En un giro inesperado, el fiscal especial Jack Smith ha solicitado la desestimación de todos los cargos penales contra Donald Trump, a solo semanas de su retorno a la Casa Blanca. Este movimiento, aunque amparado en una interpretación legal del Departamento de Justicia, plantea serias dudas sobre el estado de derecho en Estados Unidos y sobre el impacto de una presidencia bajo la sombra de la impunidad.
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Trump, quien enfrentaba acusaciones graves por interferencia electoral y manejo indebido de documentos clasificados, podría evadir el proceso judicial gracias a su inminente investidura. La justificación legal presentada por Smith se basa en una política del Departamento de Justicia que prohíbe procesar a un presidente en funciones. Sin embargo, este argumento, que se ha aplicado en el pasado de manera mucho más discreta, hoy cobra un peso monumental, ya que nunca antes un presidente había sido elegido con un proceso penal en curso.
El problema no reside solo en la aplicación de esta normativa, sino en la señal preocupante que envía: un ciudadano privado, acusado de delitos graves, puede evitar ser juzgado simplemente al obtener el poder político necesario. Esta realidad pone en jaque los principios de igualdad ante la ley y el concepto fundamental de la justicia en una democracia.
El propio fiscal Smith admite lo extraordinario de la situación, al reconocer que nunca se había enfrentado a un caso donde un acusado ya imputado fuera elegido presidente. Aun así, Smith optó por cumplir con la tradición legal del Departamento de Justicia, destacando que la gravedad de los delitos o la fortaleza de las pruebas no son relevantes frente a la inmunidad presidencial. Este razonamiento ignora el hecho de que las normas, aunque arraigadas en la tradición, deben adaptarse a los desafíos democráticos modernos.
A pesar de que la moción de desestimación presentada por Smith permite que los cargos se restablezcan al término del mandato de Trump, la perspectiva de un presidente ejerciendo su mandato con la sombra de una posible reactivación judicial es inquietante. No solo polariza aún más a un país ya dividido, sino que plantea serias preguntas sobre la moralidad de un sistema donde los líderes políticos pueden, literalmente, escapar de la justicia mientras están en el poder.
Para Trump y sus seguidores, esta decisión es una «gran victoria para el estado de derecho», según palabras de su portavoz, Steven Cheung. Pero para muchos, este desenlace parece más una victoria del privilegio sobre la rendición de cuentas, un golpe a la credibilidad de las instituciones estadounidenses que alimenta la narrativa de que el poder puede comprar la impunidad.
Más allá de las implicaciones legales, el mensaje político que deja esta situación es profundamente perturbador. Trump, que ha utilizado la retórica de la “caza de brujas” para desacreditar cada uno de los casos en su contra, ahora se posiciona no solo como un sobreviviente de las acusaciones, sino como un líder que puede evitar el castigo legal simplemente ocupando la oficina más alta del país.
Si bien la Constitución establece salvaguardias para evitar el abuso del poder presidencial, la interpretación actual de estas salvaguardias ha sido insuficiente para enfrentar la realidad de una democracia moderna donde la corrupción y los abusos pueden estar más cerca de la política de lo que imaginamos. El caso Trump ilustra la necesidad urgente de reformar las leyes que garantizan la inmunidad presidencial, para asegurar que ningún ciudadano, ni siquiera el presidente, esté por encima de la ley.
Este episodio no solo pone a prueba el sistema judicial de Estados Unidos, sino también la resistencia de su democracia. La pregunta que queda en el aire es si el país podrá salir indemne de esta crisis sin comprometer los valores fundamentales en los que se basa su existencia.
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