fin de que los agentes colectivos de las comunidades y la ciudadanía consigan empoderarse y satisfacer sus propias necesidades, sin tener que estar continuamente obedeciendo reglas ajenas a las mismas.
En el fondo, todo el problema de la Educación, como diría Paulo Freire se reduce a la sencilla y no menos compleja tarea del ejercicio de la libertad. Y esto significa entender que las comunidades escolares, las que conforman el micromundo de la escuela y sus agentes, deben convertirse en espacios que posibiliten el aprendizaje, la experiencia y el compromiso con la democracia en su más amplio sentido. Ya no se trata exclusivamente de regular procedimentalmente los mecanismos por los cuales familias, alumnos, profesores y actores sociales del contexto pueden participar democráticamente en la gestión y el control de las escuelas, lo cual desde luego sería un gran avance. De lo que se trata, no es tanto de publicar normas y leyes para que después acaben convirtiéndose en mera fórmula ritual desprovista de valores educativos, sino de crear fermentos, caldos de cultivo y/o ambientes psicosociales y organizativos que hagan posible la emergencia de valores y actitudes democráticas. De lo que se trata es de posibilitar, ejecutar y desarrollar auténticas experiencias de vida social y personal de carácter democrático y esto desde luego, va siempre mucho más allá y al fondo, que el simple rito de elegir o de votar cada cierto tiempo.
La democracia, como señalan todos los informes de la UNESCO y del PNUD, no es en absoluto un procedimiento simple para tomar decisiones, ni tampoco un sencillo mecanismo de representación mediante el cual los individuos ceden o delegan su poder personal transformador en unos supuestos representantes, que por lo general se olvidan muy a menudo de sus representados. La democracia, es sobre todo una actitud personal, una forma especial de convivir que se funda y exige la presencia de valores tales como justicia, libertad, solidaridad, responsabilidad, diálogo, tolerancia, capacidad de entendimiento mutuo y acuerdo, transparencia, etc, valores que no hay forma posible de hacerlos emerger y desarrollarse si no es a través de experiencias vitales, es decir, corporales, intelectuales, emocionales e incluso espirituales de una parte, y sociales, de convivencia, de realización y compromisos con proyectos por otra. No basta pues ya enseñar leyes y declaraciones para después pasar exámenes, sino todo lo contrario, es decir, crear experiencias que salven el espíritu de la ley, los denominadores comunes de la ética humana universal, aunque la letra de ley quede en segundo o en tercer lugar. Un asunto que por cierto pasa bastante desapercibido a los mandarines de las administraciones educacionales burocratizadas y a sus inspectores agentes, siempre más preocupados por hacer cumplir la letra de la ley que el espíritu de la misma.
Hoy, más que de escuelas, más que centros de enseñanza, tendríamos que ir acostumbrándonos a ir construyendo centros comunitarios o comunidades de aprendizaje, es decir, lugares y espacios en los que el objetivo fundamental sea aprender utilizando para ello todos los recursos personales, materiales, institucionales, de los agentes sociales que estén a nuestro alcance. Hoy, las escuelas por sí mismas y mucho menos los profesores, no son capaces de responder a las ingentes demandas que las sociedad les exige. Disponer de los recursos comunitarios y hacer efectiva su colaboración y cooperación, debería ser el medio para que la Escuela fuese poco a poco reconstruyendo sus funciones sociales. Ya sea desde la alfabetización lectoescritora, la digital, la social, la ética, la audiovisual o cualquier otra, hoy resulta impensable que la escuela sea aquel viejo reducto encapsulado que recordaba a una prisión o a una fábrica. Por ello, hoy la Escuela, necesita que el profesorado busque nuevas identidades profesionales y reconstruya el sentido de sus tareas, en cuanto que éstas tendrán que estar necesariamente más orientadas a la facilitación, mediación y gestión de aprendizajes, que al viejo papel paternal y transmisor de cultura.
Si consideramos el enfoque comunitario desde la perspectiva exclusivamente escolar, las comunidades escolares o también llamadas educativas, son las integradas por familias, alumnado y profesorado. Unas comunidades cuya trayectoria histórica ha demostrado diversos tipos de insuficiencias y tensiones.
La primera de ellas, tal vez resida en ese papel subsidiario y remedial de dificultades materiales que se le ha dado siempre a los padres y a las madres de los alumnos, despojándolos eso sí, de todo su potencial para cooperar y colaborar de forma directa y protagónica en los procesos de aprendizaje. Hasta ahora, a las familias siempre se les ha exigido básicamente lo mismo: que arreglen los desperfectos materiales de la escuela física, cuando el municipio o el propio Estado no puede hacerlo; que garanticen la financiación de actividades extraescolares, muchas veces de dudoso valor educativo; que asistan sumisos a las recomendaciones y exigencias del profesorado; o que no penetren, ni se entrometan en lo que el profesor hace en clase, so pena de ser acusados de intrusismo y falta de legitimidad.
La segunda, las muchas veces inveterada costumbre de marginar a los padres de todo aquello que afecta a los procesos de aprendizaje del aula. Costumbre muchas veces motivada por tensiones no resueltas, solapadas unas y explícitas otras, entre las familias y el profesorado, que son provocadas en su mayoría por actuaciones de desconfianza mutua que denotan al mismo tiempo reproches injustificados e incluso insultantes a veces y una ausencia total de transparencia en nombre de un profesionalismo docente gremializado y estrecho. De una parte la tradicional creencia, de que solamente las familias y el propio alumnado, son los que tienen la exclusividad de la responsabilidad en eso que conocemos como fracaso escolar, una creencia muchas veces demasiado habitual y utilizada por determinados profesores para exculpar su falta de pericia o de habilidades docentes básicas para orientar y tutelar a sus alumnos. Y de otra la injusta y generalizada descalificación totalizadora del profesorado como el causante de todos los males escolares y educativos, una descalificación de nefastas consecuencias tanto en la educación del alumnado como en el descrédito social del profesor y en su sufrimiento psicológico. Y es que una cosa es que algunas veces el profesorado incompetente se refugie en el oscurantismo y la falta de transparencia en nombre de un profesionalismo mal entendido, y otra, que se generalice su actuación mediante el descrédito y la pérdida de autoridad, que muchas veces deriva en franca agresión, curiosamente de aquellos profesores que no se someten a los chantajes y exigencias caprichosas de muchas de las familias.
Estas situaciones se han intentado resolver recurriendo a fórmulas organizativas o reglamentarias que regulen toda la casuística de situaciones entre familias y profesorado, lo cual desde luego es algo inútil. Y otras veces se ha dotado a las escuelas de los conocidos como «Consejos Escolares», unos órganos de representación y participación colectiva en los que pueden dirimirse aquellos aspectos problemáticos, como acordarse acciones conjuntas de carácter educativo. Una fórmula, esta última, que en nuestro contexto ha ido disminuyendo progresivamente su significación, debido por un lado a la exigua participación formal de los padres y madres en los procesos de elección y representación y por otro a la reducción progresiva de competencias de los llamados «Consejos Escolares», así como de la disminución del poder decisional de las familias. Sean unas u otras fórmulas, lo cierto es, al menos en nuestro contexto, que no han servido para crear de manera general, comunidades de aprendizaje en las que toda la Escuela sea considerada como centro de actividades cooperativas y de colaboración mutua.
Una nueva cultura comunitaria en la Escuela, exige por tanto de diferentes tipos de medidas que hagan posible: la implicación de las familias y otros actores o agentes sociales en el aprendizaje y la educación del alumnado; la participación de madres y padres en la elaboración y el desarrollo de los programas escolares; el control y gestión de las escuelas mediante la cooperación de las familias; el ejercicio de responsabilidad compartida por las familias de determinadas estructuras de funcionamiento o servicios de la escuela (biblioteca, comedores, aulas de apoyo, tutorías, conocimiento de la realidad social, formación profesional de base, etc..); la creación de cooperativas o de proyectos de autonomía de recursos ligados a la escuela y a sus posibilidades productivas, ya sean artesanales, de servicios, agrícolas, etc.
Claro está, que la presencia y la cooperación de las familias, no sería desde luego posible si no se modifican las estructuras burocráticas y administrativas de las escuelas, dotándolas de la singular autonomía que cada una ellas tendría en función de sus condiciones y de las necesidades de cada contexto. Y esto exigiría eliminar barreras, permisos, dificultades que impidiesen que la Escuela fuese una organización horizontal en el que cada sector humano implicado asumiese su responsabilidad en un espíritu permanente de diálogo, transparencia y franca colaboración. Sin embargo esto no puede significar en ningún caso dejar las escuelas a la deriva y a las limitaciones económicas y de recursos de cada contexto local. Por el contrario, exige por parte de las políticas de Estado, medidas compensatorias para que no existiese ningún tipo de discriminación entre ellas. Claro, que para hacer posible esto, es necesario también que el profesorado sea formado inicial y permanentemente en culturas profesionales de colaboración y de cooperación, es decir, tendrían que practicar el intercambio de experiencias y el trabajo en equipo. Pero además, sería necesario también buscar nuevas formas de agrupamiento y de organización del aula; abordar los programas escolares desde ópticas interdisciplinares y transdisciplinares; conocer y practicar nuevas metodologías más globales y ajustadas a las necesidades educativas y de la comunidad; abordar las necesidades formativas de formación profesional de base en la perspectiva de aprovechar y utilizar las experiencias que brinda el medio; abordar los problemas de la economía local, la búsqueda y creación de empleo, etc. Pero sobre todo, y tal vez lo más fundamental e indispensable sería que el profesorado compartiese unos mismos fines y objetivos para la Escuela, una nueva comprensión de los fenómenos educativos y un compromiso social y profesional por la Educación, o si se prefiere, unos valores que estarían siempre ahí marcando el horizonte deseable para afrontar todos los problemas.
No es ningún sueño, pensar en Escuelas Taller, Artesanales, Agrícolas, Ganaderas, Emprendedoras, que dotadas de una mínima estructura productiva y cooperativa, hiciesen posible, tanto la superación de las discriminatorias dos redes de escolarización (la primaria profesional y la secundaria superior) como la antinatural división entre trabajo manual e intelectual. Existen ya experiencias, en las que el mundo del emprendimiento y del trabajo manual y productivo van de la mano del mundo escolar entendido como aprendizaje integral. Y es que en un mundo tan complejo y de tan acelerados cambios y en el que la economía debe estar al servicio de los seres humanos y no al revés, como ahora sucede, es indispensable apostar por estrategias e instituciones educativas sostenibles que no reduzcan la educación a un asunto exclusivamente mental, cognoscitivo y credencial.
Sin embargo, para que las escuelas se conviertan en comunidades de aprendizaje, es necesario comenzar desde este mismo instante a enfocar el trabajo de aula, desde una perspectiva comunitaria, colaborativa y cooperativa. Es necesario y urgente, hacer todo lo posible para superar las culturas profesionales individualistas y balcanizadas, de forma que las aulas dejen de ser espacios monótonos y rutinarios de transmisión y de disertación para transformarse en lugares de diálogo, entendimiento mutuo y creación de culturas de aprendizaje cooperativo en el que ejercicio de la solidaridad y la responsabilidad sea la tarea cotidiana de cada día. Los vínculos y las implicaciones mutuas entre Escuela, Democracia y Comunidad, exigen abandonar el viejo principio de que únicamente enseña el profesor. Ahora es necesario que el conocimiento sea distribuido y compartido, por ello, más que el éxito individual como criterio exclusivo de evaluación, nos interesa comprobar en qué medida se ha contribuido al conocimiento colectivo y compartido. Ahora más que la obtención de credenciales mediante el almacenamiento de determinadas cantidades de información, lo que interesa es que los individuos aprendan entre sí y aprendan hacerlo de forma autónoma y autorregulada, es decir, utilizando tanto estrategias cognitivas como metacognitivas. Ahora aprender y educarse ya no puede consistir en ejecutar programas curriculares centralizados sin que los agentes sociales y directamente afectados participen de forma efectiva en la selección y ordenación de contenidos.
En definitiva, si la Escuela del Futuro, va a ser una escuela comunitaria presidida por la cooperación, la solidaridad y la responsabilidad individual y social, el camino hay que emprenderlo partiendo de lo que hay, es decir, del estado actual en el que viven y trabajan los afectados. Corresponde pues a las administraciones públicas y especialmente al profesorado y a los órganos de dirección de los centros escolares, demostrar en lo concreto que otro tipo de relaciones profesor-alumno-familias son posibles y que otro tipo de aula y de actividades de aprendizaje también.