“Sencillamente no están, desaparecieron”, decían al principio los máximos responsables de la dictadura argentina. Como no había cuerpo, no había delito. La desaparición forzada se convirtió en la práctica estrella de las dictaduras latinoamericanas de los años 70 y 80 para silenciar el descontento popular. Mientras los movimientos recibían la embestida, colectivos de mujeres, y en concreto de madres, generaban nuevas formas de protesta.
Las Madres de Plaza de Mayo aunaron sus luchas individuales y las convirtieron en colectivas, tan colectivas que “todos los desaparecidos” eran sus hijos. Socializaron su maternidad y la transformaron en un asunto político. Para la socióloga Silvia Trujillo, mientras desnudaban los crímenes de Estado, fueron cuestionando su propio rol de madres: “De la madre-sumisión, de la madre-abnegación, de la madre-espacio privado se colocaron en un lugar nuevo: la madre que toma la calle, la madre-lucha, la madre-fuerza”.
Las Madres de la Plaza de Mayo socializaron su maternidad y la transformaron en un asunto político. Fueron cuestionando su propio rol de madres, de la madre-abnegación a la madre-lucha
Se volvieron peligrosas y el Ejército mató a muchas: la fundadora de las Madres de Plaza de Mayo, Azucena Villaflor, fue arrojada desde un avión al océano Atlántico. Sin embargo, sostiene la investigadora social que “el hecho de ser madres de alguna forma evitó que descargaran contra ellas todo el odio que tenían, porque desde la mirada patriarcal representaban a una de las instituciones que suele venerarse”.
La maternidad ejerce un poder simbólico, explica Lucía Barbosa Díaz, parte de Casa Amazonía, una organización feminista colombiana: “No hay la duda o la sospecha de por qué estas mujeres se organizaron. Son madres y ya. Eso te da una legitimidad”. Una legitimidad particularmente útil en el contexto colombiano, donde a la primera de cambio te califican de guerrillera. Pero, ojo, depende del actor al que se enfrenten, matiza la psicóloga Sirley Cely, también de Casa Amazonía: “En el caso de las Madres de Soacha han sido perseguidas porque apuntan directamente al Estado”.
“Cuando a mí me citaron para identificar la foto de mi hijo y me leyeron la lista de 30 muchachos me di cuenta de que no era solamente mi caso”, cuenta la colombiana Luz Marina Bernal, una de las Madres de Soacha. Era septiembre de 2008. Bernal y una decena larga de mujeres estaban a punto de destapar uno de los ejemplos más brutales de la política del expresidente Álvaro Uribe: el escándalo de los “falsos positivos”.
Al menos 17 muchachos humildes del municipio de Soacha, en la periferia de Bogotá, habían sido secuestrados y asesinados por el Ejército. Les habían enfundado un traje de camuflaje y un arma —que a veces ni servía— para hacerlos pasar por guerrilleros. Así se aparentaba un avance en la guerra contra las FARC. Podrían ser miles de casos. El ministro de Defensa del Gobierno uribista y, por tanto, máximo responsable, era el reelegido presidente Juan Manuel Santos.
Cuando los demás están a por uvas
El colectivo de madres más conocido es quizás Madres de Plaza de Mayo, pero no es el único. En 1983, la peruana Angélica Mendoza de Ascarza, con cariño llamada Mamá Angélica, fue de las primeras personas en denunciar las masacres, desapariciones y torturas perpetradas por el Ejército en la guerra sucia contra Sendero Luminoso. Cuando ellas empezaban a coordinarse y a enfrentarse a los militares, en Lima todavía apenas se conocía lo que sucedía en Ayacucho.
Un año más tarde, unos 3.600 kilómetros al norte, otras mujeres iniciaban un recorrido similar. En aquellos años, todos los días aparecían en la Ciudad de Guatemala tres o cuatro cadáveres, jóvenes en su mayoría. Sus familiares —mujeres sobre todo— coincidían en las morgues. “Después de juntarnos dos o tres veces en el mismo lugar, surgió la idea de hacer una organización para denunciar lo que estaba sucediendo”, explica Blanca Bernal, una de las fundadoras en 1984 del Grupo de Apoyo Mutuo (GAM).
En esos años, bajo una altísima represión, el movimiento popular guatemalteco se encontraba en reflujo o directamente exiliado, recuerda el líder del Comité de Unidad Campesina Domingo Hernández Ixcoy. Y en ese momento, según explica, “las mujeres rompen el terror”. A raíz de su trabajo, empiezan a surgir o a recomponerse otros colectivos. Algo muy parecido, según explica Silvia Trujillo, a lo que ocurrió en Argentina, donde las madres abrieron “brecha para el resurgimiento de otros movimientos populares”.
“Lo único que nos quedaba”
A las denuncias y acciones del GAM se sumaron las de otro colectivo, este solo de mujeres, viudas, mayoritariamente indígenas: la Coordinadora Nacional de Viudas de Guatemala (Conavigua). El reclutamiento forzoso de sus hijos fue el último de los agravios y uno de los principales motivos para movilizarse. “Era quitarnos lo único que nos quedaba. De allí vino la fuerza”, recuerda la líder maya kakchiquel Rosalina Tuyuc.
Según analiza Aura Marina Yoc, del colectivo Actoras de Cambio de Guatemala, esa “figura de madres las protegió relativamente de las agresiones del Estado, puesto que no fueron vistas como causa, sino como efecto de la guerra”. Compartían el dolor de ser viudas, supervivientes de los asesinatos y la tortura sexual, “pero el reclutamiento forzoso estaba además —explica Yoc— quitándoles a los hijos, muchos de ellos último recurso de subsistencia económica para las familias, dejándolas desprotegidas en el marco de un sistema patriarcal, machista y racista”. Hoy Conavigua agrupa a 15.000 mujeres.
¿Por qué, en un contexto de represión y de reflujo del movimiento popular, fueron mujeres viudas las que alzaron la voz?, ¿por qué no grupos mixtos? En las masacres, primero se asesinaba a los hombres, expone Yoc. Y a los que sobrevivían se los llevaban a los polos de desarrollo, aldeas vigiladas por destacamentos militares.
“Además, en el caso de familias de tradición militante, los hombres respondían a otras emergencias, de subsistencia o de participación en luchas sociales. Pero tampoco se opusieron a la actividad política de las mujeres, quizás porque consideraban estas luchas como ‘naturales’ de su rol. No sé si hubiese sido lo mismo si las demandas hubiesen sido más identificadas a procesos de emancipación feminista”, contrapone Yoc.
¿Dónde están los padres?
¿Hay casos de padres implicados en la búsqueda de la verdad y la justicia? Haberlos, haylos: Pedro Restrepo, padre de dos adolescentes desaparecidos en Ecuador en 1988 a manos de la Policía y el colombiano Yuri Neira, cuyo hijo murió como resultado de la represión policial, son dos ejemplos. En 2011 el poeta mexicano Javier Sicilia, cuyo hijo fue asesinado por el cártel del Golfo, se incorpora a la triste lista.
En México, la —mal llamada— guerra contra el narco ya es responsable de más de 60.000 muertos, las personas desaparecidas podrían superar las 70.000. Las primeras caravanas de búsqueda y denuncia empezaron en 1999, principalmente de madres centroamericanas y mexicanas. Pero fue Javier Sicilia —varón y blanco— el que le dio visibilidad al movimiento de familiares de víctimas. Al poco tiempo del asesinato de su hijo, Sicilia encabezó una marcha hasta México DF para denunciar la criminalización de las víctimas. En los carteles rezaba el lema “Hasta la madre”.
Al principio se las tacha de “mamás chillonas”, como en el caso de Las Madres de Soacha, o de “locas”, como a las Madres de Plaza de Mayo, a las que un cura de una iglesia militar les llegó a recomendar “santa paciencia”. Luego se las tortura igual
Para Lucía Barbosa, el hecho de que suelan ser madres las que buscan y reclaman por los desaparecidos tiene que ver con el rol de protectoras y de cuidadoras de las mujeres. “En países en conflicto son las mujeres las que están poniendo la cara. Muchas de estas violaciones a los derechos suceden en entornos muy vulnerables y la composición de la familia tiene casi siempre por cabeza de hogar una mujer”, explica Barbosa.
Valentina González, también de Casa Amazonía, apunta que entre los sectores populares la mayoría de las mujeres son madres. “Esa es la diferencia. No exclusivamente por ser madre se adopta la defensa de los derechos humanos”, concluye.
Sirley Cely pone como ejemplo para entender la diferencia de clase el caso de los secuestros: “En la defensa de los secuestrados se implica el grupo familiar, más completo, mientras que en estas vulneraciones de sectores populares sí son más las mujeres las que están al frente”.
Desde que se iniciaron los diálogos de paz, en el departamento del Putumayo, donde se encuentra Casa Amazonía, se ha incrementado el conflicto. Se está viviendo una “pacificación para poder extraer los recursos”, resume González. “Y se está haciendo más visible el papel de las mujeres en la defensa del territorio. Se está dando una fuerte reflexión en comunidades indígenas campesinas de la madre tierra, una concepción muy andina, con simetría con las madres”, describe Cely.
“En Guatemala es particularmente significativa la lucha de las mujeres en la defensa del territorio”, apunta Aura Marina Yoc. Pero, según explica, las activistas cada vez recurren menos al símbolo de la maternidad y su discurso está más articulado en torno a su lucha como mujeres indígenas y la legalidad internacional.
Madres… o no
¿Y en otros lugares?, ¿hay tantos colectivos de madres?, ¿qué papel cumplen? La terapeuta y activista bosnia Alma Prelic, ligada al colectivo guatemalteco Actoras de Cambio, no pondría el acento en la maternidad al hablar de la defensa de los derechos humanos. Mucho menos hablaría de liderazgo de los colectivos de madres. Prelic, que coordina la traducción al bosnio del libro ‘Tejidos que lleva el alma. Memoria de las mujeres mayas sobrevivientes de violación sexual durante el conflicto armado’, explica que en el caso de la ex Yugoslavia, el papel de las madres depende del área de denuncia.
“En el caso de los desaparecidos, las mujeres/madres son la mayoría, ya que en los genocidios matan a hombres mayores de 18 años, como en el caso de Srebrenica en Bosnia y Herzegovina. A ellos les matan y a nosotras nos violan. Usan nuestro cuerpo —nos encarcelan para no poder abortar— para llevar el mensaje al bando contrario: ¡Te la agredimos! ¡Fue nuestra! ¡Esta contaminada por nuestra sangre! ¡Tu sangre ya no es limpia!”, describe esta terapeuta.
La Fundación Madres de Srebrenica, explica Prelic, reúne a viudas y madres del genocidio de unos 7.000 musulmanes ocurrido en 1995. Fue una de las primeras asociaciones de víctimas en formarse. “Pero no es la única ni la más activa en Bosnia y Herzegovina”, según matiza Gorana Mlinarevic, investigadora feminista especializada en justicia transicional en los Balcanes.
“Normalmente las víctimas civiles se organizan en torno a los violaciones de derechos que les afectan. En otras áreas no se han organizado madres, sino supervivientes de violaciones o personas retornadas. En relación con los desaparecidos, es difícil de decir por qué son las mujeres las más visibles en Bosnia-Herzegovina en cuanto a la búsqueda de la verdad”, expone Mlinarevic. A la ya clásica explicación de que las mujeres son las supervivientes, la activista añade otros factores.
Los colectivos de madres han contribuido a hitos contra la impunidad, como la condena contra Alberto Fujimori en Perú, el reconocimiento de los ‘falsos positivos’ como crímenes de lesa humanidad en Colombia, o los procesos contra torturadores en Argentina
“En la narrativa de la guerra, se percibe a los hombres como combatientes veteranos y a las mujeres principalmente como víctimas. Y la victimización de los hombres, en la sociedad patriarcal, no es que esté precisamente muy bien vista. Los hombres quieren mantener una actitud activa y la posición de víctima es una posición pasiva, excepto en los momentos en los que los partidos políticos de corte étnico llaman a la movilización. Entonces la posición de víctima se utiliza para movilizar o ganar votos. Y, aún en esos casos, los líderes políticos son hombres”, describe Mlinarevic.
Pero hay otro motivo para la visibilidad de las Madres de Srebrenica, explica la analista. A los medios de comunicación les encantan las historias de madres que buscan a sus hijos. Para Alma Prelic, hay que tener mucho cuidado para no abordar el tema de forma simplista: “Primero habría que definir la maternidad, analizar la sociedad en que vivimos. ¿A quién damos el derecho y el deber de construir y concebir a un ser humano? ¿Y a quién se da derecho a destruirlo y en nombre de qué? Para luchar también se necesita tiempo y muchas veces las madres no lo tienen. Y son muchos los colectivos de mujeres donde encontramos lesbianas sin hijos, transexuales, mujeres que no quieren tener hijos. Podemos hablar de tantas formas de la maternidad y paternidad…”.
Ahora bien, esa diversidad se reduce, según Prelic, cuando se trata del ámbito institucional: entonces la defensa de los derechos humanos, de repente, está más relacionada con los hombres. “El espacio público trae un reconocimiento social, mientras que los espacios no institucionales son espacios de mujeres en la lucha, como Actoras de cambio en Guatemala o Mujeres de Negro Internacional”, afirma.
Según Inés Giménez, periodista de LolaMora producciones, el papel de las mujeres, de las mujeres madres y si se autoidentifican como colectivos de madres o no depende del contexto: “No es lo mismo un contexto urbano donde se manejan feminismos de tercera generación a un contexto rural disperso donde todavía se ven estructuras patriarcales bien claras y una interiorización muy marcada de esos roles”.
¿Funciona la estrategia?
Para hablar de genocidio solemos viajar unos cuantos miles de kilómetros. Pero, ¿qué tal si reducimos la huella ecológica de este artículo? ¿Qué ocurrió con la dictadura franquista? “Las fuentes documentales certifican que fueron las mujeres quienes llevaron a cabo, y desde fechas bien tempranas, actos de dignificación y memoria”, describe la historiadora Irene Murillo, especialista en posguerra española y género. Y cuando dice tempranas se refiere a los 40, primera posguerra e implantación de la dictadura. Explica Murillo que esos grupos de mujeres “desvelaron los eufemismos del régimen, calificaron de asesinatos lo que el franquismo denominaba desapariciones y denunciaron que la violencia había estado orquestada y legitimada desde arriba”.
Para Murillo, que históricamente las mujeres se hayan situado en primera línea forma parte de una “estrategia colectiva para apaciguar una violencia que estaba asegurada por parte de las fuerzas militares”. Pero no significa, apunta, “que por ser mujeres no reciban esa violencia”.
Al principio se las tacha de “mamás chillonas”, como en el caso de Las Madres de Soacha, o de “locas”, como a las Madres de Plaza de Mayo, a las que un cura de una iglesia militar les llegó a recomendar “santa paciencia”. De alguna forma, todo el peso patriarcal del símbolo de la madre —inofensiva, apolitizada, entregada a la familia— se utiliza como escudo. ¿Pero hasta cuándo la visión patriarcal de la vida es más fuerte que los intereses de muerte que defienden?, se pregunta Silvia Trujillo.
“Los agentes de la violencia (sobre todo los oficiales) se muestran normalmente reacios a utilizar violencia contra las mujeres al principio (probablemente porque las consideran menos peligrosas que a los hombres). Pero luego ejercen esa violencia sin importar el género (y me refiero al género, no la maternidad). A las mujeres se las tortura igual”, describe Gorana Mlinarevic. Los asesinatos en Guatemala a integrantes del GAM o el reciente secuestro de Paola Quiñones, destacada vocera de las caravanas migrantes, son solo algunos ejemplos de los peligros que corren las activistas.
Victorias
Pese a todo, los colectivos de mujeres, y los colectivos autoidentificados como madres han ido consiguiendo, a veces tras una lucha de décadas, no solo romper el silencio sobre los procesos de extrema violencia, sino conseguir llevar a algunos de sus máximos responsables a prisión. Contribuyeron de forma clave a la caída de las dictaduras latinoamericanas. Hoy, mujeres insertas principalmente en colectivos mixtos protagonizan resistencias y victorias frente a la implantación de megaproyectos, como uno de minería en La Puya, Guatemala.
En 2011 las Madres de Soacha lograron las primeras condenas a militares implicados en el asesinato de sus hijos y un tribunal calificó el crimen “de lesa humanidad”. En Perú, la asociación que creó Mamá Angélica fue una pieza fundamental para el incipiente movimiento de derechos humanos que, años más tarde, lograría condenas tan relevantes como la del exdictador Alberto Fujimori. La lucha del GAM y Conavigua consiguió abrir camino hasta los acuerdos de paz en Guatemala. Las Madres y Abuelas de Plaza de Mayo fueron fundamentales para que los principales torturadores y responsables del Estado argentino fueran detenidos, juzgados y condenados.
En Argentina, todavía hoy sigue habiendo al menos un colectivo de madres verdaderamente incómodas para el Gobierno: las Madres de Ituzaingó, en la periferia de Córdoba. Se empezaron a coordinar en 2002 al darse cuenta de que en su barrio, sus hijos y sus vecinos estaban enfermando: cáncer, malformaciones, enfermedades respiratorias.
Investigaron y descubrieron los efectos de los agrotóxicos utilizados en el cultivo soja transgénica, responsable en gran parte del crecimiento económico argentino de los últimos años. Gracias a su lucha, se inició un debate nacional sobre el tema y se aprobaron las primeras leyes que regulaban las fumigaciones. En la actualidad este colectivo sigue movilizado contra la implantación de una gran fábrica de Monsanto en la provincia de Córdoba. De momento, con éxito. Los juicios contra varios empresarios y fumigadores siguen su curso. En mayo de 2014 se confirmaba el juicio contra seis imputados. Al proceso se le ha llamado ‘Causa Madre’.
Emma Gascó es coautora, junto con Martín Cuneo, de ‘Crónicas del Estallido’, un libro que repasa las victorias de los movimientos sociales en América Latina a partir de los testimonios de más de doscientas personas activistas entrevistadas durante un viaje de quince meses de Argentina a México.
Entrevista relacionada: ‘Nais contra a impunidade’: “Cuando te tocan un hijo, ahí sale un volcán. Y más si hay torturas, muerte y no hay explicaciones”. Por Meritxell Guàrdia i Serentill
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