La imagen que se intenta imponer de los anarquistas y del anarquismo no corresponde a su ya larga historia real. Piotr Alekseievitch Kropotkin, un gran intelectual ruso de origen noble (era príncipe…), escribió alguna vez:
“Si somos tan ricos, ¿por qué hay tanta miseria a nuestro alrededor?, ¿por qué las masas se embrutecen con trabajos penosos? Los socialistas ya lo dijeron: porque todo lo necesario para la producción fue acaparado por algunos, a lo largo de una historia de saqueos, guerras, ignorancia y opresión que vivió la humanidad antes de dominar las fuerzas de la Naturaleza.”
El mismo Kropotkin escribía:
“Lo que la humanidad observa en el hombre verdaderamente moral es su energía plena de vida, que le empuja a dar su inteligencia, sus sentimientos, sus actos, sin pedir nada a cambio.”
Todo muy lejos de las bestias sedientas de sangre que nos describe la prensa en estos días… Ofrecemos un fragmento de «La moral anarquista», de Kropotkin, a modo de vacuna contra la caza de brujas.
La moral anarquista
Piotr Kropotkin
Príncipe ruso, renombrado geógrafo, ilustre anarquista.
I
La historia del pensamiento humano recuerda las oscilaciones del péndulo, las cuales perduran ya desde hace siglos. Después de un largo período de sueño, viene el despertar; y entonces se libera de las cadenas con las que todos los interesados –gobernantes, magistrados, clérigos– le habían amarrado cuidadosamente. Las rompe. Somete a severa crítica cuanto se le había enseñado; y pone al desnudo la vanidad de los prejuicios religiosos, políticos, legales y sociales en cuyo seno había vegetado.
En aras de su espíritu de investigación se lanza por caminos desconocidos, enriquece nuestro saber con descubrimientos imprevistos: crea nuevas ciencias.
Pero el enemigo sempiterno del pensamiento –el gobernante, el magistrado, el religioso– se rehacen en seguida de la derrota. Reúnen poco a poco sus diseminadas fuerzas, renuevan su fe y sus códigos, adaptándolos a nuevas necesidades; y, valiéndose de ese servilismo de carácter y de pensamiento que ellos mismos cultivaron tan cuidadosamente, aprovechan la desorganización momentánea de la sociedad, explotando la necesidad de reposo de unos, la sed de riquezas de otros, los desengaños de algunos –sobre todo los desengaños–, vuelven paulatinamente a su obra, apoderándose primero de la infancia, por la educación.
El espíritu del niño es débil, y es tan fácil someterlo por el terror: es lo que hacen. Lo intimidan, y le describen los tormentos del infierno, le hacen ver los sufrimientos de las almas en pena, la venganza de un Dios implacable; más tarde le hablarán de los horrores de la Revolución, explotarán cualquier exceso de los revolucionarios para hacer del niño “un amigo del orden”.
El religioso lo habituará a la idea de ley para hacerlo acatar lo que él llama la ley divina. El abogado le hablará de la ley divina, para someterlo a los textos del código. Y el pensamiento de la generación siguiente tomará ese tinte religioso, ese tinte autoritario y servil a la par –autoridad y servilismo van siempre tomados de la mano–, ese hábito de sumisión que demasiado conocemos entre nuestros contemporáneos.
Durante estos períodos de adormecimiento, las cuestiones de moral se discuten raramente. Son sustituidas por las prácticas religiosas y por la hipocresía judicial. No se critica, nos dejamos llevar por la costumbre, por la indiferencia. No nos apasionamos ni en pro ni en contra de la moral establecida; Se hace lo que se puede para ajustar exteriormente los actos a lo que se pretende profesar. Y el nivel moral de la sociedad desciende cada vez más. Se llega a la moral de los romanos de la decadencia, del antiguo régimen, del fin del régimen burgués.
Todo lo que había de bueno, de grande, de generoso, de independiente en el hombre, se va adormeciendo, se oxida como un cuchillo sin uso. La mentira se convierte en virtud, la mediocridad en deber. Enriquecerse, gozar del momento, agotar su inteligencia, su ardor, su energía, no importa cómo, llega a ser el lema de las clases acomodadas, así como también el de la multitud miserable, cuyo ideal es el de parecer burgués.
Entonces la depravación de los gobernantes, del juez, del sacerdote y de las clases más o menos acomodadas se hace tan repulsiva, que comienza la otra oscilación del péndulo.
La juventud se emancipa poco a poco, arroja los prejuicios por la borda. Vuelve la crítica. El pensamiento despierta, en algunos primero; Pero insensiblemente el despertar toca a la mayoría; El impulso nace, surge la revolución.