Por Florencia Khamis
El cese al fuego entre Israel y Hamas, que entró en vigor el pasado domingo, marcó el inicio de un acuerdo que contempla la liberación de rehenes israelíes y prisioneros palestinos. Durante las primeras horas, los intercambios comenzaron, dando un respiro temporal tras 15 meses de genocidio. Sin embargo, las acciones paralelas de Israel dejaron en evidencia, una vez más, que su supuesta moralidad no es más que un frágil disfraz que confunde a muchos, pero que inevitablemente se desmorona.
Mientras 90 prisioneros palestinos –69 mujeres y 21 niños– eran liberados, Israel llevaba a cabo redadas en Cisjordania, arrestando al menos a 95 palestinos. Esta contradicción expone que, bajo los términos del acuerdo de alto el fuego, Israel ha detenido a más palestinos de los que ha liberado.
El contraste entre ambas realidades es escalofriante. En Tel Aviv, los israelíes celebraban eufóricos frente a una pantalla gigante la llegada de los cautivos; en Cisjordania, en cambio, reinaba la censura: el general Kobi Yakobi, jefe del servicio penitenciario de Ofer, ordenó reprimir cualquier expresión de alegría durante la liberación de presos palestinos.
Este control sobre las emociones es el fiel reflejo de lo que representa el régimen israelí: controlar, censurar y sofocar incluso los actos más básicos de la humanidad, como si la alegría misma fuese una amenaza. Prohibir la celebración no es solo silenciar la felicidad; es un intento deliberado de arrebatar la dignidad, negar la humanidad y extinguir cualquier chispa de resistencia que desafíe su opresión.
Reconocer un sistema que perpetúa la deshumanización nos permite comprender el escenario con mayor profundidad, dimensionar el alcance de la ocupación y entender lo que Israel representa en su esencia. Pero, ¿qué se puede esperar de un Estado en el que los líderes llaman abiertamente al exterminio de un pueblo mientras los soldados compiten entre ellos para ver quién asesina a más palestinos?
“La única democracia de Medio Oriente”, como se autoproclama Israel, se aferra a su disfraz de moralidad, cuidadosamente sostenido con la complicidad de Occidente. A la vista de todos, su ocupación trasciende los territorios físicos y alcanza lo intangible: reprime emociones y aplasta alegrías, como si asesinar a los palestinos y despojarlos de sus tierras no fuera ya suficiente.
Por Florencia Khamis
Subeditora de contenidos Centro de Información Palestina
Fuente fotografía
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