Para Orión, mi niño.
Él llegó con la tormenta, y se volvió una de las más importantes partes de mi vida. Fue mi compañero, noble y leal, durante bastante más de una década, y se volvió en más de un sentido, en mi ancla. Le encontraron en una caja, con sus hermanos, en un día de lluvia terrible, totalmente empapado, y lo primero que pensaron fue en llevarlo a mi casa. Lo primero que yo pensé, fue que no quería tener nada que ver con eso. Pero él no estaba de acuerdo.
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Durante varios días, se quedaron conmigo. Más por necesidad de ellos y compasión mía que por una voluntad abierta. Cada uno con su propio carácter, se fueron relacionando más o menos conmigo. Comían con desespero, destruían y corrían, como lo hace todo ser que está conociendo el mundo, y jugaban de manera implacable conmigo y con el resto cuando nos veían. Pero cuando me sentaba a leer algo, cuando me sentaba a escuchar las noticias subrayando esos inacabables exámenes que tengo que calificar en todo momento, el único que quedaba en calma cerca, era él.
Su nombre en un principio fue “gatito”. Porque convencido de que no se quedaría, intentaba colocar nombres genéricos. Cuando conseguimos a una asociación que se quedara con ellos, “gatito” se subió a mis piernas, aferrándose con todas sus fuerzas y no pude dejarlo ir. Se quedó conmigo.
Durante las próximas semanas, pasamos por el rigor de los procesos iniciales. Toda la vida había tenido gatos, pero eran como en muchos casos, algunos que llegaban a dormir y comer en casa, desapareciendo todo el día hasta que un día no volvían. Unas semanas antes, me había mudado de Puebla, para ir a vivir a la Ciudad de México, alejado de la mayoría de mis amigos -excepto claro, los dos principales, que me acompañaron en esa aventura- de mi familia -excepto, claro, ellos dos, que eran igualmente mi familia elegida-, y con una dinámica totalmente distinta. Vivíamos en un departamento, que se volvió desde el inicio en su hogar y que, lo note siempre, le bastaba totalmente.
Después de un par de meses, decidimos finalmente un nombre: Orión. Lo senté conmigo y le dije “gatito”, ya no te llamas así. A partir de ahora eres Orión. Él golpeó mi dedo con su pata, y a partir de ahí, siempre respondió a su nombre o mi chiflido.
Nunca lo vi como una mascota. No lo era. Era mi compañero. Compartimos el espacio de vida y muchísimas historias. Él me ayudó a educar a mis otros gatos -e incluso a otros gatos que me llevaron para ello- y debo decirlo, hasta a cambiar la forma en que mi familia veía a la relación con ellos.
Muchos años pasamos juntos. Aunque durante una gran parte de ellos, estuvimos físicamente separados. Me acompañó en la muerte de quienes fueron mis padres, primero, y después, de quienes recibían biológicamente ese nombre. Mientras recogía algunas cosas para ir corriendo de vuelta a Puebla, me marcaron para decirme que mi abuela se había ido, y que fuera, si, pero con calma. Me senté, totalmente destruido por el dolor de la separación, claro, pero especialmente por no haber podido estar con ella, intentar, inútilmente -lo sé- ayudar un poco, lo mínimo, en el tránsito, y comencé a llorar desesperado. Él entró corriendo, se lanzó a mis brazos y comenzó a limpiarme. Dos semanas antes, la última vez que la vimos, Orión subió en el regazo de mi abuela, mientras ella le decía que ya se iba, y que ahora él tenía la obligación de cuidarme a partir de ese momento.
Mi niño, como le llamaba, tuvo cáncer. Su tratamiento, caro, largo y tortuoso, me enseñó que a veces simplemente no basta con hacer las cosas bien. Logró vencerlo, pero las quimioterapias dañaron sus riñones. Más tratamientos, más molestias. Pero también una total voluntad de su parte, para sobrevivir a todo esto. Mientras él luchó, yo -nosotros- le apoyamos en todo lo que pudimos.
Hace un año, sin embargo, no pudo más. Demasiado cansado, demasiado enfermo, el fin llegó, con muchísimos avisos. Y con él, se fue una parte fundamental de lo que fue mi vida. Como siempre he dicho, la muerte de los padres es dolorosa. También lo fue la de quien había sido, para todo espacio práctico, mi hermana, Caro. He perdido a tíos, a primos, a otro hermano, amigos. Pero no fue sino la suya, la que me hizo sentir el verdadero peso de la mortalidad propia. A partir de ese día, mi relación con la vida se volvió diferente. Llegó, como dice el poema de Sabines, la conciencia de mi propio y próximo vacío.
Algunas personas intentan cuestionar la relación que tenemos con los animales no humanos. Como si tener algo de respeto por ellos, fuera “humanizarlos”. Yo podría dar infinidad de ejemplos sobre cómo, en contra del sentido común que se nos inculca, ellos, de forma diferenciada en cada especie, pero universalmente, tienen lo que en nosotros llamamos sentimientos.
El derecho, sin embargo, no reconoce ni parcialmente esta idea. Les coloca como bienes que tienen, en el mejor de los casos, una protección especial, pero nada más que eso. El derecho, claro, de nuestro país, porque en otros, muchos, sistemas jurídicos nacionales, hay reglas diferentes para hacerlo.
Considero que una modificación a esta forma jurídica de entenderles, es no solamente necesaria, sino totalmente urgente. Y que eso llevaría a una forma diferente de nuestro consumo cotidiano. No porque les pensemos a ellos humanos, sino porque nosotros aspiramos a serlo.
Él llegó con la tormenta. Y tuvo una maravillosa y larga vida. Pero desde ese momento, muchas lluvias han pasado. Y continúan haciéndolo.
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