Por Amanda Durán
«Cuando era niño dibujé un cordero, pero los adultos no entendieron nada». Esta frase de Saint-Exupéry podría haber sido dicha por Gabriel Boric. Su llegada a La Moneda evocó la imagen de un Principito en la política chilena: un idealista dispuesto a desafiar el mundo de los adultos. Con él llegó la generación del Frente Amplio, una tropa de «principitos» que prometió no ser como los viejos políticos. Spoiler: no lo lograron.
Como en el relato de Exupéry, la historia de Boric tiene un giro inquietante. El Principito se cruza con un Rey solitario que exige obediencia. Boric no solo se cruzó con él, sino que poco a poco ha comenzado a parecerse. La diferencia es crucial: mientras el Rey de la novela ordena la puesta de sol y el sol, puntualmente, se pone, Boric ordena conferencias de prensa de dos horas y ni el sol ni la narrativa se mueven a su favor.
Crónica de una corte anunciada
Al igual que en los cuentos, el príncipe no gobierna solo, tiene su propia corte. Y como en las mejores series de Netflix, sus cortesanos se disfrazan de amigos leales o sabios consejeros. También se adjudican poderes, pero aquí se llaman ministros, asesores o subsecretarios, que idénticos a la vieja nobleza: velan por sí mismos, no por el monarca, menos por el “pueblo”.
Izkia Siches, ministra del Interior y jefa de la guardia real, decidió viajar a Temucuicui con la osadía de un hada madrina. Sin más armadura que su ímpetu, la comitiva entró a la zona en lo que podía ser un acto de inquebrantable y audaz valentía.
La realidad no tardó y la golpeó, no con golpes morales, fue con disparos.
El regreso sí que fue de película: una respuesta brutal con ametralladoras, tiroteos y una fuga inesperada. La ministra que huyó fue el inicio de la narrativa oficial despedazada. “Error táctico” dijeron, pero este es el mundo del poder, y aquí los errores tácticos se pagan. Boric tardó meses en asumirlo.
Nadie podía decir que no lo vieron venir, porque lo vieron y con los ojos abiertos: no hicieron nada.
El simbolismo fue brutal. Los viejos reyes no habrían permitido el riesgo de tal humillación. La primera lección de nuestro presidente: la lealtad a la corte no puede superar el poder del gobierno.
El principito debe ser príncipe: el planeta de Maquiavelo
El monarca que indulta sin estrategia no solo libera a los prisioneros, también expone su autoridad. La política, como la monarquía, está hecha de símbolos, y esta vez el mensaje fue inquietante: la corte decide y el príncipe firma.
El 30 de diciembre del 2022, Gabriel Boric tomó en sus manos el cetro presidencial para otorgar 13 indultos. La fecha no fue casual. Es una costumbre en el reino de Chile que los actos más controvertidos se anuncien en la bruma de fin de año, cuando la atención pública se diluye entre brindis, abrazos y cánticos de medianoche. Pero esta vez, la estrategia no funcionó. Lo que debía ser un gesto de nobleza quedó atrapado en la telaraña de la política, y la corte.
La decisión no fue un cálculo de poder, cumplía una promesa: la libertad de quienes, según su convicción, no debieron haber estado presos. Dos de los indultados eran jóvenes del estallido social, un gesto en el que Boric siempre fue consistente. Pero el tercer nombre de la lista lo cambió todo: Jorge Mateluna. No era cualquier historia: Exfrentista, símbolo de las viejas luchas de la izquierda, su indulto no solo liberó a un hombre, también liberó los demonios de la memoria política. La hoguera.
La derecha del reino, fiel a su estilo, olvidó los indultos exprés de Piñera tras el incendio de la cárcel de San Miguel. Pero esta vez, la oposición no estaba sola. Desde la misma corte, los aliados alzaron la voz. Y es que la lealtad de la corte no es un regalo, es una moneda de intercambio. La vieja monarquía lo sabía bien. Boric, todavía con la ingenuidad de un principito, lo aprendió con el costo de la exposición pública. “Es la potestad del príncipe”, proclamaron los heraldos del gobierno, invocando el derecho incuestionable de indultar. Y no mentían. Es un poder real, legítimo y escrito en piedra. Pero las reglas del poder han cambiado. El pueblo, que antaño miraba desde la plaza, ahora grita.
La legitimidad se mide con encuestas. Y en ese reino de la percepción pública, el golpe fue implacable.
“Error de cálculo”, dijeron.
Los miembros del consejo de gobierno, que días antes aplaudían, callaron por prudencia y tomaron distancia. Los ministros intentaron argumentar la «justicia del acto», pero no hubo consenso. Los heraldos de la oposición, con plumas prestas y calculadora en mano, convirtieron el episodio en una lección de Maquiavelo: “No se puede perder la autoridad por la compasión”, repetían las columnas de opinión. La frase se grabó en el mármol de la política chilena.
El funeral del antiguo rey
En la lógica de la monarquía, la presencia de un antiguo rey es siempre una sombra inquietante. Los viejos monarcas sabían que, para que el trono no tambaleara, el predecesor debía desaparecer: retirarse al exilio, confinarse en la penumbra de un monasterio o, en el caso extremo, no sobrevivir al traspaso del poder.
Sebastián Piñera no aceptó esa tradición. Decidió permanecer visible, hablar, advertir y opinar. Pero en el planeta de Maquiavelo, el poder no tolera la nostalgia ni la interferencia. Lo que empieza como autoridad moral termina siendo ruido. Lo que parecía influencia se convierte en molestia.
Al principio, Boric no hizo nada. No fue necesario. La invisibilidad es el peor castigo para un antiguo rey. La política no necesita espadas para despojar a alguien de su poder: basta con dejar de mirarlo. Los salones donde antes Piñera hablaba se vaciaron. Los aliados que antes corrían a defenderlo comenzaron a callar. Los cronistas que antes amplificaban su voz ahora buscaban nuevas figuras.
No hubo decreto, ni juicio, ni destierro. El funeral del antiguo rey se celebró en silencio, con la corte mirando hacia otro lado. No fue el principito quien desenvainó la espada, pero tampoco tuvo que hacerlo. La misma corte que alguna vez lo aplaudió se encargó de olvidarlo.
En el planeta de Maquiavelo, no se combate al poder que ya se ha ido. Se lo deja morir. Boric, aún con los ojos curiosos del principito, observó la lección. Los antiguos reyes no caen con estruendo, caen con indiferencia. Y si no la comprendió del todo, pronto lo hará, porque en este planeta la lealtad se evapora, y el poder se sostiene solo mientras alguien lo mira.
Monsalve: El Vanidoso que quiso dirigir su propia película
Si Boric es el Principito, Manuel Monsalve podría ser el Vanidoso. Este personaje vive solo en su planeta, exigiendo aplausos cada vez que se quita el sombrero. Monsalve no solo quiso los aplausos, también quiso acceso a la «función privada» de los videos que lo involucraban.
Primero negó, luego admitió y finalmente se refugió en una conferencia de prensa junto a Boric, que, como buen Principito, intentó protegerlo. Pero en la era de las cámaras omnipresentes, cualquier acto de magia se convierte en un truco burdo cuando la prensa lo filma.
Monsalve desfiló por el Congreso con la ilusión de que lo aplaudieran, pero no hubo ovación. La prensa, que primero miró de lejos, terminó enfocando la escena: el hombre que quería verse fuerte desde el estrado acabó viéndose débil frente a la cámara. Es difícil quitarse el sombrero cuando todos esperan que lo hagas por vergüenza.
Luis Hermosilla: El legado del reino oscuro
Luis Hermosilla no tiene nada de Principito. No busca admiración ni ternura. Hermosilla se mueve con la astucia de Maquiavelo y la contundencia de un consigliere. No es un personaje de Saint-Exupéry, es uno de Mario Puzo.
Si alguna vez soñó con ser Vito Corleone, su realidad se parece más a la versión criolla de Tom Hagen. Y como Hagen, no es un recién llegado: forma parte de un sistema que no se construyó con el nuevo reino, sino que viene del anterior. Porque los reinos cambian de monarcas, pero las lógicas de poder suelen permanecer.
Los audios filtrados no dejan dudas. No son conversaciones; son clases magistrales de control de daños. La precisión con la que pide “10 palos” no es improvisada. En su mundo no hay preguntas sobre zorros ni planetas, hay fiscalizadores que deben moverse o desaparecer.
Hermosilla aplica la vieja lección de Maquiavelo: “Es mejor ser temido que amado”. Y aunque la frase estaba pensada para príncipes renacentistas, Hermosilla la actualizó para el ecosistema chileno. ¿Para qué pagar multas si puedes conseguir que te las perdonen con una llamada? Si el Rey del Principito se atribuía la puesta de sol, Hermosilla se atribuye la caída de fiscalizadores.
El anuncio del «Puntito»: De Principito a Rey
El momento más inesperado de esta crónica no proviene de Hermosilla ni de Monsalve, sino del propio Boric. En medio del caos mediático por los audios del abogado y los videos de Monsalve, el presidente anuncia su futura paternidad. Y no es cualquier anuncio. No es «tendré un hijo», es «tendremos a Puntito«.
Con dos sílabas, Boric reescribió la narrativa. Monsalve y Hermosilla pasaron a segundo plano, mientras los medios internacionales se deshacían en notas sobre el «presidente humano», «el padre comprometido», «el hombre sensible que nos recuerda que la política también tiene corazón».
La estrategia no es nueva. La monarquía británica lleva siglos humanizando a sus príncipes a través de bodas, nacimientos y funerales. No importa cuán abollada esté la corona, una foto con un bebé puede convertir la crisis en épica. Si fue una jugada estratégica o una casualidad, nunca lo sabremos, pero la lección es evidente: si no puedes controlar la historia, escribe otra.
Boric no controló el sol ni las conferencias de prensa, pero con «Puntito» logró lo que parecía imposible: desviar la atención.
Puntito y punto aparte.
El poder que se delega se pierde
El planeta en el que aterrizó el principito no era el de Saint-Exupéry. Aquí, la lógica no se rige por el cuidado de una flor o el amor a un cordero. Este es el mundo de Maquiavelo, donde el poder no se concede, se disputa. Un reino no puede gobernarse con ternura, por más noble que sea la intención de su príncipe.
El viaje del principito ha sido una travesía por la lógica del poder. De la bondad ingenua a la estrategia inevitable. De la fe en la corte a la necesidad de controlarla. La nobleza no impide la astucia. Maquiavelo no propone que los príncipes renuncien a la bondad, pero advierte que la bondad sin poder no puede con nada.
El poder que se delega se pierde. Y el poder que siempre tiene admiradores, no tardará quien lo sepa afirmar y ostente a su suerte.
A partir de ahora, cada acto de nobleza deberá ir acompañado de cálculo. No para traicionar los principios del presidente, sino para defenderlos. Ya no hay tiempo para que un hermoso niño se siente en el trono buscando respuestas. Ahora debe usar su corona, y esa corona es de espinas. Boric ya es Rey, no es príncipe, ni principito, y este cuento -aunque suplique bondad- será imposible de escribirse completo sólo con ternura.
Por Amanda Durán
Las expresiones emitidas en esta columna son de exclusiva responsabilidad de su autor(a) y no representan necesariamente las opiniones de El Ciudadano.