Cuando se ha tenido la desgracia de vivir y sufrir una dictadura o cuando desde la más tierna infancia te han inoculado la creencia de que la palabra “política” no debe ser nombrada, porque la misma se asocia a violencia, corrupción, guerracivilismo, ateísmo o al demonio mismo. O cuando en los largos años escolares te inyectan la doctrina de que la salvación de tu país únicamente es posible mediante una mano de hierro que expulse a los infiernos a todos los opositores. O incluso más: cuando desde que pisas por vez primera la escuela, te hacen creer que el dictador gobierna gracias a los designios divinos y al natural y bendecido éxito de una cruzada nacional, resulta francamente difícil hacerse adolescente comprendiendo que todo ser humano es ante todo esencialmente político.
Todas las dictaduras del mundo, además de legitimarse, en su caso, mediante el genocidio, el asesinato, la violencia física, social y psicológica, lo hacen también con el chantaje, la amenaza, el miedo y sobre todo mediante la creación y propagación de todo tipo de mentiras, bulos y rumores. Una de estas grandes mentiras que ayudan muy eficazmente a su reproducción, es la utilización peyorativa y denigratoria de la palabra “política”, restringiendo y limitando su uso exclusivo, al minoritario círculo de una casta de privilegiados afines al gobierno dictatorial. Con este fin, crean y controlan medios de comunicación estatal, pero también inventan catecismos y manuales, que conveniente divulgados por esos medios, crean en la opinión pública, presa de antemano del miedo y el pavor producido por el terror dictatorial, un clima social y cultural, en el que lo político y especialmente lo democrático, son considerados como factores causantes de todos los males sociales.
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De la creación de este clima social , que desprecia los valores democráticos y convierte a las víctimas de la represión, en supuestos verdugos del país, o que niega la memoria histórica o los incuestionables hechos criminales que permitieron la instauración de un gobierno autocalificado de salvación nacional, también se encargan las escuelas. Bastaría revisar brevemente los contenidos y las prácticas escolares de las dictaduras, para darse cuenta de que están cargados de ideología en estado puro. El canto a las excelencias del régimen; el desprecio explícito y solapado a los opositores; el culto a la personalidad del líder; el comportamiento paramilitar y jerárquico de la administración; las actividades escolares dirigidas a manipular la conciencia de los alumnos; la memorización continua de tópicos, atavismos, prejuicios de una supuesta raza elegida para salvar al mundo; los dogmas cargados de sexismo, machismo, homofobia y xenofobia; la exaltación de un único sistema y de un pensamiento único; la escuela cuartel a base de ordenanza, reglamentos, miedo y amenazas; la obtención de obediencia por todos los medios, desde los más primitivos a los más sofisticados; las lecturas y los libros prohibidos; la obligatoriedad de creencias, ritos y liturgias de una religión única legitimadora y aliada del régimen dictatorial; la imposibilidad de dialogar, reunirse y expresarse sin temor a ser reprobado; los castigos públicos, humillantes y denigratorios de la dignidad humana y todo un sin fin de prácticas supuestamente pedagógicas cuyo único exclusivo objetivo es garantizar la reproducción y legitimación social del régimen, o en su defecto instalar en la conciencia de los niños, que la política es algo pernicioso y que la libertad, la justicia y la solidaridad son una quimera de soñadores impenitentes.
Sin embargo, lo que las dictaduras y sus sistemas educativos acostumbran a olvidar, es que cuanto más se niega el derecho a ser libre, cuanto menos posibilidades existen para la democracia y el conocimiento crítico, más se afirma en los hechos y en la conciencia de los individuos la necesidad de libertad y de pensamiento libre. Por eso, paradójicamente, las escuelas autoritarias de las dictaduras, han sido siempre fraguas indirectas de minoritarios y pequeños rebeldes que han aprendido a desobedecer, a escapar, a resistir y a superar el miedo, pero también de valientes profesoras y profesores que han sabido aprovechar y multiplicar cualquier oportunidad para educar en valores democráticos a sus alumnos.
Así pues, aunque palabras como política, democracia, libertad, participación, asamblea, votación, derechos humanos y otras muchas, no hayan sido pronunciadas, han permanecido presentes en las valiosas prácticas escolares de valientes maestras y maestros de escuela, que generosa y amorosamente lo han dado todo por la educación. Y han sido paradójicamente esos minoritarios profesores de las dictaduras, muchas veces represaliados administrativamente y estrechamente vigilados, los que han hecho posible que la llama de la libertad se extendiese a toda la sociedad.
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Pero aun así, en el subconsciente colectivo de una parte de los profesionales de la educación, permanece la creencia de que política y escuela son términos incompatibles que no deben mezclarse, argumentando que la neutralidad es un valor a preservar y que la escuela no debe involucrarse en los problemas políticos y sociales. En este escenario, una especie de ceguera ética termina por instalarse en las prácticas escolares, unas veces, fruto de la tradición y el miedo, otras de la rutina y la pereza, y las más, de una supuesta imparcialidad aducida en nombre de la objetividad del conocimiento. ¿Acaso la vida humana no es esencialmente vínculos, relaciones, convivencia, cooperación y en definitiva, política? ¿O es que se puede educar sin valores sociales y sin aprender a respetar, tolerar, al diferente y al que no piensa igual que nosotros? ¿Podemos acaso aprender a convivir y a desarrollarnos plenamente como seres sociales si no reflexionamos, aprendemos y actuamos políticamente?
Sucede también, que lo que entendemos por política se reduce a la temática del acontecer de las instituciones, de las elecciones y las luchas por el poder, de los partidismos y las visiones estrechas de la realidad, de tal suerte que se acostumbra a confundir lo político, con lo puramente ritual, superficial y competitivo de las campañas electorales. De esta forma la educación política que generalmente se hace en nuestras escuelas, no supera el nivel de lo meramente anecdótico, formal, ritual, legal o burocráticamente preceptuado, creyendo ingenuamente bajo ridículos escrúpulos, que educar políticamente significa adoctrinar, dogmatizar o catequizar a los alumnos en determinadas ideologías.
Educar políticamente a la ciudadanía y en la escuela, no se reduce por tanto informar de leyes y acontecimientos, ni tampoco inducir a pensar de una determinada manera, ni mucho menos condicionar la necesidad de realización de libertad que todo ser humano lleva dentro. Es exactamente todo lo contrario, es decir, proporcionar ayudas para que los individuos elaboren criterios propios de elección y tomen decisiones conforme a los mismos, comprendiendo que la libertad abstracta y total no existe y que ésta tiene siempre como límite, el respecto a los Derechos Humanos Universales.
Pero para que los seres humanos elaboremos criterios, tomemos decisiones y actuemos con responsabilidad, es necesario que existan marcos, escenarios y ambientes estimulantes en los que puedan sentirse protegidos, seguros y confiados, de que realmente van a ser tratados como personas y no como ovejas de un rebaño. Dicho de otra forma: para educar en la libertad y en la responsabilidad es indispensable que existan ambientes de confianza mutua que permitan la crítica y la autocrítica, el diálogo y la participación, ambientes que permitan de un lado las apuestas, la experimentación y el riesgo de tomar decisiones, pero también que toleren los errores y permitan aprender de ellos, no para ser culpabilizados y paralizados por el miedo, sino para ser analizados, revisados y evaluados con el fin de no volverlos a cometer. Resumiendo aun más: es imposible educar políticamente en la libertad si al mismo tiempo no practicamos y vivimos la solidaridad y la humildad.
Por tanto, educar políticamente no es ningún caso un proceso de adoctrinamiento y mucho menos una práctica partidista y reduccionista que condiciona a los individuos a ver la realidad de una determinada manera con el fin de que abracen ciegamente a líderes, grupos, ideologías y posicionamentos. Tampoco puede ser un asunto puramente anecdótico y superficial reducido a prácticas rituales sin ningún sentido de responsabilidad, o a lecciones magistrales basadas en contenidos históricos a los que se ha vaciado intencionadamente de significado ético y de actualidad. Por el contrario, la educación política es sobre todo una práctica de convivencia que combina sabiamente la libertad, la responsabilidad y la solidaridad, como valores esenciales, estratégicos y universales para la construcción de una ciudadanía democrática, es decir, crítica, consciente, responsable y solidaria.
En estos momentos históricos que estamos viviendo en el que por doquier emergen semillas para la construcción de una nueva civilización, al mismo tiempo que se cometen las más graves salvajadas genocidas contra el pueblo palestino que se hayan conocido en el siglo XXI, tenemos la obligación moral de seguir afirmando la necesidad de una educación profundamente ética, política y democrática. Cuando se constata en todo el mundo el crecimiento del desempleo, la precarización y el subempleo, así como los fenómenos de tercerización, deslocalización, desrregulación y la cada vez mayor inseguridad laboral incluso en aquellos países de amplia tradición en la protección social y todo como consecuencia de la ausencia de voluntad política para controlar la especulación financiera, los paraisos fiscales o esa mano invisible que supuestamente regula el mercado y la economía. O cuando comprobamos la indefensión de amplios sectores sociales ante el abuso de empresarios sin escrúpulos y de políticos sin sensibilidad, o la indolencia ante situaciones objetivas de explotación o ante pequeñas y grandes corruptelas que forman parte de lo cosuetudinariamente aceptado como normal y cotidiano, necesitamos reafirmarnos en la urgencia de vivir más plenamente la democracia y de educarnos más humanamente como personas. La educación política y la educación democrática, ya no es entonces un asunto meramente curricular, programático o gubernamental, sino una urgente necesidad social que puede y debe anteponerse a mezquinos intereses utilitaristas y cortoplacistas dictados por poderes que escapan a nuestro control.
Pero la calidad, la utilidad y la efectividad de una educación de naturaleza profundamente democrática no viene dada por la espectacularidad o el ritual de sus procedimientos. Y es que a estas alturas sobradamente sabemos que los procedimientos, niegan en muchas ocasiones el fondo y las causas reales de los problemas sociales y escolares, impidiendo así que derechos ciudadanos y escolares sigan puedan ser efectivamente ejercidos.
A partir de estas realidades, una educación política de naturaleza profundamente democrática, tiene que convertirse en un proceso permanente de acción transformadora que es al mismo tiempo social e individual. Un proceso por el cual las personas, los profesores, las familias y los alumnos al enfrentarse a las injusticias, a las desigualdades y a los problemas de la realidad en la que viven, están al mismo tiempo contribuyendo a mejorarla y a mejorarse a sí mismos. Es necesario por tanto afirmar la necesidad de concretar una escuela y unas instituciones educativas a escala humana, haciendo del protagonismo del alumnado y todos los agentes sociales de la comunidad escolar, no solo el centro de la educación sino también del mejoramiento de las prácticas educativas escolares y de la formación permanente del profesorado como colectivo de servidores sociales públicos que deben ser dignificados en su misión.
Vista desde una perspectiva amplia y profunda la democracia es en realidad una actitud personal y colectiva que lleva implícita una forma de concebir al ser humano en su relación con la sociedad y en esa medida afecta no sólo a los mecanismos electorales de la esfera política, sino a todas las instituciones sociales como la familia, la escuela, los sindicatos, los propios partidos políticos y en general cualquier otra forma de organizar la sociedad. Por ello educar para, en y con la democracia es una necesidad social de primer orden y una responsabilidad social de todas las instituciones, especialmente de las escolares, ya que es por medio y a través de la democracia como únicamente podemos garantizar los derechos humanos, la libertad, la justicia y el desarrollo material y espiritual. Dicho de otra forma: educar política y democráticamente para el ejercicio de la libertad y la conquista de los Derechos Humanos Universales, exige necesariamente el empoderamiento de las grandes mayorías de la población. Un empoderamiento y soberanía que es al mismo tiempo individual y social, personal e institucional, creador y re-creador, tanto el sentido de hacer posible lo “inédito viable” (Paulo Freire) a partir de las complejas dinámicas del bucle innovación-riesgo-creación, como de apuntar a otro tipo de valores que no son exclusivamente materiales, sociales o políticos. Valores en gran medida transcendentes, que son aquellos que configuran el proceso de convertirse en persona del que nos habla Carl Rogers y que trans-forman y dan sentido a nuestro vivir cotidiano como seres de misterio y autorrealización.
Adiestrados como hemos sido, a concebir que el aprendizaje es algo únicamente individual, que es necesario para el éxito individual, que se realiza de forma individual y que se evalúa y acredita también de forma individual, hemos desaprovechado una gran oportunidad para ejercitar otras facetas que son absolutamente indispensables para el desarrollo la humanidad de nuestro ser. Consecuentemente, una educación democrática entendida como práctica de la libertad y como liberación de nuestras opresiones exteriores e interiores, necesariamente habrá de promover, estimular y posibilitar el desarrollo de nuestra sensibilidad humana y social. Una sensibilidad del ser y del hacer, del observar y del conocer, del aprender y desaprender, una sensibilidad que no es otra cosa que el primer paso para el desarrollo de la conciencia, conciencia que es al mismo tiempo subjetiva y objetiva, interna y externa, pero sobre todo crítica y trans-formadora en permanente proceso de construcción y reconstrucción.
Pero además, educar políticamente a partir de la práctica cotidiana, viviendo la libertad y la democracia, exige también un proceso de revisión crítica con una nueva mirada de las políticas sociales y educativas de nuestro contexto y de nuestro tiempo. Una mirada que a nuestro juicio, debe incluir también el rescate de proyectos que han sido despreciados y olvidados por las pedagogías burocráticas y mercantiles, con el fin de re-crearlos, re-construirlos, re-diseñarlos a partir de las preocupaciones, necesidades y condiciones de existencia en las que viven y trabajan educadores y educandos, especialmente de las capas populares.
Una educación política profundamente democrática, no puede conformarse con el ejercicio de la libertad formal, o de la responsabilidad y la solidaridad restringida a los espacios escolares. Muy a menudo se utilizan las escuelas como burbujas aisladas del mundo y los contextos, sin que sus prácticas educativas tengan repercusión en la comunidad. En las escuelas, se acostumbra a decir solemnemente, que es necesario que se eduque para la paz. la solidaridad, la igualdad, la responsabilidad, aceptando que estos valores no son realizados en la sociedad. Pero contradictoriamente los mismos gobiernos que declaran en las leyes educativas y prescriben en los programas escolares, lo que se conoce como educación en valores, niegan con su comportamiento y sus políticas lo que predican para la escuela. De este forma, instauran y decretan la enajenación, el cinismo, el doble lenguaje y la incoherencia, por ello, una educación de naturaleza profundamente democrática, tiene que ir mucho más lejos que lo expresado formalmente en los discursos, tiene que ir necesariamente al fondo, al espíritu que inspiran las declaraciones, y esto exige sin duda de un continuo ejercicio del pensamiento crítico y autocrítico. Por ello entendemos que una educación democrática que se tome en serio el concepto y el ideal democrático, necesariamente debe y tiene que hacer una opción preferencial por los oprimidos y/o los más necesitados, siendo plenamente consciente de que la opresión y sus causas son un contenido escolar primordial. Un contenido que afecta, tanto al espacio escolar y comunitario en el que se vive, como a todas las dimensiones de nuestros vínculos y relaciones con la sociedad y la naturaleza.
Por esta razón, una educación política y democrática, necesita conocer y comprender a los alumnos en su contexto, con sus problemas, de forma que a través de las practicas pedagógicas y de los contenidos y actividades escolares, podamos analizar y reflexionar sobre las situaciones vitales en las que existimos. Se trata en suma de hacer una pedagogía del metro cuadrado que pisamos considerándolo, como le gusta decir a Luis Razeto, el centro del mundo, es decir, completamente abierto a la construcción de una ética planetaria como insistentemente nos recuerda Leonardo Boff. Una ética que al ser asumida como denominador común por todos los seres humanos, nos capacite individual y colectivamente para incrementar la paz, la solidaridad y la igualdad entre todas las naciones.
Necesitamos en suma de un nuevo tipo de educación basada en la responsabilidad individual y social, que se nutre del proceso permanente de toma de conciencia sobre nuestro balance de coherencia personal, que quiere arrancar de lo más sencillo, de las pequeñas cosas, de lo más fácil, para llegar así, en dialéctica con la realidad, a lo más complejo, grande, difícil y estructural. Y es a este proceso de construcción democrática y de responsabilidad individual y social, que está basado en el dialogo, la reflexión crítica y autocrítica y el compromiso para el afrontamiento de problemas y dificultades reales, es a lo que propiamente podemos llamar educación política y no a esas contenidos escolares contradictorios con las prácticas sociales o esclavos de concepciones y rutinas procedentes de tradiciones autoritarias y antidemocráticas.