El próximo martes se discutirá en la Suprema Corte de Justicia de la Nación, el proyecto de sentencia de la Acción de Inconstitucionalidad 164/2024 y sus acumuladas realizado por el ministro Juan Luis González Alcántara Carrancá sobre lo que se ha conocido como la “Reforma judicial”.
Como se ha mostrado ya en diversos medios de comunicación, este proyecto, que deberá ser aprobado por al menos ocho ministros para ser aceptado, invalidaría de forma parcial la reforma, al eliminar la elección popular de magistrados y jueces -pero no de ministros de la Suprema Corte-, acabando con la figura de los llamados “jueces sin rostro” y prohibiendo la reducción de los salarios, pero reconoce como legales otros aspectos, incluyendo el procedimiento por el que se realizó la reforma.
Algunas personas han intentado presentar este proyecto de sentencia como un intento de llegar a un acuerdo político entre el poder judicial y el legislativo, que permita un punto medio entre la reforma y las exigencias de las y los trabajadores del poder judicial. Lo ven, según esta idea, como un acercamiento de los jueces para resolver el conflicto existente entre estos poderes, y al mismo tiempo, como un intento de hacer un compromiso para el futuro político de nuestro país.
Hay, sin embargo, tres problemas centrales en este punto de vista. El primero y más importante, es que en realidad no se trata de un acercamiento que se presente a sí mismo como político, sino que busca, a través de un lenguaje supuestamente jurídico, no “llegar a un acuerdo”, sino ordenar al resto de los involucrados lo que deben hacer para “resolver” lo que se ve como un problema sólo resoluble a través de un acto de autoridad de quien se asume a sí mismo “por encima” de ese problema. Es decir, como si fuera un acto de piedad, un favor y no un acuerdo. La lógica de su articulación es así no sólo por la manera en que se hace, sino por el contexto: ocho meses después de la primera propuesta de reforma, después de meses de negativas de comunicar cualquier tipo de opinión que no fuera “no saben de lo que hablan” y sólo cuando están -literalmente- derrotados.
El segundo problema, mucho más técnico, tiene que ver con que el proyecto de reforma se encuentra jurídicamente mal diseñado. Esto es reconocido por todos los involucrados -o debería decir, por todos los que intentan hablar con seriedad y honestidad sobre el tema-. Hay una parte de quienes apoyan este supuesto “salvavidas” (si, escuché ya a varias personas llamarle así) a pesar de estar jurídicamente mal hecho, porque “es un acercamiento político y no jurídico”, pero como he dicho en el primer punto, eso no tiene sentido. Es necesario discutir los enormes problemas jurídicos que el proyecto tiene y los potenciales efectos nocivos para la democracia que, en caso de ser aceptado, tendrían para nuestro país.
Lo que resulta más claro, es que el proyecto de sentencia rompe con una larga tradición constitucional en nuestro país. No sólo eso, sino que además, como lo reconoce, lo hace solamente porque eso beneficia a quienes rompen con esa tradición. Ya en el pasado inmediato, los ministros cometieron ese error, al permitir la existencia de la suspensión provisional en una acción de inconstitucionalidad, a pesar de que esto estaba expresamente prohibido en la ley, sólo porque esa acción se refería a sus sueldos. De haberlo hecho en el caso de obreros de la maquila, o en estudiantes de escasos recursos, esta acción habría podido disfrazarse a través de la idea de legitimidad democrática de necesidad. Pero al no hacerlo nunca -y es más, negarse cuando otros lo pidieron- hasta que lo que estaba en juego eran sus salarios y sus prestaciones, desarmó mucha de las posibles defensas que pudieran hacerse, y mostró abiertamente que la idea de que “interpretar las normas con base en un criterio amplificador de los derechos” no era para ellos nada más que “vamos a interpretar las normas como queramos y como mejor nos beneficien”.
Este caso se repite, desafortunadamente en la presente sentencia. Se trata no sólo de más de un siglo de interpretaciones al respecto, sino de una lógica jurídica que lo prohíbe expresamente: nuestro sistema jurídico coloca el poder reformador/constituyente en el legislativo como límite máximo de lo que el derecho “es” y no proporciona facultades al judicial para hacer una revisión de esta actividad (si, ya escuché sobre “la esclavitud” y “la pena de muerte”, pero como he dicho ya en mi columna de la semana pasada, ¿qué hacemos si mañana la Corte decide que debemos permitir la esclavitud a pesar de que la Constitución lo prohíbe?… es que no sólo es un argumento boomerang, sino que es mucho más peligroso para la democracia pensar que 11 personas decidan sobre cualquier tema, a que lo haga un Congreso electo democráticamente).
El tercer gran problema de esta sentencia, es que no tiene una argumentación interna congruente. No presenta una razón real por la cual se deba rechazar la elección de algunas autoridades y aceptar otras. No hay una razón para considerar que unas cosas no son “constitucionales” y otras si, salvo, como la misma sentencia la reconoce, porque el criterio del juez/ministro ha decidido que él -mejor dicho, sus secretarios- piensan que el acto “a” es democrático y el “b” no.
He platicado largo y tendido en estos días con diversas amigas y amigos sobre este tema. Me parece terrible la manera en que confundimos entre “algo no me gusta” y que ese algo sea antidemocrático. Porque, tenemos que recordar, nosotros no somos el límite máximo y último de la democracia. La soberanía no reside en mí como individuo, sino en nosotros como comunidad política. Y si la comunidad política ha decidido algo, el que no me guste no lo vuelve contrario a la democracia. Me vuelve una opinión contraria a la que ganó. Y nada más que ello.
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