El beso a Gabo

Y recién me despierta la ráfaga del luto nuevamente, y ahora es nuestro Gabo, cuando por años había contenido la virulencia de la enfermedad

El beso a Gabo

Autor: Wari

lemebel1Y recién me despierta la ráfaga del luto nuevamente, y ahora es nuestro Gabo, cuando por años había contenido la virulencia de la enfermedad. Cuando se veía tan bien, tan vital como siempre de impecable guayabera blanca y esa risa de señor amable que lo acompañó en su vida, en sus viajes, en sus compromisos políticos con la Izquierda siempre, con los oprimidos del mundo, con las revoluciones del mundo. Con su amistad con Cuba y su letrado pueblo que lo quería tanto. Ha partido Gabo, una nefasta tarde de otoño aquí en este Santiago aún opaco por el humo de la catástrofe porteña. Y pareciera que el color sucio del cielo alargara infinitamente la desazón por la partida de un grande de las letras.

Gabo fue uno de mis primeros hallazgos literarios en la enseñanza media, entre tanta novela de zetas y caballerías coñas, aburridas estampas de la madre Patria en esos librones cabrones que debíamos leer para las pruebas. Fue ahí, en ese tiempo de desate juvenil que un profe de lenguaje, ciertamente más innovador, nos puso frente a los ojos la alucinante escritura de García Márquez. Y no lo podía creer leyendo a escondidas Ojos de Perro Azul, o el cuento de El ahogado más bello del mundo. No podía creer que alguien escribiera con esa locura y esa poética dislocada y  majestuosa. Y de ahí en adelante me devoré todos los primeros libros del Gran Gabo, que marcó mi adolescencia y mi juventud en esos años de dictadura. Se hizo nuestro cómplice y amigo, al saber de su solidaridad con el dolor del pueblo chileno. Se leía en libros arrugados por el trajín contra la tiranía. García Márquez influyó en ese tiempo pendejo cuando incluso escribí varios cuentos medio surrealistas, medio mágicos, medio cuáticos que después destruí cuando lo latinoamericano fantaseado de esa forma se utilizó como folclorismo para el gusto gringo.

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Después vinieron otras lecturas, otros saberes, otras escrituras… llegaron los años ochenta cuando participaba con Pancho Casas en el colectivo de arte homosexual  Yeguas del Apocalipsis, eran los inicios de aquella aventura, y por lo mismo, éramos artistas de día completo, de semana corrida, correteando por las galerías de arte y eventos underground de la cultura alternativa. Éramos unas pendejas revoltosas, medio travestis, medio artistas, que íbamos a cuanto evento se anunciaba por ahí, para tomarnos el copete y comer en los cocteles. Y una de esas tardes en que veníamos sueltas de cuerpo, medio empinadas en algún trote canábico, caminando por Avenida Providencia, vemos un tumulto de gente a la salida de un teatro. Y nos acercamos, preguntando de qué se trataba. Y alguien nos dijo que estaban esperando la salida de Gabriel García Márquez de visita en el país. Entonces, como yo era la yegua besadora, título que me puso Pancho Casas por haberle robado besos brujos a varios famosos de la política y la cultura. Entonces, me dice Pancho: Mira Pedro, cuando aparezca Gabo, tú te metes entre la gente, hasta estar frente a él,  y lo besas. Y yo como una muñeca mecánica, le hice caso. Y cuando vino el alboroto por la salida de Gabo, veo su cabellera cana en la multitud, y camino como zombi, dando codazos y empujones, hasta quedar frente a su cara. Y ahí mismo, antes de subirse al auto, le tomo la cara con las dos manos y le estampo mi boca en su boca. Él no se asustó ni pareció sorprendido. Lo divirtió y exclamó un ¡HUY!, muerto de la risa. Por muchos años me quedó sonando el  ¡HUY! de su fresca reacción.  Nunca tuve la ocasión de encontrarlo de nuevo, ni siquiera en Cartagena, en su Fundación cuando me invitaron a conocerla. Ahora Gabo partió, y no existe la posibilidad de volver a encontrarlo. Y en el ayer me sigue sonando el ¡Huy¡ de aquella vez, de aquel  beso juguetón, de ese muac de cariño que le robé a nuestro Gabo, aquella calurosa tarde en Santiago de Chile, cuando lo despeinó mi beso apresurado al volar mariposas de plata de su frondosa cabellera lunar.

Por Pedro Lemebel

El Ciudadano N°152, abril de 2014


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