Hace tiempo que me niego a pagar la micro. Vivo en una comuna (lo prado) en la que las micros pasan llenas y el metro pasa más que lleno. Cuesta llegar a cualquier parte en la mañana porque el frío y la mala suerte se funden, y no hay asiento o tiempo libre como para hacer una pausa y tomar una alternativa de viaje. Yo, al menos, tengo fortuna porque puedo darme el lujo de caminar un rato hasta encontrar una micro que pare o puedo montar la bicicleta para llegar al periódico y nadie me huevea, pero hay gente que tiene que llegar muy lejos y a la hora. Por ellos va esta columna.
Dostoievski escribió en alguna parte la frase «Es culpa mía, culpa mía personal, si el mundo va mal.» Y pienso que de repente estamos seguros de que esa sentencia es nada más que el eco de una norma, pero no, a veces es precisamente lo contrario. Yo veo en la desobediencia una actitud que ha sido mirada en menos precisamente por aquellos a los que les conviene que seamos cabizbajos y pelotudos, es decir, le conviene a los poderosos y a los cagones. Pero afírmate cabrito si alguien se anima a levantar la voz, la cabeza o el puño, porque la cosa cambia y el ritmo se vuelve puñetazo. Sin embargo nos han convencido que desobedecer es malo, que no pagar la micro empobrece al país y también estamos confesos de creer que somos delincuentes porque no aceptamos que nos metan el dick en el eye (pa no decir pico en el ojo porque suena feo).
Acto primero / Viaje en Micro:
!Guarda con la guagua!
El otro día, en la mañana: Una mina subió un coche y quedó la zorra. El chofer abrió la puerta de atrás mientras el sapo gritaba que no se podía subir sin pagar. No partía la micro, no se podía subir el coche por la puerta de adelante por el torniquete; no se podía empeñar la guagua y menos aún dejarla abajo; no había solución alguna para que la mina subiera al micro. Entonces la gente empezó a chiflar y el sapo no sabía qué mierda hacer y al final la mina se tuvo que bajar, pero como era chora como las minas que valen la pena, no se bajó y la pifiadera empezó a tener presencia y el chofer cerró la puerta mierda y partió. El sapo se quedó abajo con cara de imbécil y nadie le dio el sermón del monte a la mina porque es comprensible que si no te dan la facilidad de viajar es como estúpido pagar, el caso es que la guagua iba feliz, ni despertó.
Resultado: La gente empatizó con la guagua y a nadie le importó el pasaje, el coche o el sapo, como era de esperarse.
Acto segundo / Viaje en metro:
!Guarda con la vieja!
7:30, estación Lo Prado: El metro para, en el andén hay 100 personas para subir a los carros y deben haber unos 20 cupos milimétricamente invisibles dentro de los vagones. Mala cueva. Todos suben, los cien, aunque en realidad los 99,5 porque una señora quedó a medio meter en uno de los vagones y, al cerrar la puerta, se le apretó media teta, un brazo, la cartera y la pierna derecha. Pegó un grito de Ay Dios Mío y un compipa que venía al lado grita !Guarda con la señora chuchetumare!
El metro volvió a abrir las puertas, no por cortesía con la señora, sino porque no cerró la puerta y quizá cuántas más tampoco cerraron. Se escuchó la voz que dice “Permita el cierre de puertas” y acto seguido sonó la chicharra, pero la señora medio curcuncha por el dolor o por la vergüenza no estaba ni adentro del metro ni afuera, es decir, ya hacía bulto. Tenía el poto en el interior del metro y la cabeza afuera. Entonces alguien le dice “Métase señora que la van a apretar de nuevo”. La señora ya estaba en nivel soponcio y entonces alguien grita “Súbase o bájese señora que tenemos que llegar a la pega”. Luego de eso vino la clásica seguidilla de: Chiflidos. Pelea. Risas. Soponcios. Alegatos en contra del gobierno. Piñera y la ctm. “Bachelet nos cagó” y todas esas cosas que nacen de la boca del pueblo oprimido y apretujado.
Resultado: la señora se subió, nadie le pudo dar el asiento porque habríamos tenido que bajar treinta personas para sentar la vieja, pero al menos le echaron viento con una bufanda y alguien parece que hasta le pegó un puntete al bajar, cosa que la eñora agradeció íntimamente con una cuota inesperada de erotismo.
Entonces me pregunto
Qué tanto con pagar la micro si el servicio es pésimo, los viajes son lentos, incómodos, y encima de eso pagamos una fortuna por desplazarnos por una ciudad que no está diseñada para que las personas con menos plata puedan vivir de manera más o menos digna.
El metro, por su parte, es asqueroso, chico, carísimo, humillante y las estaciones huelen a mierda y mantequilla.
Yo sé que es fácil escudarse en la pobreza para ser barza, pero no es el caso. No es que no quiera pagar la micro y listo, para nada, pasa por una cuestión de actitud, de honestidad. Y con esto me refiero a que si encuentro injusto el que me cobren 1300 pesos (mínimo) por desplazarme por la ciudad ¿acaso no tengo posiblidad de reclamar? Y si es que la tengo ¿Cuál es es posibilidad? Quién podrá defendernos en este tiempo en el que ni el Cahpulín colorado tendría plata pa chipote.
{destacado-1} Aristóteles le habría escrito un capítulo completo al transantiago si, en lugar de chalas, hubiera utilizado el troncal para llegar a la fiesta de disfraces en que conoció al padre de Nicomaco. Por eso es que tildamos de inmoral cualquier conducta que contravenga la disposición del poder de los dioses y, además, nos ponemos fruncidos cuando alguien no paga la micro, sin embargo, jamás pensamos en la necesidad del tipo que evita pasar la BIP por la máquina y prejuiciamos con el severo nombre de “infractor” a medio mundo.
Yo me confieso un infractor. Soy de esos que se hacen los giles o se meten por la puerta del medio cada vez que pueden. He saltado con mediana destreza los torniquetes del metro y he abierto la puerta de vidrio para que pasen los estudiantes. Y si, es cierto, soy de los que entran por Arturo Bürle a la estación Baquedano. Sin embargo me encantaría pagar. Te juro. Me gustaría vivir en una ciudad respetuosa de su gente con un transporte urbano que tuviera más de urbano y más de transporte. Pagaría por vivir en una ciudad que considerara a la gente pobre a la hora de establecer sus políticas públicas y me sentiría profundamente orgulloso de compartir mi espacio con empresarios que supieran lo que se siente que te baboséen la oreja en la hora punta o que te toquen el poto en horario valle. Sin embargo falta mucho para que esa ciudad exista y, mientras tanto, no saco nada con salir a la calle a protestar por el trazado que determina la intendencia si es que en el diario vivir no soy capaz de demostrar que tengo la desobediencia de no querer jugar el juego de la Gran Capital con los billetes marcados por los empresarios farsantes que hablan de Responsabilidad Social Empresarial mientras se cagan en la gente que viaja de pie y con frío en la mañana para servirles el café. No señor, no es tan fácil hacernos weones. No puede ser tan fácil meternos la mano en el bolsillo para sacar las pocas lucas que ellos mismos nos pagan. No puede ser que le sigan tirando la pelota a los choferes como si fuera culpa de ellos la mugre de empresa que han montado para ganar dinero.
Yo sé que más de alguien me va a tildar de comunista al peo, de anarko charcha y de cuanta wea se les ocurra. Me da lo mismo. Yo empatizo desde la carencia y no desde la consigna apolillada de un Bakunin fotocopiado. Me hago cargo de salir a la calle a pelotear las chauchas para llegar a fin de mes, y tengo la libertad de decir que no me gusta el transporte y la manera en que nos acarrean como sacos de mierda por la ciudad que hemos construido para que un grupito chico se mueva con soltura y recorra a cien kilómetros por hora para llegar a tomarnos por el cuello por llegar cinco minutos tarde.
Prometo escribir la secuela de este artículo y juro que un día pagaré la micro y el metro y diré cosas lindas respecto del ministro de transporte y asociados. Pero por ahora, mientras las micros sean una jaula de pobres amenazados y apretados, les digo no compipa, paso diciendo permiso y si puedo me siento y si no puedo me voy de pie, pero pagar, ni cagando: hasta nuevo aviso.
crónica & fotos: @arturoledezma