La evolución social de los ‘cuernos’ y las consecuencias del adulterio

El adulterio es un sustantivo que reúne un gran número de rasgos negativos

La evolución social de los ‘cuernos’ y las consecuencias del adulterio

Autor: CVN
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El adulterio es un sustantivo que reúne un gran número de rasgos negativos. Al fin y al cabo, su segunda acepción, según el diccionario de la Real Academia de la Lengua, es “falsificación, fraude”. Se trata de mucho más que de mantener una relación con otra persona fuera del matrimonio, sino que lleva siempre implícita una parte de engaño, ya sea hacia los demás o hacia uno mismo. O, al menos, así era hasta que recientemente un grupo de filósofos ha comenzado a defender el adulterio como un comportamiento casi virtuoso.

Encabezados por el filósofo y divulgador Alain de Botton, el grupo ha encontrado su altavoz en la revista The Philosopher Mail, que ha saltado a la fama mundial no tanto por su divulgación de los matices del pensamiento humano, sino por su defensa sin paliativos de la infidelidad como herramienta para la mejora personal. “Antes de que empecemos a decir que es algo malo, deberíamos aceptar que también, en algún punto, por un tiempo al menos y para alguna gente tiene que ser profundamente tentador”, sugería un editorial en las páginas de dicha publicación.

Según defiende el autor de Religión para ateos (RBA, 2011), la alta exigencia respecto a la pareja ha provocado que hayamos puesto demasiado alto el nivel del adulterio, lo que sólo ha causado frustración. “Más que obligar al que engaña a decir que está muy arrepentido, el engañado debería empezar por pedir perdón por forzar a su pareja a mentir al establecer la vara de medir de la honradez en un lugar prohibitivamente alto, algo que sólo refleja la inseguridad del celoso haciéndola pasar por una norma moral”, explicó el autor.

El problema, sugiere dicha lectura, se encuentra en esa norma socialmente compartida que tan sólo significa que quien exige dicho compromiso es una persona altamente insegura, y que se ampara en la costumbre para evitar la traición de su pareja. Lo de De Botton es parte provocación, parte argumentación: en una sociedad como la occidental donde el adulterio ha sido tan tabú como frecuente –según una investigación del CIS realizada en 2008, un 17,2% de los adultos han tenido en alguna ocasión una relación extramatrimonial–, quizá sea el momento de comenzar a replantearse el sentido de la infidelidad.

La evolución social de los cuernos

Vivimos una época peculiar en lo que concierne a la infidelidad. El amor en general y el matrimonio en particular cambiaron sensiblemente durante el siglo XIX. En las sociedades tradicionales, la unión de un hombre y una mujer no tenía como objetivo su realización personal, sino el mantenimiento de provechosas relaciones con familias afines. En dicho contexto, el amor más puro parecía encontrarse tan sólo fuera del matrimonio, por lo que el adulterio, si bien debía maquillarse a los ojos de la sociedad, no parecía tan negativo como durante el último siglo. Era habitual que aristócratas y reyes gozasen de las atenciones de “queridas” mientras, de cara a los súbditos, mantenían las apariencias.

La sociedad industrial y el fin de las estructuras propias de la Edad Media provocaron que el amor, como sentimiento, se convirtiese en el centro de la relación entre hombres y mujeres. La voluntariedad del acto es, en este contexto, lo más importante: puesto que el matrimonio se elige libremente, el compromiso con la otra mitad de la pareja es aún más fuerte, en cuanto que romperlo sería traicionar a la propia palabra. Como recuerda De Botton en un artículo publicado en la BBC, “no es una coincidencia que el nuevo ideal de matrimonio fuese creado y respaldado abrumadoramente por una clase social concreta, la burguesía, que representaba a la perfección ese equilibrio entre libertad y compromiso”.

Ello no quiere decir que desde entonces haya descendido el número de adulterios, pero sí, que se trataba de una conducta socialmente sancionada. De hecho, como recuerda De Botton, la infidelidad es “el pararrayos de la indignación moderna”.

En realidad, recuerda el suizo, la sociedad ha cambiado mucho: es más, vivimos en un mundo en el que la promiscuidad ya no sólo no es tabú, sino que resulta deseable, por lo que “es muy inusual que alguien que ha crecido en un ambiente libre y hedonista, que ha experimentado el sudor de las discotecas, de la noche a la mañana, por un certificado, renuncie a todos los futuros descubrimientos sexuales”. Entra dentro de lo normal desear a los demás, y poner en práctica ese deseo, por lo que hay cosas peores que el adulterio, sugiere De Botton. Por ejemplo, no escuchar a la pareja o dejar de hacerle caso.

Las consecuencias de la infidelidad

Como buen provocador que es, el suizo ha tenido que enfrentarse a las críticas de muchos detractores. Los puntos débiles de su argumentación saltan a la vista, como es que la razón por la que se ha de ser fieles no es un mandato externo, sino un compromiso personal. Fórmulas como las relaciones abiertas o la poligamia son formas más sinceras de afrontar las relaciones extramatrimoniales, en cuanto que sientan unas mismas bases desde el principio. Al apelar a “un alto mandamiento”, De Botton sugiere que es la ley quien nos obliga a portarnos bien, cuando es una elección personal.

Diversas investigaciones han puesto de manifiesto lo perjudicial que resulta el adulterio, en cuanto que el engaño sexual, con la intimidad que acarrea (y la voluntariedad de quien incurre en ella) es altamente perjudicial para ambos miembros de la pareja. Aunque no sea necesariamente, como se suele pensar, una señal de que algo no marcha en la relación (según un estudio publicado en la revista Sex Roles, el 56% de hombres y el 34% de mujeres infieles calificaban su matrimonio como “feliz”), sigue siendo una de las principales causas de divorcio.

¿Cómo influye a hombres y a mujeres? Como puso de manifiesto un estudio publicado en la revista Evolutionary Psychology, los hombres sienten más culpa después de una infidelidad física en la que no se siente nada por la persona con la que se ha tenido sexo, mientras que las mujeres sufren más después de una infidelidad emocional, a pesar de que tanto unos como otros creían que su pareja se sentiría más dañada después de una infidelidad con contacto físico.

Sea como sea, quizá el de De Botton es un interesante punto de vista no tanto para seguirlo a pies juntillas como para reflexionar sobre el coste (y el beneficio) de la infidelidad, que todo el mundo, lo elija o no, habrá de pagar. Como sugería Helen Croydon, columnista de The Guardian, aunque “una vida de ligue en serie” no la haría feliz, “una ‘talla única’ para todas las relaciones es poco útil”.

Por Héctor G. Barnés


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