El próximo 10 de enero, Nicolás Maduro tomará protesta nuevamente como presidente de la República Bolivariana de Venezuela, consolidando así su continuidad en el poder y marcando, para muchos, la instalación de una dictadura en el país sudamericano. Este evento, más que un acto protocolario, simboliza una fractura en el espíritu democrático de una nación que, alguna vez, fue ejemplo de estabilidad en la región. La falta de claridad en los procesos electorales, las denuncias de fraude y la constante represión han convertido a Venezuela en un espejo de advertencia para América Latina.
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Uno de los puntos más críticos en torno al régimen de Maduro radica en la opacidad de sus elecciones. A pesar de las exigencias de la comunidad internacional, incluida la de México, para realizar un recuento de votos y garantizar la transparencia, este proceso nunca se llevó a cabo. El hermetismo electoral ha alimentado un clima de desconfianza, dejando a los venezolanos —y al mundo entero— en una encrucijada respecto a la legitimidad de su gobierno.
En democracias funcionales, como Estados Unidos o México, el resultado electoral, aunque debatido o polarizado, es claro y verificable. Sabemos que el pueblo estadounidense decidió votar nuevamente por Donald Trump en su momento, que el pueblo brasileño por Lula, en Argentina por Javier Milei, en Colombia por Petro; así como que los mexicanos mayoritariamente optamos por Claudia Sheinbaum. Sin embargo, en Venezuela no existe esa certeza. Lo que debería ser una celebración de la soberanía popular se ha transformado en un ejercicio de imposición y simulación.
El régimen de Nicolás Maduro ha transitado de un discurso populista a una estructura de poder cimentada en el miedo, la represión y el silenciamiento de la oposición. Las cárceles están llenas de presos políticos, los medios de comunicación han sido censurados, y cualquier voz disidente es sofocada con brutalidad. Este modus operandi ha llevado a Venezuela a convertirse en un ejemplo palpable de cómo un gobierno puede degenerar en una dictadura bajo el pretexto de la «soberanía».
Comparar la permanencia de Maduro con figuras democráticas como Angela Merkel, quien lideró Alemania por 16 años, es un ejercicio simplista que ignora las diferencias estructurales entre una democracia consolidada y un régimen autoritario. Merkel gobernó bajo reglas claras, con alternancia de poder garantizada y un respeto absoluto por las libertades individuales. Maduro, en cambio, se ha perpetuado en el poder mediante elecciones dudosas, una asamblea nacional controlada y la militarización de la vida política.
México, a través de su política exterior, ha reafirmado su respeto por la autodeterminación de los pueblos. Este principio, inscrito en la Doctrina Estrada, ha sido un pilar en la diplomacia mexicana durante décadas. Sin embargo, en el caso de Venezuela, esta postura enfrenta un dilema ético. ¿Cómo respetar la autodeterminación de un pueblo que no tiene la posibilidad de decidir libremente?
Claudia Sheinbaum decidió no asistir a la protesta de Nicolás Maduro, lo cual es una decisión acertada. No obstante, la presencia de cualquier representante mexicano en dicho acto podría interpretarse como una legitimación de un régimen antidemocrático. En el concierto latinoamericano y mundial, México debe asumir una postura clara: no podemos avalar dictaduras bajo el pretexto de la soberanía.
La asistencia de un representante mexicano a la ceremonia del 10 de enero podría tener repercusiones serias para el papel de México en la región. América Latina necesita liderazgos comprometidos con la democracia y los derechos humanos. Legitimar a Nicolás Maduro no solo sería un error ético, sino también estratégico.
México tiene el potencial de convertirse en un puente entre las democracias de la región y el resto del mundo. Para ello, es fundamental que su política exterior se alinee con los valores democráticos que defiende internamente. La neutralidad no puede ser excusa para la pasividad, y mucho menos para la complicidad con regímenes autoritarios.
La situación en Venezuela plantea una pregunta crucial: ¿Qué tan sólida es la democracia en América Latina? La historia de la región está llena de ejemplos de gobiernos que, en nombre del pueblo, han perpetuado su poder a costa de las libertades individuales. Sin embargo, también hay casos recientes que inspiran esperanza. Brasil ha visto el retorno de Luiz Inácio Lula da Silva al poder mediante elecciones legítimas; Argentina ha optado por una figura disruptiva como Javier Milei, y México sigue apostando por una alternancia democrática.
La continuidad de Nicolás Maduro no debe normalizarse. Es un recordatorio de que las democracias son frágiles y pueden ser socavadas desde dentro. La comunidad internacional tiene la responsabilidad de apoyar al pueblo venezolano en su lucha por la libertad, sin intervenir directamente, pero sin legitimizar a un régimen que ha demostrado desprecio por los principios básicos de la democracia.
El 10 de enero no debería ser un día de celebración, sino de reflexión para América Latina. La permanencia de Nicolás Maduro en el poder es un síntoma de un sistema político quebrado, sostenido por la represión y la opacidad. México, como referente regional, tiene la oportunidad de liderar con el ejemplo, evitando cualquier gesto que legitime una dictadura.
La democracia no se defiende solo con discursos, sino con acciones concretas que reflejen un compromiso con la justicia y la libertad. Mientras en Venezuela no exista la certeza de que el pueblo ha hablado, cualquier reconocimiento al régimen de Maduro será, en esencia, una falta grave a los principios democráticos que deberían unirnos como región. Eso pienso yo, usted qué opina. La política es de bronce.
@onelortiz
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