En este momento de mi vida me encuentro con muchos intelectuales que han perdido la capacidad para disfrutar con ciertos libros. Me refiero a personas obsesionadas con una noble preocupación: el estudio profundo de la magia literaria. No digo que los lectores de esta clase estén equivocados. Admiro el rigor que se desprende de sus palabras y sus textos. Pero tengo la suerte de no haber recibido una educación literaria demasiado exhaustiva, y eso me permite acercarme a los libros como un naturalista que observa animales vivos en su entorno. Sé que nunca podré comprender al cien por cien cómo funciona el organismo de uno de esos bichos, pero es que para averiguarlo, como hacen los rigoristas, habría que matar al bicho.
Abrir una novela de Stephen King y disertar sobre sus puntos débiles es un entretenimiento al alcance de cualquier lector medio. Haciendo este ejercicio, se puede despotricar con conocimiento de causa sobre uno de los autores más vendidos del planeta, lo que le reportará al despotricante miradas de complicidad y un desahogo capaz de liberarlo de horas de psicoterapia.
Hasta un cierto punto de mi vida, consciente de mis limitaciones en el estudio de la literatura, quise los libros para jugar a este juego de acomplejados. Compraba aquellos de los que me habían hablado personas que ahora reconozco como pedantes, subrayaba las páginas, tomaba anotaciones y me reía con altivez de la gente que leíabest sellers en el metro. Esta risa de superioridad no demuestra que yo leyera mejor, sino que el éxito me confundía. Sin embargo, un día que no tenía nada que leer agarré una novela de King. Mi idea era pasar el rato con un best seller. Rebajarme, como cuando entro a comer a un antro de hamburguesas. Recuerdo que soplaba una brisa fresca en la terraza de mi casa de Águilas y yo pretendía pasar la tarde primaveral con un libro ligero.
Cuando me descubrí temblando de miedo y cubierto de relente a las seis de la mañana, después de haber huido junto a un padre y una hija de las garras de una pandilla de sicarios, miré la portada del libro, releí el nombre del autor para cerciorarme de que seguía siendo Stephen King, y empecé a preguntarle telepáticamente cómo lo había conseguido.
Era pronto para saber que esta abducción dentro de las páginas de la novela Ojos de fuego tenía que ver tanto con mi forma de leer como con la novela en sí. Ya entonces supe que algún día escribiría esto.
Más tarde averigüé que yo había leído Ojos de fuego de Stephen King como se supone que hay que leer a los clásicos: rebajando al máximo la ambición intelectual y dejándose llevar. Este lujo, la verdadera lectura, solo se lo permiten ciertos amigos cultos con obras que gozan de un respaldo intelectual. Pero un gourmet que solo come en establecimientos con más de una estrella Michelin posiblemente se pierda ese placer indiscutible que representa untarse de grasa hasta los codos para despachar unos huevos fritos con patatas y chorizo.
Decidí que no volvería a leer como un intelectual, salvo las novelas escritas para ser estudiadas o, en otras palabras, esos libros que muchos presumen de haber leído. Y, de paso, me abrí las puertas de una de las bibliografías más imprevisibles, largas e irregulares de toda la literatura contemporánea.
A medida que avanzaba por la obra de Stephen King establecí una relación de familiaridad con este autor. Cada nuevo libro suyo que ha caído en mis manos me ha servido para profundizar en esta relación. Cuando descubro una escena calcada de otra o el viejo King empieza a desbarrar con pretensiones de estilo, sonrío y me digo: «como si te hubiera parido».
Con Carrie, su primera novela publicada, Stephen King se hizo millonario. A partir de entonces le ocurrieron tres cosas: se hizo alcohólico y cocainómano, siguió escribiendo novelas de éxito a un ritmo de industria pesada y conoció el destino de cualquier autor sin pretensiones literarias pero con unas ventas abrumadoras: ser sistemáticamente machacado por la casta intelectual.
El mundo de los escritores funciona como el mercado antiguo de los griegos: en la confusión de talentos y trabajos. De estas dos magnitudes emanan las leyes en un universo donde la comparación de las riquezas ocasiona la envidia en los pobres y el desprecio en los ricos. Puesto que los pobres siempre son más que los ricos, se extiende sobre los ricos el nubarrón de calumnia. No nos engañemos: los intelectuales, hasta los más esnobs, están impregnados de lucha de clases hasta el mismísimo esqueleto.
Si uno lee a Stephen King sin prejuicios, si se sienta ante el libro dispuesto a mirar el espectáculo de magia sin intentar averiguar el truco, descubre a base de disfrute el motivo de su éxito: la imaginación truculenta e inagotable y el manejo del ritmo narrativo se combinan en un sinfín de novelas de estilo muy asequible para cualquier lector. Pero hay una particularidad: King no decepciona a los lectores acostumbrados a la alta literatura, a ese selecto millón de lectores de todo el planeta que leen a Milan Kundera o a Cormac McCarthy, cosa que difícilmente ocurrirá con otros autores de best sellers como Ken Follet o Robin Cook. Y es que resulta que King no es un escritor de novelas de terror. O no del todo, al menos.
King trabajó en una fábrica, una lavandería y dando clases en una escuela de Maine. Tiene un origen muy humilde y siempre fue una persona observadora. Cuando leo Cementerio de animales no me impresiona tanto el hecho de que los muertos vuelvan arrastrándose desde su sepultura como el retrato de la vida en los suburbios de una capital de provincias americana.
King y Jonathan Franzen comparten más de lo que a Franzen le gustaría admitir. Son dos pintores de mural y tienen una capacidad asombrosa para construir personajes complejos y atados a su escenario. King inventa fenómenos paranormales y criaturas terroríficas, pero su punto fuerte es el retrato psicológico y la descripción del ambiente en que viven sus personajes. La mayor parte de su obra transcurre en los pueblos donde él ha vivido, y sus protagonistas suelen ser gente tan normal como sus vecinos y sus familiares. En este sentido, King no es tan imaginativo. Escribe sobre lo que conoce bien.
Es un autor de lo que yo llamo «Método Alien». La película Alien no es terrorífica porque una nave enorme flote perdida en mitad del espacio, con una criatura depredadora y fuera de control amenazando a los pasajeros. Eso lo hemos visto en mil películas malas de ciencia ficción. El efecto de Alien se debe a que, hasta que el bicho aparece, la vida dentro de la Nostromo es similar a la que podemos encontrar en cualquier oficina corriente. Los personajes fuman, beben café y tienen relaciones laborales, como cualquier hijo de vecino. Si Ridley Scott nos hubiera puesto a unos astronautas como los de 2001 de Kubrick en el brete de luchar contra el extraterrestre, el truco no hubiera funcionado.
Es lo que ocurre con las buenas novelas de King. El terror funciona porque sus locuras surrealistas se desarrollan en una masa humana perfectamente descrita y confeccionada. Lo sobrenatural aterriza en el costumbrismo, y el costumbrismo está descrito con un grado de humanidad propio de los grandes escritores.
Siendo tan prolífico, King tiene muchas novelas flojas y algunas realmente malas. El resplandor, por ejemplo, es posiblemente una de las peores: larga, tediosa y eclipsada por una adaptación cinematográfica muy superior. Creo que El resplandor es una maldición: muchos lectores se acercarán a su obra abriendo a este libro y posiblemente se larguen decepcionados para no volver.
Para que no le ocurra esto a usted, llega el momento de la hoja de ruta. Las mejores novelas de Stephen King son, para este que escribe: Ojos de fuego, La zona muerta, Cementerio de animales, 22/11/1963, Rabia, Carrie y Misery. Empezando por cualquiera de estas, el resto de la obra será una tentación, y posiblemente usted llegue al grado de familiaridad propicio para perdonarle bodrios como Maleficio o Eclipse total.
Y para los paladares más exigentes, un relato corto que condensa lo mejor de King y lo pone a un nivel de estudio psicológico que ya quisieran para sí muchos escritores contemporáneos: «Moralidad» (editado dentro del volumen Blockade Billy, en Random House Mondadori). Si después de leer este cuento hay alguien que se atreva a decir que King es un escritor ramplón, le daré el derecho a elegir arma y lugar para el duelo.